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Demasiado buenos

12/10/2018 - 

Hay una teoría de la conspiración con el suficiente fundamento como para que les cuente: dicen que, desde la gestación de España como Estado, Cataluña inicia sus arrebatos independentistas sobre la base del conflicto. Guerras variables, sucesiones dinásticas y secesiones eventuales. Ante la debilidad ajena, oportunidad propia. Nada nuevo en la historia de los pueblos, pero sí distinto tras haber asentado por aquí y por primera vez a su nivel una democracia imperfecta.

Pocas imperfecciones más evidentes que la chispa adecuada para el siguiente cañonazo por la autodeterminación: la encausación y condena a Convergència i Unió por una corrupción sistémica amasada entre una mayoría absoluta y la siguiente. Una podredumbre tan profunda que su regreso al poder ya no volvería a ser hegemónico, sino sostenido por la mano de un histórico rival político que nunca olvidó su vocación separatista: Esquerra Republicana de Catalunya.

Con la crisis arreciando, la posibilidad de entrar en conflicto era una tentación demasiado fuerte una vez conocidas las limitaciones políticas del nuevo Ejecutivo central (2011-2012). Un Gobierno que –por tratar de racionalizar hoy sus acciones– intuyó que la colisión le beneficiaría electoralmente. Aunque fuera a corto plazo y solo en el resto de España. Aunque eso supusiera reducirse hasta la marginalidad (cuatro de 135 diputados) en el Parlament. Y con todo, y con ellos, aquí estamos procesizados en un cuerpo a cuerpo desigual.

Les cuento todo esto porque las semanas en las que celebramos el 9 d'Octubre siempre generan reflexiones a partir de la Historia comparada. Y si bien podrían encontrarse matices en el pasado, en la comtemporaneidad el pueblo valenciano ha dado con sus momentos de reivindiacación en el lado opuesto a Cataluña. Es decir, no en el conflicto, sino en la bonanza (1982-2006). Como quien aguarda en casa el mejor momento para dar una mala noticia. O no tan mala, pero que sabe que, de entrada, sonará a inoportuna.

Les cuento todo esto porque uno se pregunta el porqué de esa bondad y, claro, si de tan buenos somos tontos de remate. Me abandono a creer que cuando uno vive en un lugar tan agradecido en lo social, tan hospitalario, donde la orografía solo genera riqueza de paisajes y frutos como para la autosuficiencia, si esta climatología y esta luz que nos persigue como una bendición todo el año no tiene algo que ver con tanta bondad. Si todo eso que nos hace como somos, de manera silenciosa pero cada día, que hasta nos alivia del pasado y conmina a relativizar, nos lleva como colectivo a contemporizarlo todo.

Es la teoría caribeña de las cosas, de los ritmos y sus consecuencias. De la asimilación lenta y persona a persona de interpretar que el terreno de juego para nosotros no tiene pinta de ser un campo de batalla, sino un parque de bolas en el que abstraerse casi todo el tiempo. Y, quizá, de ahí tanta creatividad, tanto arraigo por la naturaleza y lo humano, tanta generosidad bien entendida o tanta sensación de incomprensión por parte de las torpes lecturas sobre lo que somos y que casi siempre nos llegan de fuera hacia dentro. Algo a lo que no ayuda esa baja autoestima que nos hace entender que cualquier expresión externa resulta más interesante que lo que aquí suceda. O peor: que somos la quintaesencia de según que maldades, aunque la estadística no lo demuestre, como es el caso de la corrupción.

Presidente del Gobierno con cerámica de Manises al fondo (Foto: EVA MÁÑEZ)

El mundo gira en otra dirección (quizá, claro, porque no viven aquí). Pero intuyo que con esta forma de ser nos empequeñecemos. Que el problema no es la fotografía actual, sino cómo el relato de lo que pintamos se va destiñendo con el paso del tiempo. Que –ya que a Madrid le estorbamos, menos por motivos de recaudación– somos capaces de generar una plataforma económica e independiente por el Corredor Mediterráneo y, precisamente, regalándole la foto a Cataluña, como si conectarse a Europa o al Norte de África no fuera con ellos, pasa olímpicamente de nosotros. Que a la principal aupada por el president de la Generalitat durante su mandato, Susana Díaz, no le tiemble el pulso al decidir que convoca sus elecciones en la noche víspera del 9 d'Octubre, engullendo sin remedio la contada atención territorial de los medios en adelante, da que pensar. Que Ford anuncie el mismo 9 d'Octubre la mayor reestructuración –despidos– de la empresa, con lo que supone Almussafes para la marca y no solo en Europa, da que pensar. Que el Partido Popular convoque una rueda de prensa a mediodía del 9 d'Octubre para lanzar la campaña #EspañaEnTuBalcón –otro día, si quieren, hablamos del apropiacionismo cultural de este partido y no del de Rosalía–, da que pensar. 

Porque en cualquiera de esos hechos, o en el resto de los que ocuparon el tiempo de los telediarios el 9 d'Octubre (con grave y especial atención por la empresa pública estatal), no hay maldad, sino evidencias de pesar poco y contar menos. De lo que aquí vivimos ese día, en la calle o en las casas, a diferencia de cualquier atención en esos mismos canales cuando se celebran las diadas de la región de Murcia, La Rioja y ni hablar ya de Cataluña o Madrid; todo lo que se proyectó fueron las vergonzosas acciones fascistas, la huelga de los bomberos en el momento de empujar unas vallas y cuatro palabras del presidente del Gobierno sin más contexto que el de una rueda de prensa que podría haberse celebrado en –exactamente– cualquier metro cuadrado del Universo.

Los valencianos somos demasiado buenos y ya deben haber intuido que me refiero a las dos principales acepciones que se recogen nuestras dos lenguas. Parece natural que de tanta bondad, casi genética, a veces nos surjan dudas como la que leen. La gran incógnita es si es un decaimiento irremediable. Y si es crónico, dónde está el suelo. No hace ni año y medio que la vicepresidenta del Consell habló de "montar un pollo" antes de que se gestasen los siguientes Presupuestos Generales del Estado. Me sonreí entonces y me lo sigo preguntando. Como casi de ninguna otra cosa, dudo que tengamos esa capacidad. Dudo dada la historia reciente. No sé si somos capaces de agriarnos la vida a cambio de los supuestos que llevan a hipotecarse el día a día a otros pueblos con otro tipo de objetivos; a menudo, nada edificantes. A mí me da que somos demasiado buenos.

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