En España escribir es que te vuelen la cabeza en las redes fecales si te desvías de la corrección política. Desde la muerte de Franco la libertad de expresión nunca había estado tan amenazada. Periodistas, escritores y artistas callan para no ser señalados por los nuevos inquisidores
El humorista Carlos Latre, en una reciente entrevista, confesó que se autocensura: “No puedes decir nada subido de tono, que luego te brean en las redes. Cuanto digas puede ser utilizado en tu contra”.
El imitador castellonense tiene el valor de admitir lo que otros artistas, escritores y periodistas prefieren callar: que con frecuencia renuncian a decir o escribir lo que piensan por temor a despertar la ira de los torquemadas del pensamiento único.
“A diferencia de otros momentos de nuestra historia, es la izquierda reaccionaria, y no la derecha, la que coarta hoy la libertad de expresión”
Si Carlos Latre se autocensura en sus espectáculos; si Johnny Depp reconoce, a su paso por el Festival de Cine de San Sebastián donde fue premiado, que ningún actor de Hollywood está a salvo de ser “cancelado”; si Javier Gurruchaga no puede cantar Ellos las prefieren gordas porque las mujeres obesas pueden ofenderse, si todo esto sucede mientras algunos disimulan su cobardía, es porque no hay libertad de expresión.
Si alguien se atreve a ejercer esa libertad sabe a lo que se expone, a ser marcado, señalado y demonizado en las redes fecales. Acertada decisión la de no asomarme a esa charca infecta que es Twitter, poblada de odiadores acomplejados que se valen del anonimato para insultar y amenazar. Lástima que no vivamos en China y no se limite al acceso a Twitter a tres horas semanales, como les pasa a los adolescentes chinos con los videojuegos.
Si uno quiere quedar bien en esta sociedad de sonrisas siniestras, ha de ser como Antonio Muñoz Molina en la prensa, e Iñaki Gabilondo en la radio (ha anunciado que se retira). Dos ciudadanos modélicos que escriben y dicen lo que toca, sin ofender a nadie, de acuerdo con las verdades reveladas de la biblia progresista. Si escoges ser un demócrata aburrido y rico como Muñoz Molina y Gabilondo, con esa pinta de pastores protestantes que te hacen bostezar, no tendrás ningún problema al opinar; incluso te darán palmaditas en el hombro o algún premio, pero si te desvías del camino correcto, prepárate para recibir hostias como panes.
El camino correcto ya sabes cuál es: no pisar los charcos del feminismo, el LGTBI, el ecologismo y la religión del cambio climático, el animalismo, la desmemoria histórica y la inmigración. Si por cualquier circunstancia osas dar un punto de vista distinto a la ortodoxia de esos movimientos, serás tildado de racista, homófobo, machista y fascista. Todos estos adjetivos van en el mismo paquete. Hay gente que por nada del mundo quiere que le pongan esas etiquetas, uy, uy, no vaya a ser que le retiren el saludo, y por eso calla lo que piensa. Luego hacen chistes en la intimidad. A mí, en cambio, me resbalan esas opiniones, por lo general de jóvenes dogmáticos que desconocen las virtudes del escepticismo y la conveniencia de militar “en la zona templada del espíritu”, según aconsejaba don Manuel Azaña.
Vivimos en un tiempo aterrador, pero no queremos darnos cuenta. Ha emergido un nuevo macartismo que nos quiere poner de rodillas a los que disponemos de una tribuna para opinar. ¡Ya ni se puede hablar del tiempo, asunto sumamente controvertido! Ese macartismo zurdo, como todo pensamiento totalitario, esgrime causas nobles —la igualdad entre los hombres y las mujeres, la defensa de los gays y las lesbianas, la protección de los derechos de los inmigrantes, etc. etc.— para ponerle un bozal al pensamiento y a su libre expresión, con la amenaza, cada día más explícita, de decretar la muerte civil y profesional del discrepante.
En España la libertad de expresión sangra por la herida. A diferencia de otros momentos de nuestra historia, es la izquierda reaccionaria, y no la derecha, la responsable de esta regresión de derechos. Comparemos, por ejemplo, 2021 con lo que sucedía en los años ochenta, y saquemos conclusiones. ¿Sería hoy posible que Los Ilegales cantasen Heil Hitler? ¿Se admitiría que Siniestro Total compusiese Ayatollah, no me toques la pirola o que Las Vulpess expresasen su deseo de ser unas zorras?
Juzgad vosotros mismos. En lo que a mí respecta, seguiré escribiendo mi verdad (una verdad imperfecta, vacilante y raquítica) en este diario, que ha protegido siempre mi libertad de expresión. Lo haré sin miedo, pero también sin esperanza, porque no espero que la tiranía de las minorías desaparezca a corto plazo. Hay mucho dinero en juego.
Acabo con unos versos de Quevedo, que es, a mi juicio, el mejor de los escritores españoles contemporáneos. Él, mejor que nadie, conoció el precio de la libertad.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?