Hay quienes dicen que fue el odio acérrimo al peronismo. Para otras miradas, fue el hartazgo de años de inflación, la compra del supermercado, el dinero que no alcanza o que ya no alcanza como antes, y ese antes es ayer. En cualquier caso, en las elecciones presidenciales de Argentina del domingo 19 de noviembre ganó el enojo o, mejor dicho, la furia, la furia rabiosa.
Dicen las investigaciones en comunicación política que las emociones son claves en las estrategias electorales y que, en estos tiempos de polarización afectiva, se han vuelto imprescindibles para ganar el voto. Se ha encontrado que dirigentes populistas las han usado profusamente y, algunos de ellos, con mucho éxito en sus carreras electorales. Quienes han estudiado sobre el tema aseguran que el enojo y el miedo son las que más votos congregan, siempre y cuando sepan comunicarse.
En estas formas de comunicar la política, las redes sociales se han vuelto aliadas insustituibles y por varios motivos. Uno de ellos, es que estas plataformas son ya de por sí emotivas en su arquitectura: sus botones permiten reaccionar y expresar emociones, con emojis y corazones. Otra razón es que las redes también dan la opción de compartir, y se ha comprobado que los mensajes que más se comparten son los que apelan a la emoción. Pero no cualquier emoción: el miedo y el enojo se comparten más rápido y más veces que otras emociones. Es en ese infinito espacio digital que el miedo crece y se hace enorme. El enojo también crece y se hace ira, ira rabiosa.
El miedo y el enojo fueron las dos emociones que usaron los candidatos a la presidencia de la Argentina para conseguir más votos, sobre todo los votos de una porción grande de la población que se encontró atrapada entre las dos alternativas que llegaron al ballotage. Por un lado, Javier Milei, un ex outsider, que consiguió fama en programas tertulianos, un autodefinido como anarcocapitalista, cabeza del ultraderechista partido La Libertad Avanza. En la acera de enfrente, Sergio Massa, un dirigente político que supo estar en distintas alianzas partidarias hasta llegar a ser el candidato de Unión por la Patria, de base kirchnerista, también actual ministro de economía de un país con 140% de inflación. Fueron tres meses de luchas de emociones, desde las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) en agosto, pasando por las generales en octubre -sin ganador definido -, hasta este noviembre, cuando se supo que Javier Milei será el próximo presidente de la Argentina a partir del 10 de diciembre próximo.
El miedo ya había sido utilizado en Argentina en las elecciones de 2015. También de la mano del candidato oficialista del kirchnerismo, Daniel Scioli y ante un contrincante de una alianza de derecha, Mauricio Macri, hoy aliado de Milei. Miedo a perder lo conseguido durante los años de gobierno kirchnerista (2003-2007; 2007-2011;2011-2015) fue el hilo que se siguió durante toda la campaña y se agudizó durante las semanas previas al ballotage. Pero el miedo no le sirvió a Scioli. En cambio, Macri, usando una comunicación basada en la esperanza y alegría con globos amarillos, ganó la segunda vuelta y gobernó al país por cuatro años. Había esperanza, había otro país.
En estas elecciones el miedo volvió a ser protagonista en la comunicación electoral. El miedo a lo que iba a pasar si…tiñó las redes sociales y también el espacio público, con voces de todos los sectores que alertaban sobre las consecuencias de que ganara Milei, el que usaba la moto sierra para materializar sus promesas de campaña: romper todo. No sólo fue Massa quien protagonizó la campaña del miedo: lo acompañaron en su discurso personalidades políticas de distintos partidos, de las asociaciones de la sociedad civil, de colectivos feministas y de derechos humanos, de la academia de todo el mundo. Hubo campañas de hashtags, solicitadas en los medios de prensa, cartas y carteles. Hubo comprometidas y novedosas acciones de micromilitancia en buses, en el metro, en plazas: una parte de la ciudadanía se puso el miedo al hombro y salió a contar lo que iba a pasar si…y lo hizo de manera espontánea, sin cámaras ni puestas en escena. Nuevas narrativas políticas para contar el miedo. Entonces, hijas de desaparecidas en la última dictadura militar –que Milei reivindica y aplaude-, de médicos de la sanidad pública –que Milei promete rematar -, de estudiantes de la universidad gratuita –que Milei promete arancelar-. Hubo advertencias sobre lo que pasaría con el transporte, con la educación, con la salud, con la cultura. Con los derechos conseguidos, en 40 años de orgullosa democracia. No alcanzó.
No alcanzó. Ganó la ira, no el enojo, la ira, que es mucho más peligrosa que el enojo. La ira suele estar unida a la venganza, y de ahí al odio, hay un paso. La ira puede ser furia, furia rabiosa, y de ahí al odio, también hay un paso. Milei perfiló su estrategia de comunicación electoral utilizando la furia, contra todo lo que significa la política. Con una retórica bélica, con escenarios y símbolos que suenan a campos de batalla, con gestos y palabras, logró encender más de la mitad de una Argentina que, furiosa o devastada, eligió creerle. La ira de sus mensajes estuvo repleta de verbos sin retorno: arrasar, exterminar, extinguir, aplastar, destrozar, acabar, destruir. El estado, el Banco Central, el peso argentino, los derechos sociales, los logros del movimiento feminista, la casta política.
Los estudios también dicen que además del miedo y del enojo como fundamentales para movilizar al electorado, está la esperanza, que es la otra cara de la moneda. La esperanza es una emoción colectiva, se construye en comunidad: un pueblo tiene esperanza y hacia ella camina. Pues la esperanza fue la gran ausente. Es difícil comunicar la esperanza cuando lo que se promete es la destrucción de lo construido. Cuando no hay esperanza, hay incertidumbre. El 19 de noviembre en la Argentina, también ganó la incertidumbre.
Raquel Tarullo es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina)