Las cosas se habían puesto feas en el Segundo Triunvirato Romano. Octavio Augusto y Marco Antonio se habían dividido el Imperio Romano (en puridad, aún era República, no Imperio), dejando las migajas al tercer socio, Lépido. Marco Antonio se había hecho con el Este de las posesiones romanas, la parte más rica, y se había asentado en Alejandría junto con su amante, Cleopatra, reina de Egipto; Octavio permaneció en Roma, a cargo de la mitad occidental del protoimperio. Las tensiones y desavenencias entre los socios fueron in crescendo desde el principio. Y entonces Octavio se sacó de la manga el testamento de Marco Antonio, que debía ser leído sólo después de su muerte.
En dicho testamento, Marco Antonio afirmaba que el hijo de Cleopatra, Cesarión, lo era también de Julio César; nombraba a los hijos que Antonio había tenido con Cleopatra sus herederos; y anunciaba que quería ser enterrado en Alejandría, no en Roma. Esas escandalosas revelaciones, de todo punto intolerables para el pueblo romano, acabaron por enconar al público frente a Antonio, que todos consideraban manipulado y embrujado por Cleopatra, perfilada como una gobernante taimada, tan malvada como lujuriosa, propia de los decadentes regímenes orientales. Galvanizados en torno a su líder Octavio Augusto, un auténtico romano, las legiones occidentales plantearon batalla a Marco Antonio y Cleopatra, triunfaron y unieron todo el territorio romano bajo la égida de Octavio Augusto, fundador del Imperio.
El único problema de todo este asunto es que, muy probablemente, el testamento era falso. Pero no totalmente falso, sino quizás adulterado en lo necesario para indisponer aún más a Marco Antonio contra el pueblo romano. Nunca lo sabremos. El que sí lo sabía era Octavio, quien se hizo con el testamento y lo hizo público, con el propósito de socavar la reputación de Marco Antonio, su rival.
Como ahora, entonces la información era un recurso valiosísimo para los poderosos. Dosificar la información, ocultar y mostrar bajo una determinada luz, era y es uno de los elementos más importantes de la acción del poder. Pero quien dice información también dice desinformación, pues ambos conceptos van ligados. Rumores, bulos, mentiras, información sesgada o inexacta, ... En resumen: desinformación. Tanto intencionada como producto de diversos errores.
Este problema ha existido siempre. Es imposible que el conjunto del público reciba directamente todos los acontecimientos que configuran la agenda pública; y aunque no fuera así, tampoco está claro que el público recibiera la información de la misma manera, pues al analizarla e interpretarla también tienen mucho peso sus opiniones previas, sus filias y fobias, su experiencia vivida, ... Casi siempre que hay información, es posible que se genere desinformación. Y si los intermediarios ponen de su parte, voluntaria o involuntariamente, para desinformar, mucho más.
Esta situación se ha incrementado exponencialmente en los últimos años. Más que la presencia efectiva de la desinformación, la sensación de que la desinformación está cada vez más presente y genera más problemas. En parte, esto es así por efecto de las nuevas tecnologías, que han posibilitado que se multipliquen las fuentes de emisión de información y los canales por los que llega información al público. Si en el pasado el público recababa su información a través de los medios de comunicación, intermediarios imprescindibles, ahora los medios se ven en el centro de un sistema mucho más complejo, del que participan los actores políticos y sociales, que pueden hacer llegar directamente sus mensajes, eludiendo a los medios.
El caso del expresidente Donald Trump es ilustrativo: Trump emitía constantemente desinformación, pero no lo hacía mediante declaraciones a los medios, sino a través de su cuenta de Twitter. No parecía importar demasiado a su público que dichos medios, en su mayoría, se afanasen para desmentir las continuas mentiras de Trump, pues los públicos también se han ido especializando y reuniendo en torno a espacios en los que se encuentran cómodos. Trump tenía su público y sus medios afines, y fuera de esa esfera poco importaba lo que se analizasen sus mensajes y acciones. La cosa llegó al extremo surrealista de la invasión del Capitolio, una acción, en sí, producto de años de desinformación continua por parte del expresidente y su entorno comunicativo. Y, para mitigar el daño que había hecho y podía seguir haciendo Trump, se le vedó el acceso a las redes sociales, es decir: su posibilidad de desinformar directamente, sin la molesta intermediación mediática.
Las maniobras desinformadoras de Trump todos estos años han sido notorias, a menudo obscenamente claras. Pero es interesante constatar que el discurso del propio Trump, y de los suyos, también se basa en denunciar continuamente la desinformación... de los demás. Trump habla para un público que le apoya, quiere creer, y está dispuesto a leer las cosas en un sentido que para el observador externo a menudo resulta incomprensible. Es un poco como cuando un equipo de fútbol pone el autobús delante de la portería para aguantar el empate inicial a toda costa, despeja con un patadón y el único delantero se la encuentra y marca gol en fuera de juego y tras falta clamorosa al portero: desde la perspectiva de los aficionados de su equipo, todo está bien, y la victoria ha sido merecida. Se la merecen, porque son los buenos, desde su punto de vista.
La desinformación ha proliferado por vías muy diversas. Sin duda, el afloramiento de todo tipo de fuentes y vías de difusión de información es territorio fértil para dar lugar a todo tipo de mensajes que generan desinformación: porque son falsos, pero nos llegan por una vía fiable; o son reales, pero descontextualizados; o vienen unidos con una interpretación sesgada que enmarca nuestra visión del mundo.
El público, por un lado, a menudo "quiere creer" lo que le están contando, porque es afín al contexto ideológico, cultural o incluso generacional del emisor. Por ejemplo, lanzar un bulo sobre menores inmigrantes que se vinculan con la delincuencia, como hacen constantemente ciertos partidos políticos, programas de televisión y cuentas en redes sociales, puede dar muy buenos resultados en según qué entornos socioculturales e ideológicos. E incluso aunque el público rechace estos mensajes, los identifique como desinformación, también ahí la desinformación puede alcanzar ciertos objetivos: que se hable de lo que ellos destacan, aunque sea para desmentirlo, porque al fin y al cabo logran su objetivo primordial, que es ubicar en el centro del debate las cuestiones que les interesan.
Sin embargo, el peor escenario, el que tiene efectos más perniciosos, no se corresponde con ninguna de las situaciones anteriores, sino con lo que suele ser más habitual: muchas veces no damos ninguna importancia a la información que nos llega, porque no nos interesa, no le damos importancia, y tenemos mejores cosas que hacer. Y ahí es fácil que muchas de las cosas que leemos o vemos distraídamente, casi sin prestar atención alguna, puedan aportarnos una visión de las cosas que no se corresponde con la realidad. Como también ha ocurrido siempre con la propaganda, esa es la desinformación más eficaz y de mayor alcance: la que pasa desapercibida, no identificamos como tal, y quizás acabemos integrando, inadvertidamente, como parte de nuestra visión del mundo.
¿Cómo? ¿Que Marco Antonio ha dicho qué? Será sinvergüenza...
Guillermo López García. Profesor Titular de Periodismo en la Universidad de Valencia.
Ransomware, ataques a las cadenas de suministro, explotación y uso indiscriminado de 'fake news'… son conceptos que hay que tener muy en cuenta