Hoy es 11 de octubre
Me muevo feliz por la consulta con mis zapatillas y mis vaqueros y, cuando ya pasan varios días, descubro que no he vuelto a enfundarme el pijama sanitario ni tan siquiera la bata. Instintivamente, he querido marcar un límite que deje atrás la pandemia. Hace tiempo que le temo más al cansancio que a un virus y parezco buscar en mi ropa ordinaria un talismán. Un orden nuevo. Dos años después de llevarlo descubro que el pijama y los zuecos me hicieron sentirme muy médico, afanada e imprescindible, absorbida por los asuntos prácticos de la vida, problemas sólidos, autorizados, llenos de empaque. Era más mecánica que nube, niebla, espiral evanescente. Ahora soy un poco la de antes. No dibujo una raya divisoria, no llevo uniforme, ¿qué cosa arreglo yo así? Podría sentarme entre los bancos fijos de la sala de espera e igualarme a mis pacientes, su dolor no es palpable y por tanto ellos tampoco parecen pacientes. La no médica y los no pacientes. Pero los conozco bien y, de un vistazo, los sé sangrando por el cuello, por el costado, agarrándose las tripas. Son gente respetable y vestida de forma ordinaria que espera con educación. Y sin embargo entran en el despachito y su herida se muestra, abre algo que cuesta juntar de nuevo. Los silencios son aullidos. Los kleenex desaparecen rápido de la mesa.
En una sociedad de lo palpable nos queda trabajo aún para darle cuerpo y presencia a ese dolor, el de la mente, porque aún no tiene documento nacional de identidad. La buena noticia es que ellos lo están logrando poco a poco, ¿quiénes son ellos? Los que se sujetan esa herida sin manchar ni siquiera los bancos de la salita. En La broma infinita, Foster Wallace decía que ese dolor podía hacerte saltar por la ventana aunque no quisieras morir. Comparaba el suicidio al salto de alguien atrapado en un edificio en llamas. No obedece al valor ni al deseo, sólo expresa impulso de huída.
El pasado 13 de enero fue el día mundial de la lucha contra la depresión y podemos aplaudir por fin el advenimiento de una nueva mirada. La cantidad de personas con depresión se ha disparado, sí, y hay estudios que hablan del 16 % de la población mundial cuando antes era un 5%. Pero yo no pretendía escribir otro maldito artículo sobre lo abatidos que estamos. Ya sabemos de sobra que se puede estar deprimido sin motivo aparente, que esta enfermedad es diferente a estar triste, que se ceba con las mujeres (un varón por cada ocho) y que no respeta ni a los niños (un 3 % de la población infantil la sufre). Es bueno recordar que, aunque en mujeres se da mucho, los hombres se matan 3.5 veces más (además de expresar su colapso con ira y consumo de sustancias antes que llanto y autoabandono). Pero todo el mundo habla por fin de lo que le atenaza y quien le escucha, lejos de darse la vuelta, le dice “a mí también, lo mismo”.
“Sé el cambio que quieres ver en el mundo”, decía Gandhi, y los psiquiatrizados del mundo le han tomado la palabra. Salen del armario, dibujan su testimonio. El movimiento en Primera Persona es ya como una bola de nieve pendiente abajo. Gente que toma la palabra en foros, radio, libros y cómics, que habla de cómo cae y se levanta. De cómo se les clavan los ojos de los demás. No se olvidan de retratar a sus cuidadores con una gratitud que sobrecoge. Y usan un lenguaje natural, sin tecnicismos. Como Antonio Ramos Bernal señala en su Diario de una enfermedad mental, el lenguaje técnico de las guías favorece el estigma.
Algunos son famosos del mundo deportivo o del espectáculo y con sus palabras y sus actos se bajan del pedestal. Simone Biles fue la atleta que confesó este año sus “demonios en la cabeza”, pero antes de ella escuchamos a Andrés Iniesta, Pau Gasol, Michael Phelbs, Edurne Pasaban o a pianistas como James Rhodes, que captó el interés del presidente de España. La lista sigue con Amanda Seyfried, Demi Lovato y otros muchos. Nos ayudan a perdonemos un poco la vida. La nuestra y la de los demás, porque no era cierto que deprimirse fuera de débiles. Ni deprimirse, ni ansiarse ni enloquecer.
Ahora que todos nos identificamos con la brecha, estamos más lejos de la vergüenza, ¿lograremos desterrar también la culpa? En cualquier caso, el avance estaba largamente aplazado. Vale la pena mencionar a los pioneros, los primeros que lucharon para normalizar su dolor. Sylvia Plath, sin duda, rompió el hielo con su Campana de cristal en los cincuenta y la novela, aunque ella hubiera superado su depresión, se habría ganado por sí misma un puesto de honor en la literatura de los suicidas. Susanna Kaysen hizo su contribución ilustre sobre el trastorno límite (Inocencia interrumpida) y hasta inspiró película con la Angelina Jolie. Amy Hempel también nos dejó en prenda su turbadora y tierna Tumble home, poblada de seres rotos en un manicomio donde nadie renuncia al humor, una “casa en llamas” (como lo reseña Natalia García Freire en el prodigioso podcast de literatura y salud mental Las locas de la azotea).
Estos textos valientes empezaron a dispararse desde que la psiquiatría entró en crisis, hace una década, pero los más valiosos han surgido poco antes de la pandemia. Testimonios brillantes y lúcidos como el de Fernando Balius en Desmesura, que cuenta su lenta entrada en la esquizofrenia y se las apaña para que el libro sea hermoso, realista y terriblemente honesto. Nos abre al mundo de los Escuchadores de voces. O Cara o cruz. Conviviendo con un trastorno mental, de la francesa Lou Lubie, que borda el relato de su noria emocional en el trastorno bipolar. La joven ilustradora arrastraba dos depresiones desde los dieciséis sin diagnosticar, pero tuvo que oírse que era demasiado joven y guapa para sufrir depresión. Ofrece viñetas dramáticas llenas de desparpajo y naturalidad, con soluciones muy ingeniosas para expresar la irracionalidad, los requiebros del ánimo y la tiranía de la locura. Nos enseña el viaje largo y doloroso hacia la aceptación de su mascota, la ciclotimia, un zorro naranja que no la deja ni a sol ni a sombra. Ella lo retrata con ternura a pesar de que le ha podido arruinar la vida.
Todo este movimiento ha nacido y crecido desde el otro lado de la mesa mientras nosotros, los expertos psi-, seguimos quietecitos y en silencio. ¿Abrumados?, ¿embriagados de poder?, ¿exhaustos?, ¿avergonzados? En fin, es tarde ya para enmendar cómo salimos en la foto. Tuvimos tiempo para posar mejor, ¿lo perdimos, quizá? En los años setenta, fueron los sanitarios los que llevaron adelante la ruptura con los terribles manicomios; ahora son los mismos pacientes quienes se desatan. A Lou Lubie la tuvieron nueve años mareada entre diagnósticos incongruentes y a Sylvia Plath le tocó un psiquiatra petulante que estaba más atento a su atractivo que a su relato; Ángel Martin, qué alivio, agradece que lo sujetaran a la cama para no fugarse de la sala de psiquiatría y lesionarse a sí mismo en una fase maniaca. Y siempre suele aparecer, hacia el último capítulo, quien les sabe sacar del atolladero.
Por fin el dolor crea algo distinto de más dolor. Estos relatos no son colecciones de casos clínicos. Nada que ver con los tratados que estudié en la academia. Abren una puerta a la extrañeza y al dolor que no podíamos franquear hasta hace poco. Y una vez dentro, uno siempre sabe que caminará más ligero cuando vuelva afuera. “Para las voces ─reza la dedicatoria del libro de Ángel Martín─ Por si de repente descubrimos que también saben leer” Bienvenidas sean, señoras voces.