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¿Decisiones racionales o emocionales?: el conflicto catalán

Foto: EFE.
6/10/2017 - 

Ya lo advertía Patxi Andión interpretando al detective Carvalho, en el filme Asesinato en el Comité Central, cuando le decía al comisario Fonseca, encarnado por José Vivó: “soy víctima de una lógica personal y profesional que aunque pueda conducirme al desastre no puedo evitar”. Y es que el ser humano es lo suficientemente complejo como para no poder separar tajantemente la emoción de la razón en la toma de decisiones y esto tiene sus implicaciones.

Los estudiosos están de acuerdo en distinguir entre unas emociones primarias, en buena medida automáticas, innatas y establecidas por la evolución, y unas emociones secundarias, que si bien tienen su origen en las primarias, no son innatas, se desarrollan con el crecimiento del individuo y su interacción social. Según Eckman, las emociones primarias son básicamente seis: miedo, ira o cólera, tristeza, alegría, sorpresa y asco. Entre las emociones secundarias encontramos la envidia, la vergüenza, el ansia, la resignación, los celos, la esperanza, la nostalgia, el remordimiento o la decepción. Las emociones suelen ser relativamente efímeras, pero cuando, especialmente las emociones secundarias, se reelaboran y alargan su duración, se convierten en un sentimiento más o menos persistente, y así por ejemplo, la tristeza deviene en depresión.

Por eso cuando en los últimos tiempos y con relación a la cuestión catalana se insiste en el retorno a la cordura, a la racionalidad, el diálogo y el sentido común, hay que reconocer que es un asunto antropológicamente complejo. Antonio Damasio planteó un juego en que se dispone de 4 tipos de barajas de naipes, con cartas que otorgan premios o penalizaciones de dinero. Dos de las barajas ofrecen premios altos pero también penalizaciones tan altas que pueden suponer la pérdida de todo el dinero que se le asigna  al participante. Las otras dos barajas proporcionan premios y penalizaciones bajas, permitiendo ganar cantidades de dinero modestas pero significativas. En cada jugada el participante puede escoger de qué baraja coger una carta. El hecho es que al cabo de unas cuantas jugadas se percataba de que unas barajas eran peligrosas, mientras que otras daban ganancias pequeñas pero más seguras. A partir de este momento lo normal es que se inclinara por las cartas de estas últimas barajas.

Pero había un grupo donde esta conducta no se producía, y pese a haber detectado la diferencia entre unas y otras barajas y sus consecuencias, no hacían ese cambio, con lo que acababan sufriendo pérdidas. Se trataba de los jugadores afectados con lesiones frontales. Damasio concluye que este grupo sufre una especie de “miopía para el futuro” de modo que la lesión que padecen les impide construir el escenario a largo plazo de las consecuencias del juego, y que no perciben cambios fisiológicos en su organismo que les anticipen los resultados de la decisión y el eventual riesgo en el que incurrirán (lo que Damasio denomina “marcador somático”).

Pero no es necesario sufrir alguna lesión para que la razón se vea alterada por la emoción. En 2003 la revista Science publicó un estudio sobre la toma de decisiones. Se trataba de un juego en el que había dos participantes; a uno se le daba 10 dólares, y se le pedía que lo repartiera con el otro participante que sabía que tenía esos 10 dólares. Este segundo jugador podía aceptar la oferta –cualquiera que fuera el porcentaje de reparto- , en cuyo caso recibía la parte del dinero que se le había ofrecido, o podía rechazarla. En este último caso, ambos jugadores lo perdían todo. Parece lógico que más vale aceptar algún reparto antes que perderlo todo, pero no era esto lo que pasaba. La mayoría de participantes acababa haciendo una valoración moral, no racional, de la propuesta, rechazaban las ofertas demasiado bajas, y en consecuencia las dos partes lo perdían todo. Ahora bien, curiosamente los resultados del experimento fueron distintos según donde se realizaba: los campesinos de América del Sur y de África presentaban mayor tendencia a aceptar la oferta de reparto aunque fuera muy desigual, frente a los participantes de los países occidentales industrializados y ricos. Así las cosas, reconozcamos humildemente que a la hora de decidir, como espetaba Goethe, “somos todos tan limitados, que creemos siempre tener razón”.

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