Despierto tarde y remoloneo a conciencia. Es Viernes Santo, por fin estoy confinada. Dedico un rato largo a estudiar los geranios del balcón. Sé que puedo llegar a odiarlos. Sé que en unos cuantos días acabaría cambiándolos de sitio de forma antojadiza y aborreciendo el pijama de Snoopy que conseguí en un outlet.
Charlo largamente con una amiga mientras vigilo a una vecina que baila con el mango del mocho en la mano. No oigo la música, sólo me llega la ternura de su lucha, su sensualidad con sordina. Le pongo nombre: Amparo. Visitación. Me vengo arriba y busco en el chat cuando la ventana se queda vacía. Si conecto con el hospital conseguiré que mi talante se haga sombrío como el cielo que va endureciéndose poco a poco, como el aire que entra frío como un filo. Tiempo de pascua. Sin mona.
Debería tener todo el día apagado el Whatsapp. Debería borrarme de todas las redes. Devorar novelas, perfeccionar la receta del tzaziki, teñirme el pelo, aprenderme una frase de baile con mi hija y subir a la azotea para grabarnos. Pero soy rebelde y desoigo mis consejos, esos que doy con voz pastoral a todos mis pacientes. Toco en el icono del demonio y enseguida estoy ahí: de lleno, en el epicentro de la pesadilla.
Una compañera del centro de salud acaba de ingresar. Por protocolo, aseguran las médicas que le han insistido en que vaya al hospital. Estaba aterrada. Ha costado convencerla. Un interno de la residencia que se ha tirado por la ventana. Ayer mismo. Desconozco si es uno de mi cupo. Me coordiné con la médica y el psicólogo ayer mismo y no me dijeron nada. Debo preguntarles, tender una mano, seguro que el psicólogo no ha dormido. Se acabó el día festivo. En los momentos altos, como el informe de la OMS del pasado miércoles, somos un pueblo ejemplar con sanitarios heroicos y ciudadanos de primera. En los momentos bajos me digo que somos un puto desastre, un pueblo incapaz para la previsión.
Pienso en los alemanes. Pienso en mi parte alemana. Los de Merkel no son capaces de darle la mano a un enfermo o sentarse en su cama. Lo he comprobado. No existe apenas la cabecera, pasan visita desde los pies, parapetados por su carpeta rígida y detrás de un lenguaje formal que no palpa, no roza, no pregunta por los hijos o la novela de las cuatro o el equipo de fútbol. Pero son los reyes de la previsión. Hace medio millón de pruebas cada semana.
Planificar es la riqueza del lóbulo frontal, ¿qué pasa con nuestras cabezas a este lado de los Pirineos? El entusiasmo del combate sin una guía parece el fruto de nuestro cerebro hispánico. "Hay que ser optimistas", oímos en la reunión de ayer. En los campos de concentración franceses, los republicanos del 39 cantaban ateridos de frío y los gendarmes que cercaban el perímetro no daban crédito, ¿por qué cantan los españoles? Somos optimistas. Parece que a mayor desgracia, más palmas, más meneo.
Ayer de nuevo topamos con la falta de guía para el psiquiatra que esté de guardia y no tenga donde ingresar un agudo. Debe fiarse de la "buena disposición" en otros hospitales, oímos, "este virus es muy caprichoso, no se puede planificar tanto", nos merendamos. Parece un mal vertical, también en las altas instancias de la Conselleria carecen de planes, intentaron negociar con los hospitales privados una salida pero luego "se enfrió la cosa…". El mal se extiende hasta la misma OMS, más de un burócrata debería dimitir estos días. Mi parte alemana rompe a hervir, las neuronas se me quedan licuadas, la templanza se evapora y deja un poso al rojo vivo. Alguien propone ingresar al agudo en el parking del hospital, en un coche cerrado, y la reunión se disuelve entre risas. Peineta y un ole. Así somos.
En la sesión de los jueves ya no les hablo de psiquiatría a los enfermeros. Pregunto cómo se sienten. Hemos debatido sobre cómo dirigir el miedo, cómo diluir la ira, cómo no tomarse un bufido de forma personal. Cómo parar, disculparse, entenderse. Hemos compartido momentos hermosos, como el día que la hija de S. volvió por fin de Rusia. Nos hemos preocupado por el hermano de L., pendiente de su prueba 21 días. Ayer el debate era acerca del optimismo. Alguien que había sufrido una penosa experiencia familiar se descargaba con amargura, los demás la censuraban, "noooo, no todo se ha hecho mal". Pero todos somos soldados rasos, podemos permitirnos el optimismo o el pesimismo. Podemos elegir. Los que nos mandan no tienen ese derecho. Sólo pueden ser realistas. Siendo optimistas nos ponen en riesgo a todos.
El pensamiento mágico, otro de nuestros males. Yo puedo cultivarlo, debo hacerlo, es lo que me salva la vida. El pensamiento mágico no traerá la vacuna, pero nos imprime movimiento, nos evita el bloqueo. Últimamente me he hecho muy diestra en esta forma de razonar; "después de un mes y pico, no lo he cogido, ya no me va a tocar…". Me asalta una nueva paz, la facilidad para la vida. Braceo de un modo suave en los días. "Yo ya lo he pasado, estoy convencida…". Otra versión del dogma. Otra válvula respiradora.
El TOC desatado. Otra de las formas de juego. El control riguroso de la higiene hasta desollarse las manos. Se me da muy mal ser un TOC, mis rituales son de quita y pon. A veces me descubro a mí misma metiendo el dedo en el bote de yogur sin la certeza de haberme lavado primero. Un rato antes he esterilizado varios cachivaches calamitosamente. Atiendo pacientes con TOC al teléfono. El más grave de ellos es un chico de 22 que apenas puede llegar a la consulta sin haber empleado dos horas en los rituales que lo amordazan sin tregua. "Me he acordado mucho de ti estos días ─le digo cuando sé que está muy bien─, dame algún truco", bromeo a riesgo de parecer frívola. Hay un silencio. Después: "…pero, ¿te obsesionas mucho?"
El adormecimiento oportuno, el sopor. Otra de las vías de escape. A primera hora de la mañana suenan los cascotes de vidrio en el contenedor de mi calle. Brandy, whisky, pacharán, cientos de cervezas. El tintineo se eleva por las fachadas hasta hacerse un ruido cotidiano, que nadie atiende. Se ha convertido en una cadencia continua.
Todos los mecanismos de defensa parecen entradas al viaje de la locura. Todos los locos dan un ejemplo de cordura y todos los que no lo eran empiezan a igualarse con ellos. En un maravilloso viaje al Jardín de las Delicias del Bosco, la sinrazón germina. El destarifo se hace tarifa plana.
Creo que voy a dejar de escribir por hoy y volver a empezar por donde me había propuesto. Ya no hay sol en la azotea, pero retiraré la mesita del salón y ensayaré con mi hija unos pasos de baile. Subiremos mañana. No antes de volver al balcón, donde empecé el día. Quizá sea el momento idóneo para cambiar los geranios de sitio.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora