ESPECIAL DÍA DE LA MADRE

De mi madre aprendí

Cuatro cocineros valencianos preparan junto a sus madres las recetas de su infancia. Sencillas, honestas. Ensaladilla, alcachofas, pimientos y un bocata Almussafes

Fotos: KIKE TABERNER

| 03/05/2019 | 12 min, 3 seg

VALÈNCIA. Mi madre triturando el tomate para el sofrito del arroz. Mi madre inventándose un cuento, mientras levanta la cuchara, para intentar que coma algo. Mi madre llorando en la cocina porque está pelando cebollas. Ella también, anunciando que hoy tocan macarrones con queso, o enfadada, amenazando con dejarme en el comedor del colegio mientras se seca la sopa. De repente me doy cuenta de que todos mis primeros recuerdos con la comida están vinculados a su figura. Los domingos haciendo bizcochos, la caja de latón con las recetas.

Si solo pudiera comer una cosa más en el mundo, no elegiría un plato de Ferran Adrià, sino de mi madre. Supongo que todos haríamos lo mismo. Si la cocina son recuerdos, las recetas de nuestra familia son los pilares de la memoria, y el refugio ante un futuro incierto. Ya lo decía Joël Robuchon,“cuando mi madre nos daba el pan, nos repartía amor". 

Con motivo del Día de la Madre, que se conmemora el primer domingo de mayo, cuatro cocineros valencianos nos cuentan la historia de los platos que aprendieron de ellas y nos dejan presenciar cómo los preparan a su lado. En sus casas, en sus cocinas. Nada de aires ni de espumas; más bien pimientos y bocadillos. Recetas populares, que tal vez no tengan cabida en sus restaurantes, o en realidad sí, porque son a las que regresan una y otra vez.

La ensaladilla de Ángeles

La madre de Vicente Patiño tiene 75 años y vive en Xàtiva, apenas a una manzana del bar familiar donde empezó todo. Trabajó en él durante 22 años, mientras sacaba adelante a tres hijos, y lo hizo sin ayuda de nadie. Marchaban bocadillos, bravas y, cómo no, ensaladilla. 

Abre la puerta del piso y se le adelanta una perrita Yorkshire, que se llama Mimi. Nos abraza y nos hace pasar. En la salita, la mesa central con tapete de ganchillo y una pared atestada de recortes de prensa, donde hay artículos con más de diez años de antigüedad. En todos ellos se habla de su hijo, de cuando ganó el premio a cocinero revelación en Madrid Fusión, o de cuando inauguró Saiti en València, incluso están las últimas críticas sobre la cocina de Sucar. Nos enseña algunas fotos de sus nietos y su colección de dedales. Entonces pasamos a la cocina, donde además hay recipientes de cerámica que ella misma se encarga de pintar.

Vicente y Ángeles van a preparar la ensaladilla de toda una vida. La misma que les hizo famosos en el bar. "La gente venía a propósito a por ella, era lo que más se pedía junto con los mediterráneos de pan tostado y pimentón", recuerda el cocinero. Y la misma que él se ha encargado de perfeccionar, hasta el punto de ser la más famosa de València. "Lleva patata, huevo y atún; no tiene más. Solo que Vicente no le pone guisantes ni aceitunas, que yo sí lo hacía, sino encurtidos", cuenta Ángeles. También macera los ingredientes durante 24 horas. Una idea de madre, pasada por la técnica del hijo y servida ahora en un Bib Gourmand.


Mientras las patatas hierven, a Ángeles se le viene un mundo de recuerdos. De cuando su suegra le enseñaba a preparar los primeros platos, la sepia con mayonesa, el arròs al forn. De cuando Vicente se presentaba en la puerta del bar a la hora de comer y ella pensaba: "Ya hay lentejas en el colegio". Y de las primeras veces que empezó a colarse por detrás de la barra, a querer hacer los bocadillos. "Como es zurdo, cortaba el pan a su manera y me dejaba las barras desmigadas", rememora. Ella no quería que fuera cocinero, "prefería que estuviese en sala, como su padre", pero los fogones tiraban demasiado y la vocación se impuso.

"No sé si me dedicaría a esto de no ser por ella, la verdad es que lo llevo en la sangre. Soy de familia hostelera y mi madre ha sido una gran cocinera", asegura Patiño. Sigue siéndolo. El bar ya lo traspasaron, pero todos los días, a la hora de comer, Ángeles recibe a sus hijas y a sus nietos. "Ellos me piden sopa de estrellitas y yo, a cumplir", dice con alegría. Y empieza a machacar la patata, con la soltura de una vida entera. Luego el atún, luego la mayonesa. 

El Almussafes de Rosa María

La relación de Begoña Rodrigo con su madre es un poco particular. "Tiene complejo de que ha sido mala madre, y eso me duele en el alma. Yo le digo que no es cierto", llegó a afirmar en una entrevista. Tanto es así que le ha cedido la buhardilla de su casa, con vistas sobre la playa de La Patacona, para que monte su propio apartamento y se quede bien cerca.

La cocinera nos abre la puerta con su hijo encaramado a la espalda, y ya no consigue que se despegue de su lado. Quiere cortar la cebolla, abrir el pan. Quiere estar en todo, como su madre. Bego está acostumbrada a buscarse la vida desde bien pequeña porque la situación familiar le obligó a ello. "A mi madre no le gusta nada que lo cuente, pero ella tenía que trabajar fuera de casa y no podía cocinarnos. Nos crió una señora de Badajoz, que hacía recetas muy contundentes, como pan frito en aceite y cosas así", recuerda. Tal vez por ello nunca fue buena comedora, y tampoco le interesó demasiado el fogón. "La alimentábamos a base de Petit-Suisse, imagínate cuando nos dijo que iba cocinar", admite Rosa María

El bocata Almussafes es uno de los pocos recuerdos amables que preserva de la infancia. "Algunas veces, mientras mi madre trabajaba, nosotros comíamos en la trastienda. Ella cogía una estufa, un hornillo de esos de resistencia, no sé si todavía existen. Ahí ponía el pan, lo calentaba, y luego untaba la sobrasada", va contando. Y mientras, ambas realizan el mismo proceso. Solo que ahora pochan la cebolla en una sartén, marcan el pan por ambos lados y calientan el jamón y el queso. De extender la sobrasada y decorar con perejil se encarga Mik, el más pequeño. "No pongo huevo, me gusta que tenga sabor al resto de ingredientes", comenta Rosa. "¿Te acuerdas de que en el hornillo también preparábamos las truchas rellenas?", le dice Bego. Por un momento, las dos retroceden en el tiempo. 


Después de ayudar en la expendeduría de pan de Xirivella, Rodrigo viajó a Holanda, país en el que despertó su inesperado amor por la hostelería. "Era eso, o morirme de hambre. Pasé una semana comiendo galletas en un banco, luego empecé como camarera de hotel, y de ahí falsifiqué un currículum para entrar a trabajar en la cocina", revela. "Yo le dije: Pero si no sabes ni freír un huevo", interviene su madre. "Mi familia flipaba. En realidad les costó tiempo confíar en mí, incluso cuando volví a España y monté La Salita con Jorne (su marido), así en plan hippie. Teníamos un menú de 25 euros y no entraba ni Dios", admite.

De eso hace mucho. Ahora Begoña ha consolidado un nombre propio y dos restaurantes en València, pero agarrémonos, porque vienen curvas. Quiere más y distinto. Hablamos largo y tendido, se hace de noche. Mientras ella va contando, su madre no deja de mirarla.

Las alcachofas de Pilar

"Nacho empezó a decir, con 8 o 9 años, que quería ser cocinero. Su padre le contestaba: 'Sí, claro, y yo bombero'. En ese momento nos habría gustado que hiciese carrera, porque tiene cultura como pocos. Pero ya sabes como es... Al final hizo lo que quiso", relata Pilar. Da igual cuánto conozcas a alguien: no hay nada como escuchar las palabras de su madre.

Ascensor a las alturas. Abre la puerta Romero, que ya anda inquieto por permanecer entre cuatro paredes. Sonríe Pilar. Una vez en la cocina, nos cuenta que ha pensado en preparar alcachofas rellenas, que -por supuesto- ha sido idea de Nacho y que ya las tiene hervidas. Entonces solo queda poner la bechamel, el jamón y el langostino; una tarea colaborativa que van a realizar entre la madre y el hijo. "La receta es mía y no es mía, vas cogiendo ideas de aquí y de allá. Mi suegra las hacía rellenas de carne, nosotros somos más de marisco", nos explica. Él, mientras tanto, permanece en segundo plano, y solo se decide a hablar cuando la verdura está en el horno, gratinándose, para remarcar aquello que considera importante. 

"Mi madre cocina como Dios. Vale que igual no tiene la técnica, pero es más fina que algunos cocineros con los que he trabajado", asegura. Entonces menciona las croquetas de cocido. "En Kaymus solo dejaba que las preparara ella, a nadie le salen igual", añade. "Y yo iba tan contenta al restaurante, no te creas", replica la dueña de la casa. Los sabores de la vida de Nacho, los que le han hecho ser cocinero y formarse en los mejores restaurantes de España, pasan por el recetario materno y hunden las raíces hasta la anterior generación. "Realmente fue con su abuela con quien empezó a meterse entre los fuegos. Ella estaba perdiendo la vista y él le ayudaba a preparar la comida. Era muy pequeño", recuerda Pilar. 


Tienen la complicidad, el entendimiento; disponen y hacen; se mueven como si siempre hubieran trabajado juntos. Cuando él tira la cerveza en la papelera, ella le recuerda que recicle. Cuando ella saca la bandeja del horno, él ya está limpiando el plato. Si resulta que la cámara de fotos se acerca demasiado, tímidos como son ambos, se miran a los ojos. Por un momento se intuye la historia de sus vidas, esa que solo se saben ellos. "¿Es que no le vas a dar un beso, Nacho?". "Pues nunca ha sido muy besucón", admite Pilar. "Va, ven aquí", y fin.

Los pimientos de Rosa

La casa de los padres de Mar Soler se encuentra en la Marxuquera, un pedanía Gandia, a los pies de la montaña. Es un entorno impresionante, que por suerte sobrevivió al último gran incendio. "Lo veíamos desde la ventana", recuerda Rosa María, madre de la criatura.

Cuando llegamos, la primera tanda de pimientos ya está en el horno, pero vamos a por la segunda. Nos recibe Mar, con esa sonrisa sempiterna. Le sigue su hermana Alba, que tiene los ojos del mismo color. Admiramos la terraza, la cocina que se abre hacia el porche, el merendero junto a la piscina; también la huerta de la que recogen algunas de las verduras que vamos a utilizar. Subimos a la segunda cocina, la de invierno, con vistas al monte y un piano bajo la ventana. En cuestión de minutos, Rosa María y sus hijas ya han dispuesto todas las cacerolas y están preparando el sofrito, con cebolla, tomate y ajos tiernos. Luego le añadirán hasta tres tipos de atún (ventresca, atún de Sorra y atún de lata, "que le da un toque meloso"), piñones, arroz y perejil. Una hora en el horno y tenemos la comida.

La receta se la explicaron a Rosa en Oliva, puesto que el relleno con pescado es típico de la Safor. "En Catalunya también preparan los pimientos, pero tradicionalmente con carne", cuenta. Nacida en Tetuán, esta profesora de francés y valenciano -que también dio clase a sus hijas- se crió en Andalucía y pasó por Catalunya, antes de recalar en Valencia. De ahí que su recetario incluya desde los calçots al fricandó, pasando por las croquetas, el putxero o la paella de habas. Siente debilidad por la cocina tradicional, pero también por el producto ecológico y la alimentación saludable, una pasión que ha transmitido a los suyos.

Tanto es así que muchos de los platos de 2 Estaciones, restaurante que Soler regenta junto a su pareja, Alberto Alonso, están inspirados en los sabores familiares. "Intentamos hacer guiños y dar una vuelta de tuerca", revela. Así es como llegamos a los makis de pimiento con tonyina de Sorra; al all cremat como jugo para los salmonetes; o la monjavena servida como postre. Es un dulce típico de la Vall d'Albaida, de donde es la abuela de Mar. En Ruzafa se viste con fresas silvestres y cardamomo, y este año con leche frita de coco y Cristinas.

"La motivación por aprender de cocina es algo educacional. Estoy totalmente convencida. Mi familia me ha enseñado a amar la comida", asegura la chef. Desde pequeña, ha cocinado junto a su madre. La enfermedad que padece también le ha obligado a pasar mucho tiempo en casa. Así es como terminó preparando sus propios platos. "Cuando yo llegaba de trabajar, ella había estado trasteando por la cocina. De repente me encontraba la encimera llena de harina", recuerda Rosa. "Y eso que intentaba esconderlo todo para que no se diera cuenta. O directamente me lo comía", añade su hija. Sus padres también fomentaban que probaran restaurantes, y eran habituales de Ricard Camarena cuando todavía estaba en la zona.

Cómo es la vida. Después de estudiar Empresariales, Mar Soler no quiso hacer un Máster en Gestión Hostelera, sino formarse como cocinera. "A mí me parece estupendo que se dedique a su verdadera pasión", asegura Rosa. "Bueno, mucha gracia no os hizo al principio", replica. "Hija, lo importante es que ahora estoy encantada", concluye la madre.

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