En La Conjura contra América, David Simon trajo una miniserie con un mensaje realmente oportuno, su país se encontraba en pleno ascenso de la ultraderecha, pero artísticamente la producción no era tan buena como las anteriores. Con La ciudad es nuestra, ocurre lo mismo. Se presenta una cara de la realidad de Baltimore más acorde a la naturaleza humana, policías corruptos en lugar de policías superhéroes, pero la serie tampoco consigue entusiasmar
VALÈNCIA. Me llamó la atención el título de la última miniserie de David Simon, La ciudad es nuestra. Es recurrente, aunque sea como eslogan. Está presente en las calles de Polonia, donde las privatizaciones de los inmuebles que pertenecían al Estado comunista han generado dinámicas de corrupción y gentrificación. En contra de estas conexiones entre políticos, abogados y constructores, apareció en Varsovia el movimiento La ciudad es nuestra. También, ese era el título del documental que trataba las reivindicaciones de las asociaciones vecinales españolas en los 70, en barrios como los madrileños Orcasitas o El Pozo del Tío Raimundo, que fue censurado, se titulaba La ciudad es nuestra.
Con ese título ha llegado la última obra de David Simon, que ha contado con su colaborador estrella, George Pelecanos. Se trata de la adaptación de un libro de un periodista del Baltimore Sun, Justin Fenton. El argumento prometía. El libro sigue los pasos de una unidad especial de la policía local que se dedicó a robar a los traficantes y traficar ellos mismos, además de hacer un fraude en las horas extras, entre otras menudencias. Un libro que ya estaba inspirado en The Wire, de modo que ha encontrado su acomodo natural audiovisual en manos del creador de la serie mítica que marcó un antes y un después y también un punto y final, porque nadie ha logrado volver rodar nada semejante.
Lo que pone de manifiesto esta historia son los pies de barro del gigante que es Estados Unidos. Ya han salido varios libros que advierten sobre el peligro de que se desate una guerra civil en ese país el día menos pensado. A veces parece que asistimos a cámara lenta a su implosión, aunque no deja de ser sorprendente su resistencia. Es impresionante cómo aguanta un Estado de esas dimensiones donde se producen decenas de tiroteos sobre gente indefensa, ya sea por motivos económico-sociales o por terrorismo supremacista blanco, por lo que sea, da igual, porque son constantes.
En el caso descrito en este libro tenemos un ejemplo de desafección a las autoridades. Como es lógico, si una unidad de policía se dedica a robar y traficar, con las palizas y arbitrariedades que eso implica, la población no se va a sentir protegida por ellos. Máxime si son comunidades pobres donde el menudeo de drogas forma parte de la cotidianeidad. Todo esto teniendo en cuenta que unos jóvenes con salarios modestos, si se tienen que jugar la vida o la integridad física en acciones policiales, no es tan extraño que acaben cobrándoselo por su cuenta si cada vez que intervienen aparecen fajos de billetes por todas partes.
Al mismo tiempo, tenemos una característica muy americana. La mentalidad que llevó a cabo el Body Count en Vietnam, es la misma que se pone en marcha cuando se le deja manga ancha a una unidad policial si a cambio te engorda la estadística de armas sacadas de la circulación, que es a lo que se dedicaba este grupo. Como ya subrayaba The Wire, el principal problema de la acción policial era que el departamento estaba sometido por los intereses políticos que solo estaban interesados en esgrimir números, independientemente de la realidad.
Sin embargo, con todas estas circunstancias tan decadentes y degeneradas, el sistema aún tiene rudimentos, el FBI en este caso, para poner coto a la corrupción. Una historia muy bonita si nos creemos que donde no hay noticias sobre corrupción es porque no la hay, cuando puede ser perfectamente lo contrario.
Con todo, Simon ha mostrado otra cara de la policía. En The Wire los malos eran los políticos y los jefes que se convertían en sus cómplices. Los agentes, honrados y audaces, se las tenían que arreglar por su cuenta para que se impartiera la justicia. Un relato muy americano. Aquí tenemos otro reverso. Los agentes de la vanguardia son los más corrompidos. Este resulta mucho más creíble.
La pena es que la miniserie no llega a despegar, como mucho, hasta el final. La estructura basada en flashbacks rompe los estereotipos narrativos de una historia de estas características, que irían por un ascenso-caída-moralina. No obstante, la fórmula ideada no entusiasma. El propio protagonista, Wayne Jenkins, es ya más interesante solo por las noticias sobre su juicio que lo que nos ha mostrado Simon.
Su obra anterior, La conjura contra América ya resultaba bastante sobada, por mucho que su mensaje, en pleno ascenso de la ultraderecha en Estados Unidos, fuese importante. Si ahora ha vuelto a firmar un trabajo que no pasa del interesante podríamos empezar a hablar de que el director ha perdido su estrella o está en una etapa valle de su talento.
Vaya por delante que The Deuce sí tenía eso que llamamos calidad, y lo que había hecho antes, Show me a hero, era la mini-serie más oportuna que jamás ha podido filmar. Explicaba el estado de derecho a un cantamañanas y oportunista político. La pena es que aquí era difícil extraer lecciones, porque en España el oportunismo cuestiona el estado de derecho de forma permanente con el aplauso de cantamañanas de toda clase. Lo que sí hemos conseguido con La ciudad es nuestra, al menos, es ese efecto narcótico de la televisión que no cae en ritmos trepidantes para que no se distraiga el espectador.