Canarias se encuentra al límite tras la llegada de miles de menores inmigrantes; las restantes Comunidades Autónomas silban o miran hacia otro lado, aislándose del problema y mostrando así su pobrísima idea de la solidaridad institucional: habrá que recurrir a una ley para que otros territorios acojan, obligadamente, a una parte de los niños y jóvenes que se hacinan en aquel archipiélago. Cataluña muestra su preocupación por los efectos de la sequía y anuncia su intención de recurrir a medidas extraordinarias de abastecimiento. Ante este reclamo muchos alzan las orejas: lo hacen desde Tarragona, pese a la identificación cultural y proximidad territorial, como si la llave del Ebro fuera suya y los derechos sobre los excedentes no tuvieran límite ni siquiera en circunstancias extraordinarias; lo hacen desde más allá de Cataluña, unos por egoísmo, otros por revancha: que se fastidien los catalanes, que se apañen por sí mismos y vean si se obtiene agua del derecho a la autodeterminación.
En las redes sociales, las niñas de color del Colegio de San lldefonso, que participaron en el sorteo de lotería del 22 de diciembre, reciben ataques y muestras de escarnio: al parecer, la suerte deja de ser patriótica si la cantan españolitas no caucásicas. Un grupo de bárbaros lincha en efigie al presidente del gobierno español. Hace poco que un destacado líder político, muy próximo a aquéllos, señaló que Pedro Sánchez acabaría colgado de los pies: se equivocó de poco, porque el muñeco en cuestión fue colgado del cuello y, eso sí, golpeado hasta dejarlo reducido a un guiñapo. Un edil de Madrid, el señor Ortega Smith, muestra una visible agresividad hacia un concejal de la oposición; recibe la reprobación del Consistorio y se le exige que dimita de su cargo, a lo que se niega categóricamente: la voluntad generalizada del ayuntamiento madrileño no es rival para quien cobra un magnífico sueldo como recompensa a sus exhibiciones de matonismo.
Menos mal que estábamos celebrando las fiestas navideñas. Menos mal que éstas apelan a la bondad y generosidad humanas porque los hechos arriba relatados, -que no han sido, por desgracia, los únicos-,han tenido lugar en el transcurso o en las inmediaciones de uno de los periodos festivos más señalados por rituales que invocan la paz, que reclaman solidaridad y empatía.
¿A qué se deben semejantes contradicciones entre el llamado espíritu navideño y las acciones que se aprecian en calles, instituciones o redes sociales? Muchos dirán, con cierto grado de razón, que son expresiones no generalizables y que la ciudadanía, considerada en su globalidad, respira otros humores. La respuesta sería admisible si no fuera porque la temperatura que se alimenta explícitamente por múltiples vías tiende al nivel de ebullición. Lo sería, de igual modo, ni no advirtiéramos, en lugares próximos, expresiones desafiantes que parecen ansiar una atmósfera de bronca, de confrontación, de lucha cultural con innumerables capilares sociales capaces de alterar la convivencia ciudadana. Aquella respuesta también podría ser aceptable si no fuera porque, tanto en Europa como fuera de ella, progresan liderazgos a lo Trump que oscilan entre una nueva generación de pensamiento ultra y el blanqueo de ideas directamente anti-democráticas, por más que se las revista de ropajes que disimulan su condición e intenciones.
Con todo, lo más llamativo es el débil tono con que se reacciona ante las imágenes del nuevo escenario. La ausencia de consensos frente a los parásitos que minan el diálogo y se crecen en el desprecio al otro. La parsimonia mostrada ante las provocaciones. La ceguera en unos casos, y la puerilidad en otros, de quienes sólo se sienten concernidos por sus cuitas internas: una suerte de ciudadanía liliputiense que parece encontrar en el aislamiento y la lucha fratricida su actual justificación histórica, mientras los enemigos reales avanzan a galope tendido, ocupando el ágora pública y dominando el mensaje que cala entre los ciudadanos.
El siglo XXI, de entrada, es mucho más que el siglo de la tecnología: es el tiempo de rearme del discurso ideológico, de nuevos poderes geopolíticos y económicos, de amenazas inéditas e inseguridades nacidas de un cambiante ADN social y de una naturaleza que se rebela contra su destrucción amenazando la vida humana. Y el siglo XXI es, asimismo, el siglo de la coexistencia entre las macrotendencias globales y los microproblemas particulares de cada territorio. Resolver positivamente lo local para afrontar lo global podría ser un buen eslogan si no fuera porque, de momento, los países que se consideran más avanzados permanecen anclados en el ensimismamiento, en la perplejidad o en la mitificación de un añorado e irreal statu quo que proyecta el futuro sobre las bases del pasado. Justo lo que desean los administradores de ese lenguaje indiferente al humanismo que se desliza sobre los raíles de la negación o relativización de los valores democráticos universales: porque han descubierto que las recetas del ayer sólo conducen a la frustración y la melancolía, mientras que las suyas, por más irreales, fanáticas y fantásticas que sean, suenan a solución fácil y comprensible y a ruptura de lo establecido, abriendo la puerta de la revancha a quienes se autoperciben como perdedores del viejo sistema.