Hoy es 8 de octubre
Sobre por qué nos encanta confeccionar y compartir registros anuales con lo que vemos, leemos o escuchamos
VALÈNCIA. Sí, os tenemos fichadísimos. Os observamos compartiendo con entusiasmo en tuits y stories el resultado de vuestro Wrapped de Spotify, ese resumen anual de las canciones que más habéis escuchado este año, los artistas a los que más minutos habéis dedicado y los géneros que atraviesan vuestras jornadas. Hemos cotilleado esos hilos de Twitter con las películas que habéis visto este año y el resultado del reto lector que os marcasteis en enero en Goodreads, la plataforma bibliófila por excelencia. Hemos comparado vuestros resultados con los nuestros (cuando digo ‘hemos’ me refiero a la arriba firmante, el resto de integrantes de Culturplaza es inocente) y hemos tomado nota para indagar en aquellos títulos que desconocíamos.
Y es que la puesta en común de las listas con los productos culturales de los que cada uno se ha ido alimentando en los últimos doce meses se ha convertido en un fenómeno que surca la conversación colectiva conforme diciembre enseña las orejas en el horizonte. Ansiamos hacer balance, descubrir quiénes hemos sido en este ejercicio contable que llega a su fin, recolectar información sobre los que nos rodean, repasar los itinerarios seguidos, exhibir nuestros archivos. Hay algo en la confección y elaboración de inventarios que atrae fatalmente al ser humano. Una pasión completista que posee nombre propio: glazomanía.
Afilamos los lápices y nos lanzamos a averiguar de dónde nace ese deseo, a qué responde esa voluntad de registro y clasificación. Al aparato, la psicóloga Mireia Queralt, para quien estas enumeraciones constituyen una fórmula para mantener el placer resguardado y al alcance de la mano: “nos gusta preservar todo lo que nos devuelve a ciertos recuerdos. Recopilar esos datos para recurrir a ellos cuando sentimos que los necesitamos, o también cuando pensamos que podrían serles útiles a otras personas como lo fueron para nosotros. Asociamos canciones, lugares, restaurantes, películas o libros con estados de ánimo, recuerdos, personas, sentimientos, vivencias o con aprendizajes. Almacenarlos nos permite volver a esa situación”. En este punto de la ruta, la crítica de arte, comisaria e investigadora Johanna Caplliure introduce otra derivada: la lista como potencial espacio de pausa y sosiego en ese circuito de hipervelocidad que es el presente. Así lo cuenta: “frente a la celeridad del consumo de experiencias, existe una necesidad de contrarrestar el desequilibrio coleccionando momentos antes de pasar a un nuevo producto, igual que confeccionamos álbumes de fotos en nuestros móviles repletos de instantes efímeros”.
Por esas sendas discursivas se pegan un garbeo Vicent Molins y Quique Medina, directores de Districte (la agencia a cargo de iniciativas como los conciertos de La Pèrgola o Serial Parc), cuando aluden a que en esa glazomanía cultureta “hay algo de poner orden a la aceleración y al alud de contenido. También está el deseo tan humano de exhibir aquello con lo que nos identificamos. Suele haber reacciones furibundas ante algunas listas, pero en el fondo hay pocas cosas tan naturales como sacar pecho de aquello que nos gusta… y sobre todo de lo que no nos gusta”. Eso sí, para Ada Diez (ilustradora, directora de arte y codirectora del festival Truenorayo Fest y del proyecto sonográfico Hits With Tits) estos artefactos acotados en el tiempo y circunscritos a la actualidad más rabiosamente actual, tienen otra función algo descorazonadora: “demostrar que estamos al día respecto a la cultura de consumo”. Además, señala que a menudo las clasificaciones personales “están condicionadas por campañas de marketing. Es distinto si lo que se recomienda no son novedades (que están sujetas a una necesidad de triunfo, a convertirse en éxito para poder justificar el desembolso económico de su producción). Redescubrir libros, series, películas o cómics más allá de su momento en primer plano te permite disfrutar sin esa presión externa”
No descubrimos la sopa de ajo si comentamos que las redes sociales han reconfigurado nuestra manera de interactuar con los demás y con nosotros mismos. El afán por inventariar nuestros intereses culturales no solo no escapa de esas lógicas, sino que a menudo chapotea gozoso en ellas. Si en lugar de apuntarlo en una libreta lo publicas en cualquier catarata digital, ese repertorio de filias y fobias sale de la esfera íntima y se convierte en tema de tertulia masiva 2.0, de adhesión y debate.
En ese sentido, Alberto Haller, editor en Barlin Libros, tiene claro que hoy en día “el aliciente” de construir estas enumeraciones es compartirlas: “antes era un canal muy exclusivo, como la Biblia que suponía el Babelia con «lo mejor del año». El uso masivo de las redes sociales ha democratizado este deseo — en el sentido de «hacerlo extensible a todo el mundo que lo desee»—. Por lo tanto, esa voluntad está relacionada con nuevas maneras de comunicarse. Es una forma de tejer identidad, por identificación directa con los productos culturales que consumes, y de construir colectividad en torno a esas preferencias. La posibilidad de ser cada uno de nosotros prescriptores ha dinamitado el valor de antaño de estas clasificaciones, erosionando su poder de influencia. Seguir apareciendo en algunas sigue siendo un elemento de prestigio, pero no cualquiera tiene acceso a ellas, claro. Es un círculo vicioso”. Su postura rima con la de Caplliure, quien defiende que compartir intereses culturales “puede ayudar a crear comunidades y, con ellas, a un enriquecimiento de la difusión de productos críticos alejados de lo mainstream”.
En la misma línea, Queralt recalca que a los individuos nos encanta “transmitir lo que nos ha generado placer, lo que nos ha hecho pensar, sentir o vivir. Y también que los demás compartan lo que a nosotros nos ha parecido interesante. Sentimos que si aprecian nuestro contenido, nos aprecian a nosotros”. Por otra parte, la psicóloga plantea que mostrar nuestras pasiones es también una vía de mostrar quiénes somos: “es hablar de nosotros y de nuestra vida. Al hacerlo, promovemos alianzas con otras personas. Las listas son revelaciones personales, y a las personas nos gusta mucho hablar de nosotros mismos. Obtenemos mucho más placer al compartir nuestras opiniones con alguien que simplemente teniéndolas. Vivirlo pero no compartirlo no supone lo mismo, quizás por eso estamos viendo tantos casos de sobreexposición en redes”.
Para el traductor audiovisual Javier Pérez Alarcón, estos archivos son una herramienta para descubrir a los otros, pero también para descubrirse mejor a uno mismo en distintos periodos vitales. En su caso, registra rigurosamente cada película que ve en un hilo anual de Twittery en su cuenta de Letterbox. “Creo que existe un deseo genuino de conocer los gustos de los demás para encontrar otros títulos. A mí me encanta leer los inventarios ajenos, así que pienso que a los demás también les apetecerá ver las mías. Y, si no les interesa, al menos me ayuda a recordar cuándo vi una película y qué me pareció. Es curioso, cuando regresas a una obra, comparar cómo te afectó hace cinco años y ahora, porque tú has ido cambiando y recibes las creaciones de una manera diferente. Llevar el seguimiento anualmente es un método de cerrar un ciclo y empezar el siguiente”, explica.
Más allá de su influencia a la hora de edificar nuestra imagen pública, las redes sociales también afectan a la percepción del panorama cultural actual. Es en ese marco en el que triunfan fenómenos como el Wrapped de Spotify. Aquí, Ada Diez lanza la voz de alarma: “las redes sociales basan su potencial en que la gente hable de lo que consume y en la viralidad de los productos, pero tiene truco: no son lo mismo las interacciones con una obra que surgen de forma natural, que aquellas fomentadas por potentes campañas de marketing. Y es muy difícil escapar de estas acciones que unifican los hábitos de consumo. A pesar de tener al alcance una gran diversidad de obras, todas acabamos consumiendo prácticamente las mismas sin plantearnos si realmente queremos consumirlas, solo por seguir en la onda. Generalmente, quien más privilegios tiene es quien menos dificultades encuentra para difundir sus intereses, de ahí que me parezca imprescindible explorar e ir más allá”.
Un recelo que comparten Molins y Medina, para quienes conocer qué artistas copan los registros de lo más escuchado por la ciudadanía “puede ser un indicativo para instituciones o programadores que se limiten a traer aquello que se supone que más gusta a la gente. Eso va en contra de la diversificación y de la innovación, nos hace más aburridos y previsibles, pero no es nada nuevo, es un riesgo básico del mercado cultural. Contra eso, mejor aplicar la voluntad de prescripción y buscar un poco de descubrimiento”. Por su parte, Pérez Alarcón defiende que las redes pueden servir “como una cámara de eco o abrirte a otras perspectivas, depende de a quién sigas”. Asomarnos a los rankings cinematográficos “de un fan de las sagas de superhéroes nos ofrece una escena cultural muy distinta de alguien que prefiere el cine indie. De hecho, probablemente consideren que las pelis del año han sido títulos muy distintos”.
Bucear en el ecosistema de las enumeraciones culturales implica bordear un peligro: reducir el consumo de creatividad ajena a una cuestión meramente cuantitativa, a una acumulación de títulos. Glorificar la cifra como objetivo en sí mismo (leerse cada año 60 libros, sean los que sean) dejaría en un segundo plano lo que esas piezas hayan significado para nosotros, las emociones que hayan sacudido al acercarnos a sus tripas. ¿Contribuye la euforia por las listas a una cultura ‘al peso’ en la que se considere que cuantos más contenidos hayamos absorbido más rendimiento le habremos sacado al año? “Lo cuantitativo frente a lo cualitativo es un problema desde que el mundo es mundo– sostiene Haller–. Su discernimiento y diferenciación es el verdadero valor de lo humano frente a lo tecnológico. «La utilidad de lo inútil», como diría Nuccio Ordine”. Según los responsables de Districte, el problema viene cuando nuestro consumo cultural está “subyugado a la clasificación y el recuento. Un caso claro tiene que ver con cómo los libros tienen cada vez menos páginas para adaptarse a una lectura más acelerada”.
“A veces parece que sea una carrera: ha salido tal película y la tengo que ver en este fin de semana porque es cuando se está hablando de ella. Puedes haber visto 600 películas y no haber sacado nada de ellas, porque además las has visto mirando de reojo el móvil y se te han escapado un montón de cuestiones relacionadas con el simbolismo de la cinta o la dirección de arte. Me interesa mucho más la opinión que tenga alguien de un disco que la cantidad de discos que ha escuchado al año –subraya Pérez Alarcón–. Me parece terrible que tu relación con la cultura sea ver todo lo posible, pero no interiorizar nada porque cuando acabas una pieza estás ya pensando en hacer ‘check’ en la siguiente ‘que toca’”. Más optimista se muestra Caplliure, quien considera que “el cine, la música, el teatro, una buena exposición o una novela necesitan tiempo, esfuerzo y conllevan detenerse a disfrutar y discernir qué tipo de experiencia nos proporcionan”.
Finiquitamos esta radiografía de las listas culturetas y sus ramificaciones para seguir cotilleando descaradamente vuestros inventarios de 2022. Y también, no vamos a mentir, para terminar de elaborar los nuestros. La glazomanía, como el mal, no descansa.