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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 5º)

Foto: KIKE TABERNER
10/04/2020 - 

Los pensamientos me cruzan como un enjambre y suenan antes que el despertador. La hora pertenece a los perros y sus amos, al arrullo de las palomas, a la crepitación de los generadores de luz. La primavera del parque brota en silencio con el arrobo de una virgen casadera. Se reserva para las huellas mínimas de los pájaros. Una gaviota se recorta contra el cielo temprano y me abre una sonrisa: es un regalo que el mar venga a las azoteas de mi barrio. Junto a la verja de Viveros, frente a los murales de la tapia escolar que duerme su cuarentena, una lámina de biología yace desmembrada de su álbum: seis mariposas. Van ensartadas con pegamento y la caligrafía primorosa nombra especies en inglés. La Gran Phoenix macho es negra como un presentimiento y su belleza inútil está mordida por los bordes, pero conserva el magnetismo del cortejo.

De camino al hospital, entre naranjos, el parabrisas cruje por una súbita lluvia de insectos. La ráfaga es breve y misteriosa, como una nube de granizo, estallan contra el cristal como balines transparentes. ¿Qué mensaje mandan hoy los insectos?

En la sesión de primera hora conozco la llegada de los turistas a sus casas de playa. La carretera Madrid-Valencia era anoche un hervidero. La enfermería se revuelve, acusa, desespera. Ayer en el Mercadona de Canet se vio el parking lleno, "hasta los cristales se llevaron". Nadie pisa la playa, pero las zonas comunes bullían de chiquillos y la policía increpaba con altavoces a los padres para que los volvieran a meter dentro. El escándalo va de boca en boca. Pienso en Madrid. Pienso en lo que llevan a la espalda y me asalta la teoría de un amigo agricultor, que asegura que la capital ha sucumbido porque era una olla sin ventilación. Nos compara con la fragilidad de sus naranjos, que se salvan de las plagas allí donde corre el aire y pega el sol. Algo bueno tenía que tocarnos en esta rifa de la muerte.

“Que Dios bendiga a todos ─monologa P. al teléfono─, urbi et orbi, yo no lo sé decir en latín, pero sí bendigo, yo pido, en el rato de la tarde pido, pido por todos, por el cuñado de mi médica, por la humanidad, y antes ya lo hacía…”. Es un cincuentón con barriga de aguacate y gafas king size, montura ochentera traída del pasado, nada de reediciones vintage. Los cuentos que escribía de joven tenían una prosa sencilla y una ambientación kafkiana, parábolas que patinaban hacia lo extraño. Después de tres décadas de esquizofrenia y un largo historial de desastres, lo que queda es un terreno esquilmado. Sólo sigue en pie su socarronería. Y el celo por los suyos, los que lo cuidan. Como todos los psicóticos en cuarentena, su conducta está siendo mejor que buena; es ejemplar. Para este perfil de enfermo, los cataclismos y los colapsos planetarios son una vieja especialidad. Por no hablar del confinamiento, forzoso o autoimpuesto. Nadie tiene tanta experiencia en las cuatro paredes como ellos. Cuando no son los encierros hospitalarios son los muros invisibles que imprime la gente con su mirada. Algo en el psicótico cambia los ojos del que les sirve el aperitivo, el que les cobra en el súper o el que se cruzan en la cola de una ventanilla. Algo les dice vuelve a casa. Y no tienen que esperar a que Sánchez lo vuelva mandato.

P. está bien, muy bien. Lo dice tantas veces que se retrata. Su hermana me llamó para que le diera un toque porque lloraba, pero no va a reconocerlo ahora, con la cuidadora delante. “Sólo me pongo protestón cuando veo a los políticos en la tele, pero a todos nos pasa, lo llevo bien, en San Onofre era un chaval y salté la tapia, ahora soy más responsable, física y moralmente…”

Salgo por la urgencia y me cruzo con T., que termina su turno en la UCI. Ojos atigrados, corpachón de mujerona aguerrida, esta enfermera es todoterreno y el año pasado venía conmigo a los domicilios. Hemos hablado de locos, de cuerdos, de hombres, de hijos (¿cómo no hablar de hijos?). Tiene el rímel emborronado por el sudor y la mirada brillante de cansancio, pero discurre con el garbo habitual. Lo han pasado muy mal en las primeras semanas, pero ahora ya van por cuatro altas. El enfermo de ayer lo acompañó ella misma a la planta y tenía unas palabras preparadas, pero no pudo soltarlas. Los dos lloraban como madalenas. Se tiene en pie con los recursos de una leona: temple, creatividad, humor. “Una cosa ha sido clave ─confiesa─: entender que esto es una guerra”. Señala que los que no lo vieron así perdieron un tiempo precioso en debates inútiles, pasmos y pataletas. Habla de enfermeras que no sabían ni romper ampollas, de ella misma viendo cómo se vaciaba el cuartito donde se cambian para meter camas y verlo todo irreal. Preparó cuatro veces el mismo gotero. Los enfermos metidos en el quirófano como en una morgue, “aquello tan diáfano y todos con miedo a entrar, miedo a tocar…” La suerte era que el enfermo no se enteraba, “como cuando los sedábamos para intubar, menos mal que luego no se acordaban de nada”. Cuellos crispados, ojos de resignación o de pánico antes de la anestesia, “entonces me muero ya, ¿no?”, cogerles de la mano y decir “despertarás y estaremos aquí, tú confía en nosotros”. Habla en plural, el equipo tiene una sintonía que los ha salvado. Una quincena terrible la primera, no salía ni uno. “Yo, como todo lo saco fuera, estoy bien”, presume. Doy fe. Es puro Mediterráneo. Tarda una hora en entrar en su casa, pero le da para hacer vídeos con el equipo, elegir música, cortar delantales. Son casi las cuatro y parecemos imantadas a los tubos de neón, el hospital es tan intenso estos días que nadie quiere dejarlo.

Cuando doblo la esquina, la médico de guardia corona el álbum del día. Enfundada en su escafandra de buzo le habla a una chica delgada que parece menguar a cada frase, “deje su teléfono y se le llamará para informarle de su madre…” La doctora está irreconocible, pero su voz no ofrece confusión, tiene el timbre de locutora o animadora infantil. Parece Gozilla, podría recitar un poema de Gloria Fuertes y resultaría igualmente estremecedor.

Quiero acostumbrarme a estos pasillos pero no puedo, el futuro era esa cosa inverosímil poblada de animales descomunales y robots. De insectos enloquecidos. Un terreno remoto, siempre un punto más allá.

Ahora nos hemos tragado el futuro y se nos ha vaciado el presente. Lo que para por delante de hoy nadie lo concibe.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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