La reapertura del Espai Vives es una nueva demostración del vínculo entre la evolución universitaria y la buena arquitectura, un vínculo normalmente ligado al deseo de progreso
VALÈNCIA. Cuando hace cerca de doce años la Universitat de València cerró las puertas del colegio mayor Lluís Vives cundió la sensación de que se cerraba una ventana cultural. Un escenario de habitual agitación musical que, por problemas estructurales en el edificio, se encaminaba a una travesía por el desierto que ha durado más de una década. Cuando la propia Universitat hizo saber que ese edificio, de 1945 -imaginado por Javier Goerlich, porque ya se sabe que València una ardilla puede atravesar la ciudad de goerlich en goerlich-, no sería colegio mayor, que no albergaría cultura, que no formaría parte de la programación fija, que en cambio su uso estaría destinado a la atención de la comunidad universitaria, volvió a ganar la percepción de estar desperdiciando un edificio bello, trasunto de una ciudad jardín.
Cuántos de nosotros nos hemos pillado diciendo ‘tanto edificio para que solo tenga oficinas’. Un prejuicio propio de la museificación patrimonial. La creencia de que la buena arquitectura debe estar relacionada con el ocio. O lo que es lo mismo: el trabajo, la administración, los estudios y otros fines rutinarios es mejor que están encajados en edificios ramplones.
El nuevo colegio mayor Lluís Vives ahora se llama Espai Vives. Ha costado más de 20 millones de euros. Su rehabilitación ha corrido a cargo del arquitecto Tomás Llavador, manteniendo su esencia anterior y reformulándose a partir de “cómo lo hubiera hecho Goerlich”. Acaba de ser presentado como flamante instalación universitaria. Andrés Goerlich, tenedor de la fundación del arquitecto, ha pedido que el Espai Vives “recupere la intensa actividad, que como contenedor cultural, tuvo en un periodo tan intenso entre 1958 y 2012”.
Sí, es una buena noticia que, en lugar de dejarse caer paulatinamente, el Vives vuelva a abrir las puertas. Pero también lo es que su función esté plenamente vinculada a un uso en apariencia tan poco sexy como la atención a estudiantes. Pasa a formar parte de un club de edificios dedicados a la formación que, al mismo tiempo, son un reclamo arquitectónico por sí mismos.
En una selección corta -y subjetiva- ese tour comenzaría con el propio Vives. La expresión de un Goerlich que miraba siempre más allá, entre otras cosas para escapar del más aquí. En este caso atendiendo a la residencia de estudiantes de Madrid. Aunque brotó en plena posguerra es un proyecto hijo de la València más blasquista, repleto de detalles racionalistas y con un claro alegato de modernidad. Una nave atravesando el tiempo dirigiéndose a un futuro contemporáneo, icono del Paseo de València al Mar. Ya se sabe que las travesías a veces no salen según las previsiones: la nave acabó en el puerto de una ciudad plenamente deprimida y aquel paseo hacia el mar terminó varado, sin continuidad.
El campus de Blasco Ibáñez es una colección de modernismo arquitectónico, poco valorado, bastante despreciado. Tras la riada del 57, la Universitat se vio forzada a reinventarse (la Nau había sido golpeada con fuerza). Apareció Moreno Barberá, arquitecto ministerial y nombre cumbre. “La obra de Moreno Barbera es el trabajo arquitectónico, de síntesis, adecuación y transformación de dos de los polos básicos de la Arquitectura Moderna: Le Corbusier y Mies Van der Rohe (...) la obra en Valencia de Moreno Barbera, es donde alcanza los grados de experimentación , composición y sutileza de detalles más elevados”, escribía Carlos Meri Cucart. En concreto la facultad de Filosofía (en su origen, de Derecho) juega entre volúmenes, colocándolos entre el paisaje con una clara vocación visual, con influencias de sus encuentros con Mies Van der Rohe y Richard Neutra. Aquel proyecto se inscribe en el Campus del Paseo al Mar, y aunque con distancia en el tiempo respecto a la residencia del Vives, con estilos diferentes, responden a un mismo afán de cosmopolitismo.
Hemos venido a provocar. El de Tarongers es posiblemente el edificio más odiado entre los equipamientos universitarios. En parte con razones de peso: esa cierta sensación claustrofóbica, ese alejamiento de la mediterraneidad valenciana. Eso no quita para que haya otras tantas razones para alabar su ambición (desmedida). Un bloque legado por el rector Lapiedra y el alcalde Pérez Casado que fue recibido por miles de pasquines acusando a su arquitecto, Carlos Salvadores, de hereje. Para solventar la saturación de Blasco Ibáñez, Tarongers debía disponer de aularios para cerca de 20.000 personas. La solución, primando la resistencia, se alejó de los cánones clásicos de las universidades y lo apostó todo a las influencias de arquitectos como el italiano Giorgio Grassi (de él es la biblioteca). Su materialidad rotunda adelantó algunos de los debates que, unas cuantas décadas después, son comunes: gestión de recursos, ahorro energético…
Tranquilidad. No debe cundir el pánico. Un chute de clasicismo con La Nau, bien de interés cultural. Una joya desde 1488 que respondió al deseo de la ciudad de unir bajo un mismo techo sus estudios superiores. Políticas de acumulación universitaria que hicieron posible la Universitat de València, Estudi General. Su perfil arquitectónico está formado por las mismas capas de su propio andar por el tiempo: desde el neoclásico valenciano, evidente en su claustro, hasta las múltiples reformas (algunas, por supuesto, de Goerlich, como la columnata jónica del claustro mayor). Escario -el autor de la Pagoda- también forma parte de su recorrido: junto a Carratalá lideró la última gran reforma, acabada en 1.999 para conmemorar los cinco siglos de un edificio que no hay que leer como una historia solemne, sino como uno de los ejemplos más vivos de la evolución arquitectónica de la ciudad.
El caso más extremo, el más espectacularizante. Brutalismo en vena. Cuando el Ministerio de Trabajo, en 1963, busca abrir en València su Universidad Laboral, Cheste encajó como el enclave adecuado -se descartó Meliana, el Saler, Burjassot…-. Por su vinculación entre ministerios, y por su propio peso como autor, de nuevo fue Moreno Barberá quien acudió a la llamada universitaria. La experiencia en Cheste conecta con Le Corbusier y con otros referentes internacionales en Río, México o Caracas. El hormigón armado, el ladrillo y la madera cubrieron una potente planificación donde encajar algo parecido a una pequeña ciudad: aulas, zonas deportivas, residencias, talleres, comedores, clínicas, capillas, auditorios… Hoy centro de tecnificación deportiva, es una obra cumbre de la arquitectura que mira al mundo.