El título original era ‘Cuando ya no queda nada (en la nevera): desayunar en el bar de la esquina’, pero en mi esquina está, desde 1977, el Pikos.
<Cuando ya no queda nada es el vacío al despertar después de que suene la alarma, ese microsegundo existencial —”qué he hecho con mi vida”— antes de reptar desde la cama hasta la fuente de café. Son los días acumulados sin hacer la compra, el último trozo de pan en el congelador —ese huérfano y con los cantos desconchados como una VPO de finales de los setenta—. Es la cortada de jamón reseca que no quieres para desayunar, porque anoche cenaste jamón —un jamón de verdad, el Saxo ha vuelto después de la baja por enfermedad que no ha podido con Fernando Ramírez, brindemos por él con algo de la Manchuela— y en la fiesta de presentación del Anuario Hedonista hiciste una cola que ni los atascos de la M30 para que te dieran un platito de jamón los chicos de Gargallo.
En una cena con amigos en un día sin nombre ni número, la temática fue el frío, la cajita de fiambres, la falta de tiempo, de ganas, de calor para cocinar. Pero el jamón siempre está ahí. Hay una canción de Susana Estrada que si la escuchas con velocidad aumentada, como los audios, dice “Jamón y libertad”.
Me hice una camiseta con ese lema, encogió en la lavadora.
Si el desayuno es la comida más importante del día, la jornada empieza fatal.
Entonces bajas a tu Pikos.
Todas tenemos un Pikos en la esquina, si no ha sido sustituido por una tienda de CBD. Espero que no, la verdad. Yo prefiero avivar el fuego con café quemado que extinguir las ascuas con una crema con cannabidiol.
En el Anuario, además de esperar al jamón como se espera al ser amado —En Fragmentos de un discurso amoroso Roland Barthes dice que “La paciencia amorosa tiene pues por punto de partida su propia negación: no procede ni de una espera, ni de un domino, ni de un ardid, ni de una temeridad: es una desgracia que no se usa, en proporción a su agudeza (…) la paciencia de una impaciencia— hablé de la intersección entre la literatura y el periodismo que es la crónica con Blanca Jiménez, funcionaria de alto cargo pero sobre todo, lectora empedernida. Hablamos del precarizado, silencioso oficio de escribir, y me dijo que le dijo al jefe de Ediciones Plaza que lo mío es la crónica.
La prosopografía del Pikos os la sabéis, porque es la representación de la España invariable, de la marca-país antes de pasar por IKEA, por el euro, por lo de que “Estamos en la Champions League de la economía”, por la gentrificación, por la vuelta a la hostelería cariñosa. Hay un Pikos en cada barrio: Casa Juan, Cafetería el Bon Estar, Bar Las Rejas, Ca’ Isa, La Taberna, Los Arcos, El Parque, Bar Centro, Bar Trópico, Congo, Jamaica, San Francisco, París, Ibiza, Madrid, Extremeño.
Hay un Pikos dentro del estertor de nuestros intestinos que rugen por esa humilde tostada con tomate y aceite, sin aguacate ni huevo a baja temperatura, con jamón o queso manchego genérico a lo sumo. Es ese desayuno que te prepara alguien que te quiere, pero que también tiene prisa y aún así, sacrifica parte de su tiempo, como si fuera una ofrenda. Una deferencia extraída del argumento de Momo, en En busca del tiempo perdido u otras tantas obras.
He prometido una crónica —en verdad no, el único pacto con el lector que estoy aquí cumpliendo es conseguir llegar a tiempo a entregar mi artículo semanal en Guía Hedonista— de un desayuno en el Pikos. Mientras se enfría el café, ahí va.
La brigada de camareros del Pikos está formada por hombres y muchas horas extra. No sé sus nombres, ni ellos saben el mío, pero nos vemos más de lo que vemos a nuestros respectivos padres. Intuyo que tienen mi edad y que están acostumbrados al olor a frito del bar, que a mí me repugna. Por eso desayuno en la terraza, pasando frío, en lugar de dentro con las noticia en la tele y un grupo de jubiladas que sumergen croissants secos como su permanente en el café con leche clarito, tímido, del color de su ropa interior.
En las mesas que me rodean hay obreros, pintores, escayolistas, electricistas, marmolistas y un técnico de internet que es el único que bebe cocacola en vez de cerveza o vino con gaseosa. También están los alcohólicos de siempre, los hombres que no sé de dónde salen, pero siempre están en el bar con un vasito que parece que contenga Fairy de limón o ámbar líquido.
Hoy además, está Maricarmen, que sé que tiene cuarenta y tres años porque le ha dicho a su amiga «Yo soy una mujer de cuarenta y tres años, no soy una chavala». Picotean de un plato con un pincho de tortilla y un montículo de alioli que se tambalea. Sé que se llama Maricarmen porque habla por el móvil arrancando las frases con su nombre: “Maricarmen, soy Maricarmen. Esa no, la otra. Yo soy la guapa”. Maricarmen la guapa tiene megas sobre el pecho, los dedos pringosos y mono de tabaco. “Oye Amparo, estás fumando más de lo normal, y esos cigarros son más largos. Yo ya no fumo, puti, que me lo dejé en enero, que pensaba que no me iba a poder salir de fumar, pero lo hice. Pero dame uno anda, que un día es un día”.
Entro en el bar y pienso que en el pelo se me está quedando a calamares fritos y la luz de fluorescente que resalta la falta de sueño. Pido un café quemado más, para llevar, y la cuenta. Pago, salgo y de nuevo, no tengo tiempo para ir al supermercado.
Mañana cambiaré (de bar) de la esquina.