En el Parlamento, que han convertido en un plató de 'La Sexta', los chicos de Podemos interpretan sobreactuados una partitura muy previsible ya. Lo nuevo, en estos tiempos líquidos, caduca muy pronto. Han envejecido tan mal como Rodrigo Rato
Reconozcámoslo: lo más enternecedor de la doble y fallida investidura del candidato socialista fue el beso fugaz entre el vallecano Pablo Iglesias y el catalán Xavier Domènech. Un beso que nos hizo soñar a muchos, un gesto de amor entre dos naciones emergentes, la del Puente de Vallecas y la vieja y hermosa Cataluña.
Quien ha visto en esa muestra cariñosa un guiño al electorado gay —cada día más importante, por otra parte— se equivoca. Al acercar sus labios a la vista de millones de espectadores, Domènech y sobre todo Iglesias nos recordaban aquellos besos protocolarios y feudales que se daban los jerarcas soviéticos en la Plaza Roja de Moscú. Instruido en la ortodoxia comunista desde que era niño, Iglesias debe de añorar aquellos tiempos en que la victoria del socialismo real sobre el capitalismo era cuestión de días, y cuando cualquier crítica a la URSS era tachada de desviacionismo socialdemócrata.
Algunos más viejos que Iglesias extrañamos también el beso de Gorbachov y Honecker antes de que se hundiese todo, incluida nuestra juventud. Lo echamos de menos porque, entre otras razones, aún nos miraban por la calle. Ahora ya no. Prueba de lo que ha cambiado este mundo es que ahora los únicos famosos que se lanzan besitos son Messi, Neymar y el caníbal Suárez, el trío más romántico que jamás pisó el césped. Esos jugadores millonarios han interpretado como nadie que todo lo que necesitamos sigue siendo amor, como cantaban los Beatles. Y sexo, como añadimos otros.
"El pacto PSOE-Ciudadanos está lejos de provocar entusiasmo, pero constituye el mal menor. Un gobierno de centro-izquierda es la solución más realista a esta partida de ajedrez YA desesperante"
Los chicos de Podemos, con su retórica cursi, quieren hacernos creer que se puede transformar la política, la sucia y necesaria política, en un relato sentimental en el que la razón está siempre de parte de los jóvenes. Y así, en el Parlamento, que han convertido en un plató de la Sexta, interpretan sobreactuados una partitura que resulta ya muy previsible. Lo nuevo, en estos tiempos líquidos, caduca muy pronto. Podemos, al que se le multiplican sus crisis territoriales y querellas internas, comienza a envejecer tan mal como Rodrigo Rato.
Hablo con conocimiento de causa. Fui una de las 100.000 personas que participó, hace más de un año, en la Marcha del Cambio que acabó en la Puerta del Sol. Entonces Podemos despertaba mi curiosidad. Creía, como lo creo ahora, que hicieron el mejor diagnóstico de la crisis. Se presentaban como una fuerza transversal que había superado la dialéctica entre derechas e izquierdas, con una ideología prêt à porter para sumar votos de distintas procedencias. Un año después, volví a ver al Mesías del cambio y a su sanedrín en la noche electoral del 20-D. Aquella reunión de miles de puños en alto se asemejaba a una asamblea universitaria de los años setenta en la que se dirimía el destino del trotskismo en el mundo. Comprendí entonces que la nueva política se envolvía en un discurso caduco, rancio y guerracivilista. El discurso del enfrentamiento que precede al odio, tal como se vio en la investidura de Pedro Sánchez.
Salvo que los socialistas abandonen la cordura y la inteligencia de las últimas semanas, Podemos no gobernará ni ahora ni después de las elecciones, en caso de haberlas. Que abandonen toda esperanza. La razón es sencilla: de inspirar curiosidad e incluso simpatía han pasado a despertar miedo en gran parte de la gente a la que dicen representar. ¿Cómo puede aspirar a ser presidente quien elogia a un terrorista, quien propone un referéndum para desmembrar su país? Dan casi tanto miedo como que siga gobernando el partido de los apellidos largos, con más casos de corrupción que bañistas tiene Benidorm en agosto. A los conservadores y a los bolcheviques digitales les une el deseo de ir a nuevas elecciones. Siempre pensando en sus intereses de partido, sueñan con una España rota por los extremismos, como en el 36, y de eso ya hemos tenido bastante en nuestra historia.
El pacto PSOE-Ciudadanos está lejos de provocar mi entusiasmo pero, a la vista de las circunstancias, constituye el mal menor. Un gobierno de centro-izquierda es la solución más realista a esta partida de ajedrez desesperante. Su tarea es inmensa. Hay muchos compatriotas que siguen tendidos en la cuneta de la crisis a la espera de ayuda urgente, y hay una partida de forajidos que siguen utilizando las instituciones catalanas para romper el país. A los conservadores y los nuevos bolcheviques no les importa; a muchos de nosotros sí. Queremos ya un gobierno y que sea de gente honrada, eficaz y todo lo gris posible, sin una gota de romanticismo. La política, la sucia y necesaria política, debe ser un matrimonio de conveniencia. Sólo así es efectiva. Los besitos, como el catalán, en la intimidad.