Desde el pasado 13 de abril, las medidas de confinamiento impuestas por el estado de alarma han vuelto a sus condiciones iniciales, permitiéndose el retorno de algunas actividades laborales consideradas no esenciales. Este hecho, junto con la aparente estabilización del número de nuevos casos de infección por Covid-19, ha abierto el debate sobre la conveniencia de dar por terminado este aislamiento y las condiciones que deben cumplirse para ello. Sin embargo, este debate está resultando estéril, probablemente debido a la falta de objetivos concretos a conseguir con el aislamiento y de criterios claros que definan la vuelta a la normalidad. Esto dificulta la previsión de las futuras etapas en la lucha contra el virus y genera incertidumbre con respecto al escenario al que queremos, o debemos, llegar y con el que, en realidad, nos podemos encontrar.
En esta coyuntura, el debate se centra en cuándo se alcanzarán los objetivos que permitan un mayor aperturismo. Sin embargo, la ausencia de objetivos definidos en el plan impide un debate útil. Desde el inicio de la cuarentena, tan sólo se ha escuchado que se pretenden alcanzar metas tan imprecisas como “derrotar al virus” o “doblegar la pandemia”. En el caso de que se pretenda dotar de tintes de carácter científico a la estrategia aplicada, los objetivos propuestos debían haber sido mucho más precisos y específicos. Asimismo, éstos deben ser difundidos de manera clara, para evitar el alarmismo y la incertidumbre en la que estamos inmersos. En este sentido, la única propuesta que parece procedente es la que afirma que el objetivo es liberar de carga a los sistemas de salud. Tal y como comento, este supuesto es lícito, pero dibuja un futuro cuadro complejo e incierto desde el punto de vista del ciudadano. Para explicar con mayor detalle esta afirmación, debemos tener clara la fotografía del entorno que no vamos a encontrar al final del confinamiento.
Es un hecho obvio desde hace tiempo, aunque no plenamente reconocido, que el confinamiento no va a acabar con el virus. La eliminación completa del virus exigiría un periodo de confinamiento tan largo como inviable, además del desarrollo de una estrategia común a nivel mundial. Asimismo, algunas características de esta infección como la posibilidad de transmitir la enfermedad antes de que aparezcan los síntomas o el elevado número de personas asintomáticas que pueden contagiarla, hace difícil su control simplemente a través del aislamiento social. En estas condiciones, y ante la ausencia de vacunas efectivas, va a ser necesario convivir con el virus en nuestra vuelta a la normalidad, coexistiendo personas susceptibles de sufrir la infección, personas que transmiten la infección y aquel grupo de individuos que ya han sufrido la infección y que podrían ser inmunes. Esto nos devuelve a una situación muy similar a la que existía poco antes de que se iniciara el periodo de confinamiento. Probablemente, la única diferencia esencial radique en el menor número reproductivo básico del virus (número medio de personas a las que contagia cada infectado), lo que implicaría una menor diseminación del virus, si bien esto podría ser algo momentáneo.
El número reproductivo básico o R0 mide la capacidad de una enfermedad infecciosa de generar brotes epidémicos y depende de numerosos factores. Evidentemente, el confinamiento es una variable que ha afectado a la transmisión de la enfermedad, y por tanto al R0, al limitar los contactos de las personas infectadas. Sin embargo, y en ausencia de otros factores que limiten la capacidad del virus para transmitirse entre personas, la vuelta a un entorno en el convivan infectados y susceptibles hace presagiar la aparición de nuevos brotes de la infección con una intensidad difícil de evaluar. Es cierto, que las medidas adoptadas han frenado la avalancha de ingresos en las UCIs y han evitado una mayor sobreocupación y saturación de las mismas. Pero, por el contrario, plantean una difícil vuelta a la normalidad considerando el hecho de que no se va a eliminar completamente el virus de la población y va a obligar a una convivencia sostenible con él. Llegados a este punto, el debate se debe centrar en las herramientas de las que disponemos para hacer viable esa convivencia y hacerla compatible con nuestro modo de vida.
Hasta el momento, tan sólo se han hecho dos propuestas para para la reincorporación a la normalidad. Por un lado, se habla de una vuelta progresiva a esta normalidad y, por otro lado, de la realización de tests masivos (o no tanto) para identificar a los individuos asintomáticos y, también, a aquellos que ya han pasado la enfermedad. Sin embargo, resulta difícil, desde un punto de vista epidemiológico, entender la utilidad de estas propuestas a corto y medio plazo, tal y como se están planteando.
La vuelta progresiva a la normalidad o “desescalada” presenta una gran ventaja y, prácticamente, única y es evitar un nuevo bloqueo de los servicios sanitarios, al ralentizar la transmisión del virus. Sin embargo, va a ser un proceso muy lento, con las consabidas consecuencias socio-económicas que esto va a tener y de incierta utilidad a medio y largo plazo puesto que, presumiblemente, aparecerán nuevos brotes epidémicos. Asimismo, la realización de test masivos es algo necesario (y lo ha sido desde el principio del proceso), si bien no con los propósitos que se está dejando entender. La trascendencia de estos test puede radicar en el hecho de que nos permitirán una proyección la situación de la transmisión del virus en nuestro país y dibujar con mayor precisión el retrato de convivencia con el virus.
Ante la expectativa de que la convivencia con el virus va a ser ineludible, debemos tener claro cómo podemos afrontarla y, la propia biología del virus, nos ofrece una herramienta, que debería ser contemplada y debatida. Esta herramienta es el hecho de que, en la mayoría de la población la infección genera una sintomatología leve o inapreciable. Para ello hay que diferenciar bien entre dos conceptos como son el de infección y enfermedad. Estos conceptos son a veces confundidos, pero claramente diferentes. La infección es el proceso de invasión y multiplicación de un agente patógeno en los tejidos de un organismo sin que ello implique, necesariamente, patología. En cambio, la enfermedad es la alteración del funcionamiento normal de un organismo, en este caso causada por la infección por Covid-19. El hecho de que la gran mayoría de infectados por este virus no manifiesten signos de enfermedad y que estos signos sólo se manifiesten, de forma severa, en determinados colectivos bien definidos epidemiológicamente, es un arma importante que se dejaría de aprovechar si se optara por un aislamiento durante un largo periodo de tiempo.
Hasta la fecha no existen evidencias científicas que permitan afirmar que las personas que han padecido la infección no sean susceptibles de volver a infectarse. Por tanto, no se puede afirmar que estas personas sean completamente resistentes a sufrir una nueva infección. Sin embargo, sí que se conoce que la infección genera una potente respuesta inmunitaria. Por tanto, sí que es previsible que la infección induzca, al menos, un cierto grado de inmunidad que proteja parcialmente a estos individuos. Esta inmunidad parcial no protege completamente frente a la infección, pero limita mucho su patogenia y, también, la reproducción viral, con lo que se limita su transmisión. Este estado de inmunidad parcial es fundamental en epidemiología y, trasladado a un elevado porcentaje de la población, limitaría la diseminación del virus puesto que supondría una reducción significativa del número reproductivo básico del virus al contener su capacidad de multiplicación. Además, esta reducción sería de carácter estructural y no coyuntural como ocurre con las estrategias de aislamiento. Este hecho es el que nos permite convivir con un sinfín de virus y otros patógenos transmisibles, como por ejemplo el de la gripe, sin que ello suponga un problema de salud pública de la magnitud de la pandemia por Covid-19. En este contexto, resulta más que cuestionable la utilidad del aislamiento propuesto para los llamados asintomáticos. Es bien cierto, que suponen un riesgo epidemiológico al poder transmitir la infección, pero también podrían contribuir a generar una mayor seguridad colectiva si convivieran con grupos poblacionales de bajo riesgo y, una vez se reduzca el impacto de la transmisión, permitir la integración segura de los colectivos de alto riesgo. De hecho, en países como Alemania se está planteando un mayor aperturismo a partir de primeros de mayo para facilitar la convivencia con el virus.
A pesar de que pueda resultar complejo asumir y difundir la necesidad de tener que convivir con el virus, al menos durante un tiempo, éste es un hecho inevitable. Ante esta tesitura, el debate debería centrarse en la adopción de estrategias y medidas estructurales que permitan una coexistencia sostenible con el virus. Las medidas de protección de colectivos sensibles deberían combinarse con otros mecanismos que permitan proteger a la sociedad, tanto del virus como de los daños colaterales que las medidas adoptadas puedan producir.
Rafael Toledo Navarro es catedrático de Parasitología de la Universitat de València