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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 9º)

14/04/2020 - 

Repaso los extractos de mi tarjeta de crédito y me embarga una triste extrañeza. Saltan pagos de cenas, tardes de compras, viajes suspendidos, el hotel donde cenamos por San Valentín, el abortado fin de curso de mi hijo en Mallorca. No estamos preparados para que el mes pasado sea Historia. La lógica de la memoria se ha averiado, el mes de febrero es una suma de estampas que se escurre fuera de nosotros a toda velocidad, como el paisaje plegado y aplastado por la velocidad desde una ventanilla del AVE.

Mientras tanto nos engulle este presente que aún no se puede definir, como el mundo inaugural de Macondo, donde todo era "tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". No tenemos aún el vocabulario a mano, las palabras precisas. Balbuceamos una traducción. Buscamos analogías con elementos ya fósiles que aún nos guían.

Como esos momentos en los que permanecimos confinados a voluntad: el verano del MIR, la pascua en la que despedí a mi familia en el garaje y me giré para devorar los mamotretos de la oposición. Confinamientos en los que no había ojos en las ventanas, ni cabezas anónimas dibujando círculos en las azoteas. La ciudad se vaciaba por vacaciones y el que se quedaba atrapado en ella era un viajero privilegiado de sus avenidas. Francesco Piccolo listaba esta suma de epifanías en el agosto de su Roma evacuada (Momentos de inadvertida felicidad, Anagrama). "Las calles de Roma, en verano, están en otra parte". Enseñaba un jolgorio de niño que estrena juguete.

Quiero que esto se le parezca y no lo logro. Espío a mis vecinos en la fachada de enfrente, ordenados en sus celdas, ajenos entre sí y a mi mirada y descubro que hay una atmósfera de condena que impide las celebraciones. Las chicas orientales absorben el sol y la metralla de sus móviles, el del primero fuma desconsolado, los ojos vacíos, la abuela del tercero sale otra vez a chequear la humedad de su colada, la examina despacio, tiene toda la tarde. Es un "humanario" que se ofrece a mi ocio para que yo saque similitudes y diferencias. Yo también soy centro de su curiosidad o su tedio.

Foto: KIKE TABERNER

Como todos, he alternado estos días con el vecindario. He conocido sus nombres y ocupaciones. Lo que no alcanzo a saber lo completo con la fantasía. A veces hago viajes peregrinos, ¿y si la del primero fuera pitonisa por internet? ¿Y si la abuela fuera taxidermista jubilada? Ahora sé que buscamos humanizar a la figura de cera que desfila cada día delante de nosotros y nos recuerda que somos una nada perdiendo la vista en la inmovilidad de la calle, en el movimiento lento de las nubes, en la soledad empecinada que nos rodea. Con un nombre propio se cae la pátina de uniformidad, se adquiere carne y huesos. Dejamos las filas de un borrón llamado gente y nos hacemos persona.

Estiro mis tendones en imitación al señor del cuarto. No lo he tratado aún, pero tiene cara de llamarse Vicente. Mis fibras protestan como cuerdas de amarre, crujen igual que si estuvieran recubiertas de escarcha. No teníamos un cuerpo antes de esta pandemia. Sólo un pánico mal educado que nos hacía acudir al médico al mínimo signo de que el cuerpo estaba ahí y no sabíamos descifrarlo. Mientras tanto, la publicidad febril de los fármacos (reina de las pantallas desde que el tabaco y el alcohol se vetaron) inundaba nuestro inconsciente de mandatos agresivos. El ibuprofeno ya se podía tragar sin parar a por un vaso de agua (un bebedizo en prácticos sobres monodosis). No tienes que cancelar tu reunión de hoy por un catarro, dópate de camino a la oficina, en el primer semáforo. Este mismo invierno tuve un pequeño debate en el vestuario de mi academia: "Antes los catarros no duraban tanto ─decía la profe desde lo alto de una bufanda trinchera─, los virus vienen más fuertes este año". "Antes nos permitíamos parar…", defendía yo. Calamitosa ingenuidad la mía. ¿Cómo se puede acertar y errar de pleno al mismo tiempo y no saberlo?

Y de pronto este freno de mano, este alto que nos hizo sumisos del miedo. Sí se podía parar. Se podía uno reencontrar con el nudo de su existencia, se podía esquivar ese sobrenadante de urgencias que no lo eran, escándalo, polución, deseos injertos, viajes circulares, el bucle del hámster en su rueda. Igual que se han aclarado los canales en Venecia, la turbulencia de las playas que atraen delfines, el aire que baja limpio hasta el último alveolo. Igualmente se nos han aclarado las cabezas; hay un fondo a la vista, sin ruido, sin maleza.

Día de llamadas. Mañana volveré al hospital y no tendré ni un minuto para hacer repaso a la tropa que crece imparable: compañeros enfermos, agobiados, mayores que temen o desesperan. Mis amigas de Albacete me preocupan, una es anestesista y la otra pediatra. Han sufrido una encerrona mortal a sólo 120 km de aquí, los mayores de 80 no entraban y los de 60 podían quedarse sin respirador. A veces el pánico demora la llamada por si alguna me dice que está ya infectada. La anestesista tuvo que pedir a los ingenieros de su ciudad que no mandaran más válvulas; tienen un cuarto lleno de trastos que se demostraban inútiles. Han sido testigo de momentos desesperados, insolidarios. Padres de médicos empaquetados en una ambulancia rumbo a Murcia o Valencia. Comunidades autónomas que no tendían una mano a la de al lado.

Foto: EDUARDO SANZ/EP

Ahora la cosa fluye mejor, a pediatría sólo llegan niños intoxicados o que se abren la cabeza saltando de la estantería a la cama. Los respiradores turcos, sin embargo, son un chasco: tienen el tamaño de un libro y vienen sin posibilidad de graduar la FiO2, peores que los de transporte que arrancaron a toda prisa de sus ambulancias. Alguien debería pedir disculpas públicamente por los tres millones malgastados.

El "estrés del mercado" se debería nombrar como lo que es, concluimos: rapiña. La oferta y la demanda dirigen la línea divisoria entre el que muere o el que se salva. Según esta ley que no tumba ni el más letal de los virus, los psicólogos deberían cotizarse en adelante al alza. Estrés postraumático. Ansiedad. Duelos complicados. Tengo dificultad para imaginarlo. Vengo del siglo XX y nunca he visto que la salud mental metiera cabeza en el mercado (más allá del pastilleo infame que promueven las farmacéuticas, pero eso es otra historia).

Estos días todos movemos los muebles, vaciamos cajones, despejamos altillos. El nuevo arreglo doméstico debería extenderse más allá de los hogares y contagiar a quienes cuadran (o descuadran) las cuentas públicas. Las prioridades. Nuestra hoja de gastos. Poner a la cabeza de la pirámide los cuidados. También a los proveedores de calma. Para cuando desplacemos a los intensivistas y salgamos a pegar las piezas del desastre, ya no habrá aplausos a las ocho.

Si no se atiende la salud mental, nos arriesgamos a que todo cambie para que no cambie nada. Que cada uno de los que salva sus alveolos corra ciegamente a su pole position; su lugar en la colmena, que le estará esperando intacto.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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