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El libro de los vicios: un elogio de la fealdad, la ineficiencia y la vida

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MADRID. Una de las mayores decepciones de mi generación, la de Beatriz Talegón, es que el futuro no es como lo habíamos soñado. Internet es un invento maravilloso, los smartphones son la pera, de acuerdo, pero nadie quería eso en el pasado. Queríamos naves espaciales y aerodeslizadores. Tan sólo Skype, con las videoconferencias, nos ha dado una pequeña dosis de sentirnos como Sean Connery en Atmósfera Cero. Pero cuidado, un detallito, él hablaba con su familia desde Júpiter.

El futuro es una gran mentira. Tenemos cachivaches muy modernos, pero no veraneamos en Marte. El Papa no visita la Luna. El Gobierno de Urano no tiene veleidades independentistas. Pero en la Tierra sí, todo es muy resplandeciente, muy liso, siempre con musiquita de fondo y aire acondicionado. 

El libro de los vicios del polaco afincado en Alemania Adam Soboczynski no parte de este razonamiento de niño fascinado por la ciencia ficción, pero su crítica al presente, el futuro, a su perfecta vanidad, es igualmente válida. Actualmente, todo es más previsible, las ciudades carecen cada vez más de una personalidad característica, se queja. Y además, la perfección que se nos exige, en forma de salud, belleza y deporte, es una tiranía insoportable.

En 29 capítulos que se los lee uno a velocidad absurda, como decían en La loca historia de las Galaxias para seguir con la analogía futurista, Soboczynski se carga todas las características propias del presente en ensayitos prototípicos del que ya empieza a ser un viejo caAdam Soboczynskiscarrabias. El lema de todo tiempo pasado fue mejor está muy desgastado, pero haga la prueba de coger esta obra, le dará la razón en casi todo. Siempre y cuando, claro está, no haga Usted del consumo de productos Bio y los viajes en el AVE leyendo su ebook una razón de vida.

Todo comienza cuando despiden al portero del bloque de pisos en el que vive alquilado. Una inmobiliaria británica los ha comprado y lo primero que ha hecho es cargarse al orondo, cervecero e inútil conserje. Al autor le llama la atención que lo hayan eliminado, no sólo laboralmente, sino también de forma nominal. Es decir, el nuevo que llega ya no es un portero, ahora lo llaman "Facility manager".

Tal atropello le recuerda a cuando se cambió el nombre de San Petersburgo por el de Leningrado. El nuevo encargado es más delgado, más joven y más rápido. Ya no queda nada de aquel hombre "que dominaba a la perfección el arte de estar orgulloso sin ningún mérito para ello". Que se destierren así las debilidades, los defectos humanos, le recuerda al célebre poema de Martin Niemöller, aquello de "los nazis vinieron a por los comunistas, pero guardé silencio, porque yo no era comunista...". ¿Cuándo le tocará a él?

Después la acción se sitúa en España, en un viaje a Barcelona. El vuelo fue como la seda, describe, encontró al llegar las mismas franquicias, la misma tienda donde compra sus muebles, la llave del hotel, una tarjeta, es igual que la de su apartamento, el váter, idéntico. Si no llega a ser "por las impertinencias arquitectónicas de Gaudí" no sabría que estaba en Barcelona. 

La última vez que había visitado la capital catalana, muchos años atrás, recuerda que un viejecito que le ayudó a encontrar una calle, terminó invitándolo a comer en su casa. Zampó deliciosos platos de cocina mediterránea con buen vino español y luego, el homUna calle del Raval, Barcelonabre dejó que su hija de 25 años le acompañara en un recorrido por la noche de la ciudad. Algo así, sostiene, hoy en día sería impensable. A cambio, en todas partes te dicen "¡Have a nice day!" en una amabilidad impostada que para él forma parte del trueque comercial. El verdadero lujo, explica, "es un gesto inesperado del que son incapaces los aduladores del ¡con mucho gusto!".

Con asco recibió, además, que en su ciudad, Berlín, hubiera una campaña patrocinada por el ayuntamiento para que todo el mundo fuese más amable y convertir a la capital en una verdadera "ciudad de servicios". Se llevó las manos a la cabeza. Él dice que prefiere las malas miradas o las ofensas antes que la amabilidad previsible. ¡Al menos son ciertas! Y la verdad no es un asunto baladí en nuestro tiempo.

También le saca de quicio a este pobre hombre la luz. Volviéndose a encontrar en Berlín con amigos que tenía en los años 90 se da cuenta de que casi no conocía sus caras. Entonces, los bares estaban tan oscuros que casi tenían que palparse para saber quién eran. Ahora las arrugas, las barrigas, los pelos rizados en lugares inoportunos se mostraban en todo su esplendor en cafeterías llenas de luz, resplandecientes, donde además una fachada acristalada les daba la sensación de estar en una vitrina del zoo, a la vista de todos los viandantes. Todos los edificios son acristalados, se lamenta, hasta la bóveda del nuevo parlamento alemán es de cristal. Todo para que el Gran Hermano pueda vernos todo el rato. En la era absolutista, apunta, la gente, el pueblo, apedreaba los faroles que ponía el rey en sus oscuras calles llenas de secretos. No en vano, tras la revolución, de estos mismos dispositivos colgaron a los seguidores del rey. Ahora, la guerra ha terminado. Han ganado.

Antes, sigue, se podía diferenciar un Opel de un Audi con los ojos cerrados. Ahora todo los coches son iguales en virtud a esa dictadura de la aerodinámica. Mismo mecanismo que el de la moda. Ésta es una de las partes más divertidas del libro, cuando explica por qué en Alemania ha desaparecido la camiseta interior de tirantes. Una amiga francesa le preguntó por qué todo el mundo llevaba en Berlín camisetas de mangas debajo de la camisa, aprisionándoles el cuello, cuando lo lógico es llevarla de tirantes, para que dé calor pero no se vea, y el cuello aparezca libre y destaque la camisa, que es lo que tiene que destacar.

Su ‘investigación` le lleva a concluir que fue por culpa de los obreros. En verano se les veía sólo con esas camisetas en plena faena, con manchas de cerveza y grasa de patatas fritas. Ahora, el hombre moderno, lleva camiseta de mangas debajo de la camisa como queriéndole decir al mundo: "Mirad, no llevo camiseta interior, no soy como el obrero que se hincha de latas de cerveza". Mensaje correcto, persona correcta, sentencia. 

Finalmente, habla del amor. Ahí cuesta más identificarse, porque lo ve desde un prisma exclusivamente alemán. Dice que en este país no hubo corte, carecieron de seducción efímera, distanciamiento ambiguo en el que se basa el erotismo, el tacto, de modo que en la actualidad "se profesa una fe que linda con la locura en la autenticidad de los sentimientos, la gente se deja llevar por todo, ve promesas donde no las hay". Por eso, una mirada en Alemania es una agresión, dice, y devolverla, "un lío infernal" porque no existen convenciones para tratar "el hechizo de lo fugaz".

En definitiva, si a Usted le entristece que se pueda recorrer Europa de Starbucks en Starbucks, le aburre acicalarse y odia que en todas partes atruene música precisamente porque le gusta, éste es su libro. Como dijo el sabio, cuando no te queda nada, siempre te quedará reírte.

EL LIBRO DE LOS VICIOS

Adam Soboczynski

Editorial Anagrama

163 páginas

Primera edición: junio de 2013-10-25

14.90 euros

 

 

 

 

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