VALÈNCIA. Como en el ajedrez, aquí la cuestión es tratar de anticipar las respuestas no solo a las preguntas evidentes, a las inmediatas, sino las de las preguntas que surgirán de las primeras respuestas, y así todo lo lejos que se pueda. Las decisiones que nos obliga a tomar el mundo tecnológico en el que ya nos encontramos inmersos, son probablemente las más complejas a las que nos hemos enfrentado nunca como especie, puesto que la tecnología —órgano externo del ser humano que nos ha permitido llegar hasta este presente de la historia, en el que lo que hay más allá del cielo de nuestro planeta está en disputa por el empuje de las nuevas potencias del espacio— conlleva no solo adaptaciones trascendentales al entorno, sino la propia trascendencia de este entorno, y hasta de nosotros mismos. El ser humano comienza a convivir con inteligencias no humanas, no animales: si bien no existe nada parecido a una inteligencia artificial general, sí hemos gestado inteligencias que ya nos superan en diferentes campos, como precisamente el ajedrez o el go, pero también en otros procesos que requieren una capacidad y una velocidad que escapa a nuestras posibilidades, hasta el punto de que ahora mismo, algunos algoritmos, secuencias de instrucciones diseñadas por nosotros, en ocasiones aprenden de un modo que ni siquiera llegamos a comprender del todo. Por supuesto estas inteligencias no son ni por asomo conscientes. Al menos no por ahora, y no parece que vayan a serlo en un futuro próximo. Pero como los saltos tecnológicos suelen cogernos desprevenidos, no está de más que nos preguntemos en qué mundo queremos vivir en las décadas que vendrán: la promesa de una vida transhumana —e incluso algo posterior a eso— llama a nuestra puerta para que nos mudemos a San Junípero, pero al mismo tiempo un virus nos recuerda que quizás estemos más cerca de la cueva que del hard disc poshumano. ¿Será cierto?
Las cuestiones son demasiado importantes como para buscar la verdad en titulares sensacionalistas. Mejor acercarse a una librería y hacerse con un título como este Cuerpos inadecuados. El desafío transhumanista a la filosofía, del catedrático en Lógica y Filosofía de la Ciencia Antonio Diéguez (Herder, 2021), que aborda el asunto —en realidad, los asuntos— desde una perspectiva crítica, sosegada, moderada, sin los aspavientos propios del parloteo hooligan de las redes sociales, y sin la necesidad histérica de tomar partido, como si entender tuviese más que ver con unos colores que con la razón. Lo que pretende Diéguez es explicar en qué consisten unos postulados, los del transhumanismo, que ya son sobre todo una ideología, una que, aunque no tan homogénea como la gente cree, suele coincidir en cierto determinismo tecnológico que en teoría nos llevará a superar por fin la chapucera carcasa del Homo sapiens para, libres de ella, volar con alas mecánicas, digitales o genéticas hacia nuevos horizontes: bien a la utopía, o bien lejos de la distopía. Hemos de decidir, por ejemplo, hasta dónde vamos a llegar en el camino de la edición genética. ¿La emplearemos para decir adiós a enfermedades, o para escoger los rasgos de nuestros vástagos en el mercado ultracapitalista de los genes a la carta? Y con la inteligencia artificial, ¿la pondremos a trabajar para diseñar sistemas que permitan al ser humano abandonar la esclavitud de la jornada laboral, para dar con soluciones a problemas tan graves como complejos como son los que afectan al ecosistema Tierra en su totalidad, o en lugar de eso seguiremos avanzando en el camino de las armas autónomas —tan terrorífico como suena—, cínicamente llamadas LAWS —leyes en inglés, producto en este caso de Lethal Autonomous Weapons Systems—? ¿Y qué hay del eterno sueño de vencer a la muerte, o de ganarle terreno? ¿Prolongaremos nuestra esperanza de vida para vivirla mejor y durante más tiempo, o acabaremos trabajando durante cientos de años para que unos pocos disfruten por todo lo alto de su millonaria superlongevidad, mientras las pensiones de la mayoría se vuelven insostenibles?
Francamente, cuesta creer que el ser humano, en caso de seguir la línea que hoy seguimos, vaya a emplear todas estas posibilidades para algo que no sea el beneficio individual. ¿Quiénes podrán permitirse las biomejoras que prometen los predicadores transhumanistas? ¿Qué rasgos y aspectos serán considerados más deseables, y qué diferencias de apariencia se generarán entre las élites y el resto? Vaya por delante que como subraya Diéguez en numerosas ocasiones, no hay nada de malo en querer eliminar el sufrimiento, como el que provocan las enfermedades o el envejecimiento—, ni tampoco en querer mejorar al ser humano, cuya naturaleza dista mucho de ser una, clara, e inmutable. De hecho, Diéguez no busca sancionar voluntades o deseos, sino más bien, poner en contexto lo que realmente implican. Se pregunta el autor, por ejemplo, cómo serían las relaciones familiares entre individuos capaces de contar su existencia por siglos —presumiblemente, los vínculos se diluirían en la dimensión ignota del tiempo—, o también: ¿queremos quedar en las abstractas manos de un juez-algoritmo? Y yendo más lejos, allí a donde apuntan las metas de los poshumanistas, quienes no buscan las mejoras de lo transhumano, sino directamente llegar a una raza poshumana hija de nuestra mente, de nuestra técnica: ¿qué pasará cuando trabajar en pos de la existencia poshumana suponga trabajar en contra de lo humano, o en el mejor de los casos, al margen de sus intereses? ¿Y qué podría pasar, si volviendo al principio de este artículo, nuestros actos meliorativos acarrean dificultades que no habíamos contemplado? ¿Qué haremos, por ejemplo, si un organismo humano demasiado longevo es víctima de otros límites que ahora mismo ni conocemos ni contemplamos? ¿Una mente trasvasada a un soporte extracorpóreo, podría ser aprisionada y torturada para la eternidad? Son las preguntas que se vislumbran neblinosas, y especialmente las que no han asomado el lomo todavía, las que precisan que nos paremos a pensar en aquello que somos, y como comparte Diéguez acudiendo a Harari, en qué queremos desear.