NO ÉRAMOS DIOSES. DIARIO DE UNA PANDEMIA #54

Cría cuervos

28/05/2020 - 

VALÈNCIA. Una cuadrilla de operarios municipales ha ahogado el canto de los pájaros esta mañana. Durante horas han roto el silencio con el ruido de sus cortadoras de setos. Era insoportable el chillido de las máquinas, hasta el punto de que no he logrado concentrarme en el trabajo.

La nueva normalidad recupera algunos vicios de la antigua, por ejemplo, el retorno del ruido, la conspiración contra el silencio.

Siempre cabe una excepción a la regla mencionada, y es la quietud que me llega de los vecinos de la puerta 1. Su perro ha dejado de ladrar desde que fueron amonestados por la Policía local. Me pregunto si lo han entregado a una protectora de animales o le han puesto un bozal para callarlo, como han hecho con nosotros los humanos.

El tontorrón Torra anima a los vecinos de Puertollano y Tordesillas a veranear en Lloret de Mar. Es extraña la invitación de tal siniestro personaje. Es difícil de comprender que los españoles, acusados de robar e incluso de matar a catalanes, sean llamados a salvar ahora la campaña turística de Cataluña. Este verano no toca, Quim. Podéis esperar sentados.

Las memorias de un viejo profesor 

No encontraba el momento para hacerlo pero hoy lo he hecho. He regresado a la lectura de las memorias de José Julio Perlado, Los cuadernos Miquelrius, que se pueden leer en su blog Mi siglo antes de publicarse en papel.

Perlado fue mi profesor de Redacción Periodística en 2º de Periodismo en la Complutense, a finales de los ochenta. De lejos tenía un aire a Manuel Fraga pero sin sus pies planos. Luego descubrí que fue corresponsal de ABC en París, donde cubrió el mayo del 68. Leí su novela Lágrimas negras, que perdí en un tren. Al cabo de veinte años sin verlo, una mañana me puse en contacto con él a través de un correo. Días después nos vimos en el café Gijón. Desde entonces lo tengo por buen amigo y sigo sus consejos en mis primeros pasos de escritor. Es generoso y paciente conmigo. De él he aprendido muchas cosas; una de ellas es que la buena literatura se cuece a fuego lento, sin las urgencias del periodismo, con la paciencia de los viejos artesanos. Y con amor.

Mi amigo ha publicado 26 entregas de sus memorias. Con su permiso reproduzco un párrafo de la última:

“Yo tal vez sea un elefante muy pequeñito, muy pequeñito, de los millares y millares de elefantes pequeñitos que hay entre los escritores del mundo. Cuando uno pasea por entre los títulos de tantas obras alineadas, de tantas colecciones organizadas por colores, por encuadernaciones o por premios, es como si uno paseara por un largo y aleccionador claustro haciendo meditados ejercicios espirituales literarios, con reflexiones sobre la caducidad de la fama y sobre la vacuidad de las cosas. Es un paseo muy necesario, muy higiénico”.

Mañana, visita al dermatólogo

Le he pedido a Begoña el teléfono de su dermatólogo. He llamado para que me vea la verruga. Me han dado cita para mañana por la tarde. Esto me obliga a ir a València. Será la primera vez que pise la capital desde el inicio del estado de excepción.

Hay noticias divertidas que te alegran la mañana. La Agencia Tributaria ha organizado para sus 27.000 empleados un curso sobre cómo gestionar emociones en estos tiempos difíciles. Los organizadores les aconsejan “no rebelarse” ni “salir a la calle” —se supone que a protestar contra el Gobierno— porque esto puede conducir a “la rabia y el enfado”. Hacienda, brazo ejecutor de un Estado cleptómano, se apunta también al pensamiento positivo, como cualquier memo yanqui. “Sonríe siempre que puedas” es una de sus consignas. La estúpida happycracia.

Ha comenzado el luto oficial por las víctimas del coronavirus. La cifra real casi duplica la oficial. Unas 43.000 personas han muerto por la pandemia, según los datos de los registros civiles. El Gobierno pinocho ha admitido hoy sólo uno.

El luto oficial llega demasiado tarde

El luto por tantos compatriotas muertos llega demasiado tarde. En estos casi tres meses de dolor no hemos visto al maniquí ni a ningún ministro acercarse a un hospital a consolar a los familiares. Ni el más mínimo gesto de compasión. Están en lo suyo, ocupados en tapar las pruebas que los lleven a rendir cuentas ante un tribunal.

En la Moncloa y en el Congreso vestían de negro como pájaros de mal agüero, y exhibían sus picos falsos de cuervos obscenos.

Con camisa negra, como la que lucían los escuadristas italianos, ha comparecido el vicepresidente comunista en el cementerio de la soberanía nacional. Ha acusado a los conservadores de instigar “la insubordinación” en la Policía y la Guardia Civil. Dicho de otra manera: insinúa que alientan un golpe de Estado contra el Gobierno. Esta tesis la ha defendido en la prensa extranjera. Las palabras de esta criatura marcada por el odio nos llevan a la primavera del 36. Es lo que quiere: el enfrentamiento entre españoles, otro conflicto civil.

Una rubia inteligente y valiente le ha reprochado ser “el hijo de un terrorista”. Él, aparentemente ofendido, la ha amenazado con acciones legales. Otra rubia, menos inteligente y valiente que la primera, ha ordenado que la acusación no figure en el diario de sesiones del Parlamento.

Este ha sido el último episodio reseñable de la política española, transformada en una charca en la que sólo prosperan los sapos de mirada aviesa.


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