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el crimen de valentín gonzález

«Dame un beso por si es el último»

El próximo 25 de junio se cumplen 40 años de la muerte de Valentín González Ramírez, un trabajador que falleció a manos de la Policía durante una huelga legal en Abastos. Su muerte, un asesinato para muchos, se resolvió con el traslado del agente. No hubo ningún responsable político

| 13/06/2019 | 15 min, 36 seg

VALÈNCIA.-«No peguéis a mi padre». Esas fueron sus últimas palabras. Lo mataron de un disparo con una pelota de goma a bocajarro. Le reventó el corazón y cayó a plomo. Desarmado e inconsciente, aún recibió golpes por parte de la Policía Nacional, los temidos grises. Hasta que uno de ellos, un sargento, se dio cuenta de lo que estaba pasando e intentó reanimarlo. Se levantó lívido. Lo habían matado. Ellos, esos mismos policías que debían estar para protegerle, que minutos antes dudaron y no querían cargar contra los manifestantes, contra Valentín, su padre y sus compañeros. Porque dudaron y su oficial al mando les tuvo que espetar: «¿Que no tenéis cojones? Os he dicho que carguéis». ¿Por qué esa insistencia?¿Por qué ese afán en dispersar esa huelga legal, autorizada, que no estaba causando incidentes? ¿Quién dio la orden? Responder a esas preguntas daría explicaciones a una muerte, la de Valentín González Ramírez, de la que este mes de junio se cumplen 40 años.

Hoy una placa en el antiguo mercado de Abastos de València recuerda su fallecimiento sin entrar en detalles. Este 25 de junio, con motivo de la onomástica, se inaugurará un monolito en su memoria. Valentín González Ramírez es el gran olvidado de la Transición en València, la víctima soslayada, pero su muerte supuso una conmoción en la ciudad, dio pie a una huelga general y marcó a una generación durante años. En su olvido ha influido la propia dinámica de su sindicato, CNT, partido en dos en 1979, así como la coyuntura política. En 1989 se realizó una charla en la Casa del Mar de València para recordar el décimo aniversario de su muerte.

Tras aquella jornada de finales de los ochenta, se han ido sucediendo muchas actividades a lo largo de estos treinta años a las puertas del antiguo mercado. Ninguna excesivamente numerosa, ninguna convocada más allá de las propias organizaciones anarcosindicalistas de la ciudad, o la Fundación Salvador Seguí y el ateneo Al Margen en su momento y, en las últimos años, también por la Plataforma per la Memòria del País Valencià. En recuerdo de su memoria, el pasaje del mercado de Abastos lleva su nombre. Es lo más a lo que han llegado las instituciones públicas valencianas durante cuatro décadas. 

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Valentín González Ramírez era un joven valenciano más. Fallero, calmado, deportista, le encantaban los gladiolos y a la que era su novia, Ana María Martínez, le regaló unos que él plantó. Un remanso de paz. Alto, muy grande. «Era todo bondad», recuerda hoy su hermana, en su apartamento del barrio de La Creu del Grau. Valentín descargaba en el mercado de Abastos. Se había afiliado a la CNT, que era el sindicato histórico de las collas. No se prodigaba en los actos sindicales pero era un buen compañero. Seguía la estela de su padre, veterano de la colla de Abastos. Tenía una ilusión y era comprarse un coche. Para ello debía cobrar unos atrasos que les adeudaba la patronal del Mercado. Hasta el Gobierno de UCD se había puesto de su parte y había exigido a los propietarios que pagaran a los trabajadores. Pero no lo hacían.

La suya fue una de las primeras huelgas que se autorizaron en València. Aquella tarde del lunes 25 de junio, Valentín acudió a la huelga para acompañar a su padre, para hacer de «guardaespaldas», le dijo. No les había informado a sus padres hasta ese mismo día de que iba a participar en ella. A su padre no le hizo gracia, pero Valentín insistió. La manifestación iba a ser pacífica. Los camiones llegarían cargados y cuando viesen los piquetes, los camioneros se harían cargo de la situación y se marcharían. Así fue. Hubo camioneros que descargaron y, al enterarse de lo que sucedía, volvieron a cargar y se fueron, sin queja alguna. Los trabajadores querían cobrar los atrasos que los empresarios no querían abonarles. No hay mucho más que añadir. Las elecciones municipales acababan de celebrarse y la recién estrenada concejala de Mercados de València se acercó para interesarse por si podía hallar una solución.

«La Transición no vino del cielo»

Lo que sucedió en las siguientes horas es lo que está envuelto en una densa niebla. Hay demasiadas preguntas sin responder que podrían aclarar por qué mataron a Valentín González Ramírez, quién fue el responsable último de que ese joven, esa «buena persona», como le describen todos, fuera asesinado por un policía en una acción que ponía en tela de juicio todo el sistema y que revela la podredumbre de los rescoldos del franquismo.

En el documental sobre la muerte de Valentín que realizó José Asensio, la periodista Rosa Solbes, autora de un extraordinario reportaje coetáneo sobre el suceso publicado en Valencia Semanal, afirma: «La Transición no vino regalada del cielo, no fue un paseo en barca». La tesis de Mariano Sánchez Soler sobre la violencia en la Transición contabilizó 591 fallecidos por todo tipo de violencia política, de los cuales 58 fueron por represión en las calles o cargas policiales. Valentín fue uno de ellos. 

La orden que habían recibido los grises era contundente: debían desalojar el mercado de Abastos. Pero cuando llegaron allí, los policías dudaron. Todos los testimonios de la época coinciden y relatan cómo el oficial al mando, tras un primer contacto con los huelguistas, se aproximó a su coche patrulla y tuvo una comunicación por radio con alguien. ¿Quién? Nunca se aclaró. Las investigaciones de Asensio y el abogado de la familia de Valentín situaban al joven gobernador José María Fernández del Río fuera de València ese día. Los grises dudaron. Fue entonces cuando se produjo la invocación a la virilidad por parte del oficial. ¿A quién temía que le obligaba a actuar así? ¿Qué miedo superior le empujó a provocar esa tragedia?

Paqui González: «Estaba en la calle cuando me dijeron que había sucedido algo. Mi madre esperaba cuando llegaron dos hombres llorando. ‘Tu hijo ha tenido un accidente’»

En aquella València de finales de los setenta un trabajador podía morir en defensa de sus derechos. Ocurría. Había sucedido en otras partes de España. Apenas tres años antes, el 3 de marzo de 1976, cinco trabajadores murieron en Vitoria a causa de una carga policial. Pero no tenía sentido en esa huelga, no en esa precisamente. Aunque sabían lo que podía pasar, conocían a la patronal que se negaba a abonarles sus salarios, sus modos y maneras de actuar, los trabajadores pensaban que no tenía por qué ocurrir nada. Se decían los unos a los otros: la huelga es legal, el Gobierno nos apoya. Nada hacía pensar en un giro de los acontecimientos.

Los 115 descargadores de Abastos habían decidido esa misma mañana en asamblea que la huelga sería pacífica. Lo sabía todo el mundo. Se planteó incluso la posibilidad de que los piquetes los formaran las personas de más de sesenta años. Horas antes de ir, «Valentín estaba entusiasmado y temeroso», recuerda su hermana. Cuando se despidió de su madre a la puerta de casa esa tarde noche le dijo: «Dame un beso por si es el último», era una broma pero se convirtió en un augurio. 

Según los testimonios de la época, el piquete lo conformaba medio millar de hombres que obstaculizaban la entrada de los camiones. No se había producido ningún incidente. Cuando llegaron los diez furgones de policía, los trabajadores se percataron de que estaba virando a mal. En el documental de Asensio, el padre de Valentín, aún hoy vivo, recordaba cómo el oficial llegó «en plan matón». «Quiero ver si está legalizada la huelga», les dijo. Los trabajadores fueron a por la documentación. Mientras tanto el oficial, un teniente, volvió sobre sus pasos y tuvo lugar la conversación por radio y la orden. Después de ella, al teniente le dio igual la documentación. 

Tras la primera carga, los trabajadores se escondieron en una caseta ubicada a la entrada del mercado, que hacía de vestuario. La policía entonces arrojó al interior botes de humo. Los trabajadores salieron, algunos por las ventanas que tenían que romper con sus propias manos, y los grises comenzaron a golpearles. Valentín, al ver cómo agredían a su padre, gritó: «No peguéis a mi padre, no peguéis a mi padre». «Aquel hijo de Satanás le disparó a bocajarro», evoca el padre de Valentín. Le reventó la vena aorta. Valentín se desplomó sobre una valla, ya inconsciente. Un policía le atizó con la porra, lo que hizo que terminara de caer. Ya en el suelo, los grises se detuvieron.

Varios policías mantuvieron a los trabajadores a distancia de Valentín, apuntándoles incluso con sus metralletas, mientras un sargento le intentaba practicar la respiración artificial y darle masajes cardiacos. No conseguía nada. La policía dejó que los trabajadores llevaran a Valentín en el coche de uno de los huelguistas. Les abrieron camino con las sirenas puestas. En las puertas del Provincial los médicos aún dieron una breve esperanza. Duró cinco minutos. Fue en vano. 

Mientras, Paqui, la hermana de Valentín, se encontraba en la calle, cerca de su casa. Estaba con su novio de entonces cuando le dijeron que había sucedido algo. Que fuera a casa. Su madre, con la abuela, esperaba cuando llegaron dos hombres llorando. «Tu hijo ha tenido un accidente». Le explicaron lo que había sucedido. La madre de Valentín gritó. En el hospital, el padre, aturdido, era consolado por sus compañeros de colla. La muerte de Valentín fue yendo de boca en boca por toda la ciudad. Lo habían matado por defender a su padre. Lo habían matado durante una huelga legal. Lo habían matado y no había hecho nada. Lo habían asesinado.

Horas de confusión

Las siguientes horas fueron de confusión. A los medios de comunicación de referencia de la época, los diarios Las Provincias y Levante, entonces diario del Movimiento, llegó la versión oficial. Las informaciones que aparecieron al día siguiente eran breves, apenas un faldón a dos por la parte de arriba. Según la versión oficial el asesinato había sido un accidente. Los huelguistas portaban armas, palos. Habían increpado y provocado a los policías. Valentín había alzado una valla contra ellos. Valentín había agarrado la escopeta del policía con sus manos. Las mentiras se sucedían en una escala equivalente a la mezquindad de sus difusores. Pero no anduvieron mucho.

Las personas que lo habían visto todo, los vecinos, los otros trabajadores, fueron difundiendo la verdad. A Valentín lo habían asesinado. Esa es la palabra que se empleó: asesinado. Aparece en todos los artículos de la época, en la mayoría de las declaraciones. Le dispararon cuando estaba indefenso, inerme como un niño. El 26 de junio por la mañana los sindicatos decretaron huelga general para el día siguiente. No hicieron más que recoger el sentir de la calle. Las mentiras de la oficialidad, repetidas en el informativo de TVE, no hicieron sino soliviantar los ánimos. Sobre el lugar donde cayó muerto, centenares de flores dejadas por vecinos y compañeros de trabajo de Valentín daban testimonio del dolor.

El miércoles 27 de junio se produjo la manifestación más masiva de dolor en València en décadas. «El silencio de cien mil personas», como lo describía Rosa Solbes en su reportaje. Los periódicos de la época hablan de 250.000 a 300.000 personas. «Nos arroparon muchísimo, desde la puerta del Clínico», recuerda Paqui. Allí habían trasladado sus restos para practicarle la autopsia. Vistieron el cuerpo de Valentín con su mejor pantalón y camisa, con el último botón abierto, y lo colocaron en el féretro de madera clara con la tapa abierta, en el túmulo A del depósito. Las manos anchas y recias sobre el abdomen, describía Solbes. 

Tal y como salían del hospital, los familiares de Valentín fueron conscientes del apoyo que estaban recibiendo. La madre no levantaba la cabeza del hombro de su marido, tapándose la cara. Miles, decenas de miles de personas anónimas, sin relación entre ellos, les acompañaban en su duelo. En silencio. Una de las cosas que más les impresionó fue que vieron, conforme iban pasando por las calles del centro, que todo estaba cerrado. La ciudad había callado. La ciudad estaba muda. Guardaba luto por la muerte de Valentín. Las imágenes de la época muestran una València tomada por una miríada de personas de todo tipo y condición. Una pancarta seguía al coche fúnebre: «Exigimos Justicia. Valentín, no te olvidamos». 

El Gobierno de UCD había dado la razón a los trabajadores en sus reclamaciones contra la patronal del Mercado de Abastos

El recorrido duró tres horas y fue desde el Clínico al Cementerio General, pasando por la Alameda... A la altura de la redacción de Las Provincias, grupos descontrolados arrojaron piedras contra las ventanas del diario, enfurecidos por las informaciones falsas que se habían difundido por la manipulación de las autoridades. Los sindicatos pararon a los descontrolados. El diario mismo aludió a que eran solo unos pocos. Entendieron el dolor. 

La comitiva subió por Colón y la calle Xàtiva, dobló por Jesús, Pintor Benedito y San Francisco de Borja, hasta llegar al Mercado de Abastos. El féretro dio la vuelta al mercado y se detuvo junto al sitio donde Valentín cayó muerto, en el que se hallaban las flores depositadas por la gente. Gritos. Minuto de silencio. La comitiva salió de nuevo a Jesús y de ahí a Gaspar Aguilar. Cuando llegaron al Cementerio, el sacerdote se asustó y no quiso dar una misa, tal y como había solicitado la madre, creyente.  Durante los días siguientes la familia recibió telegramas de toda clase de autoridades, partidos políticos, sindicatos. El más sorprendente estaba firmado por Máximo Zubiri de Andrés, coronel jefe de la Policía Armada de València, veterano de guerra leal a Franco; les daba el pésame. La familia de Valentín aún conserva el escrito junto a decenas de telegramas. El jefe de la Policía concluía su misiva: «Reiterándole nuestro pésame, sabe que puede contar con este mando, el cual se pone a su disposición».

El juicio se celebró medio año después. La familia se enteró el día anterior. Si era un lunes, el abogado les llamó el domingo por la noche para decirles que tenía lugar la primera sesión. Al padre de Valentín no le dejaron entrar aduciendo que solo podían acceder los interesados. Asensio, cuando leyó el sumario, se sorprendió de un detalle: nadie asumía la orden de cargar. Al poco tiempo llamaron a la familia. «Habéis ganado», les dijo su abogado. La sentencia tiene fecha de 17 de marzo de 1980. Les dieron una indemnización y les dijeron que ya estaba resuelto todo. Se les dijo que al policía autor del disparo lo mandaban al norte, a Euskadi. «¿Qué habíamos ganado?», se pregunta aún hoy Paqui González Ramírez. Un par de años más tarde les informaron de que el policía había sido asesinado por ETA. Paqui recuerda que una familiar les comentó que era verdad, que lo habían asesinado, que era vecino de su barrio, de Malilla, y se lo habían dicho, pero cuando Asensio preparó el documental, producido por CGT, rebuscó información y no encontró el nombre del policía entre las víctimas de la banda terrorista. 

Con los años, el nombre de Valentín vuelve a escucharse, pero muy poco. Las nuevas generaciones no saben de él, constata Asensio. El documental, Valentín, la otra Transición, está en internet desde hace tres años. Se financió con el apoyo exclusivo del sindicato. Cuenta Asensio que la madre de Valentín no ha acudido hasta la fecha a ningún acto. ¿Qué homenaje puede compensarle? Le tomó aversión a Suárez, a quien culpaba de lo sucedido. Fue su Policía, su gobernador civil, los que estaban detrás. Cuando lo veía en televisión, debían apagarla. 

Hace unos días, hablando con Paqui, su madre le preguntó por qué no hablaban de Valentín, le dijo que apenas lo citaban. Paqui le respondió: «Mamá, claro que me acuerdo de él; me acuerdo todos los días». En la estantería de su comedor, una fotografía de su hermano con la raya del pelo a la izquierda y su mirada limpia congelada en el tiempo. En carpetas, ordenadas, viejas imágenes de él cuando era joven, de cuando lo mataron. «Me acuerdo todos los días», repite Paqui mirando al retrato de Valentín. Y sonríe.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 56 de la revista Plaza

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