El autor, ganador del Alfaguara y recuperado en gran medida de un peligroso trance de salud, dedica esta novela al amor, a la amistad, y al gran derecho relativo a la vida
VALÈNCIA. Thomas Ligotti es el autor de un libro titulado La conspiración contra la especie humana en el que se realiza un profundo retrato de la existencia del homo sapiens desde una perspectiva nada habitual, lo cual no deja de ser sorprendente: ¿es mejor vivir que no vivir, la existencia a la inexistencia? La respuesta, en realidad, no es sencilla. Ninguna pregunta de tal calibre filosófico puede serlo, si se pretende dar una respuesta en condiciones que no dependa de extremos tales como una vida de lujo inacabable y salud envidiable, frente a una vida repleta de desgracias. Lo cierto es que no conocemos la no existencia, porque siempre hemos sido, y porque tal cosa no tendría sentido, igual que no podemos conocer la nada porque si pudiésemos, ya habría algo y no nada. Ligotti repasa esta cuestión y otras similares relativas a la naturaleza humana, como el exceso de conciencia, esa mutación que si bien en algún punto de la evolución pudo ser una ventaja, poco después se convirtió en la peor de las condenas, al obligarnos a saber en todo momento que vamos a morir. A desaparecer. Esto a su vez generó una paradoja, a la que se refiere Ligotti citando al filósofo noruego Zapffe: nuestra conciencia fuera de control nos muestra el horror, y a nuestra conciencia demasiado capaz recurrimos para autoengañarnos y ponernos un velo de distracciones que nos permitan evadirnos (un poco).
Algunas formas de pensamiento consiguen incluso que en lugar de olvidarlo, lo aceptemos (de algún modo). Y luego está la literatura. Incluso la literatura que parte de extensas experiencias acerca de lo que es vivir, de lo que es estar a punto de dejar de hacerlo, de lo que es ver cómo otros dejan de ser. La literatura, la buena, es capaz de vertebrar una historia acerca de la amistad y el amor en clave de humor con la muerte (asistida) de fondo. Bueno, no la literatura, sino Ray Loriga. Que bien pensado, es sinónimo de literatura.
Cualquier verano es un final es el nuevo libro de un autor icónico de nuestras letras, un escritor que fue el ídolo de una generación y que supo trascender a lo generacional (muchos tótems se han perdido por el camino). Con Rendición, su penúltima novela, ganó el Premio Alfaguara, más tarde llegó Sábado, domingo, y ahora, tras superar un grave problema de salud que se presentó justo antes de la pandemia, nos ha traído esta fantástica historia sobre el amor y la amistad, sobre el amor que es amistad y la amistad que es amor.
Una historia, además, en clave de humor, un humor que acompaña a la historia y que hace de contrapeso de otra dimensión del relato, la que tiene que ver con la muerte, porque en Cualquier verano es un final hay dos amigos, una relación de admiración rayana en la obsesión, y una persona en el que probablemente sea el mejor momento de su vida, que sin embargo quiere morir, o que precisamente por eso quiere morir, pero no de cualquier manera, sino en un hermoso y pintoresco centro suizo que por un precio nada módico, te permite retirarte para despedirte de la vida tranquilamente y sin dolor. Loriga compone con todo esto una novela luminosa, brillante, emocionante y divertida. Cómo logra que una historia así —de la que él recalca especialmente el amor y la amistad, pero en la que indudablemente la muerte goza de una gran presencia— provoque el bienestar que provoca, es algo que tiene que ver con su gran talento, y no con una explicación técnica. Hay que saber hacerlo. Hay que poder hacerlo. Él lo ha logrado.
Por ejemplo: “entre el estruendo de la batucada en el Sambódromo del Marqués de Sapucaí, constituía una distracción fascinante. Era como una versión personalizada de ¿Dónde está Wally? con impagable añadido carnavalesco y musical. Un entretenimiento tan electrizante como completar puzles de castillos del Loira. La pieza que me faltaba siempre era Luiz. Al igual que a los que hacen puzles suele faltar una ficha azul cielo, en mitad de un cielo azul y eterno, yo nunca conseguía dar con él. Sólo una vez, a decir verdad, estuve seguro de reconocerlo, y fue durante un desfile en el que su escuela iba toda disfrazada de los más variopintos superhéroes, más o menos míticos. Claro que aquello tuvo truco. Luiz me había avisado de antemano de qué iba disfrazado y se trataba, desde luego, de un disfraz singular, difícil de confundir entre la muchedumbre. No, no era un superhéroe cualquiera (Spiderman, Batman, Superman y Mujeres Maravilla había a cientos), sino el Fantasma que Camina, un oscuro personaje de cómic de los años treinta creado por Lee Falk que curiosamente me encantaba de niño.
El héroe de la historieta era un morenazo inglés y guapo, vestido con un ajustado mono morado y un calzón de rayas negras diagonales, que resolvía crímenes en un país inventado del África colonial llamado Bengali”. A Yorick, que así se llama el personaje, por el propio dueño del cráneo shakesperiano y por llorica —él mismo afirma que pocas cosas le gustan tanto como autocompadecerse—, le falta Luiz, ese Luiz que podría incluso llegar a nublar el cielo azul, porque como explicaba Loriga en la presentación de Cualquier verano es un final en la valenciana Llibreria Ramon Llull, uno a veces sube a otro a un pedestal y entonces ya no le queda otra que admirarlo desde abajo, en un contrapicado letal, que para colmo puede incomodar al objeto de culto, a la obra de arte viviente, a la representación de lo divino que sin embargo es de carne y mente, y además, no ha pedido que nadie le rece. Así sucede. Pero aunque lo sepamos y lo evitemos: el amor y la amistad tienen algo de exaltación. Al menos, de la vida.
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