VALÈNCIA. Desentrañar la desinformación no es un ejercicio sencillo. Esta se vale de múltiples resortes, de variados medios y recursos para lograr un fin que, en determinados contextos, puede resultar devastador. La metáfora de las capas de una cebolla puede ayudar a visualizar la complejidad de un concepto que va más allá de la simplificación popularizada bajo el término fake news y de la contradictoria asociación que implica el hecho de hablar de “noticias falsas”.
La mentira, la manipulación, la tergiversación, la distorsión de los datos y de los hechos han acompañado la historia de la humanidad, pero nunca habían tenido tanto riesgo potencial como en la actualidad. El fenómeno de la desinformación constituye un reto de primera magnitud para las sociedades democráticas. La percepción está lejos de ser una visión de instituciones políticas como la Comisión Europea, que desde 2018 ha impulsado diferentes iniciativas para hacer frente a la desinformación, o el Congreso de los Diputados, con la creación de una ponencia especial para el estudio de esta y de los efectos disruptivos en la sociedad. Tampoco se trata de una burbuja académica, aunque desde la victoria electoral de Donald Trump, en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, se haya despertado una atención exponencial por el tema, reforzada por la ola de infodemia que acompañó la Covid-19.
El último Eurobarómetro publicado por la Unión Europea, correspondiente al invierno de 2022-2023, ofrece datos contundentes para calibrar la dimensión del tema. El 86% de la población española sostiene que “la existencia de noticias o información que distorsionan la realidad o que incluso son falsas” constituye un problema para la democracia en general, mientras que una proporción similar, el 83%, afirma que la presencia de estos contenidos representa un problema en el país. El calado social de la desinformación como desafío se constata tanto por las cifras, que superan la media europea, como por su persistencia en el tiempo, al reforzar la tendencia apreciada ya en el Eurobarómetro de 2018.
Los resultados del nuevo informe inciden en destacar que la percepción sobre la frecuencia con que la ciudadanía española encuentra “noticias o información falsa que cree que distorsionan la realidad e incluso que son falsas” supera en casi diez puntos la media europea: mientras un 78% de encuestados españoles dice encontrarlas “a menudo”, la tasa europea se sitúa en el 69%.
El consenso sobre las consecuencias y la constancia de la reiterada presencia de la desinformación en la sociedad española contrastan con la limitada proporción de personas que confían en su propia capacidad para “identificar las noticias o información que cree que distorsionan la realidad o que incluso son falsas”. Apenas un 55% asegura poder hacerlo con facilidad. Estos resultados, sin embargo, no parecen sorprendentes si se considera los mecanismos que acompañan la desinformación. Sus tentáculos se aferran con fuerza en ecosistemas con un elevado grado de polarización, en los que el clima político y social deja el terreno abonado para anular la capacidad crítica en la recepción de mensajes coherentes con la propia ideología.
Como recogemos en una investigación publicada en la revista académica Journalism Practice, la explotación de la polarización, de la división escorada en los extremos, es un recurso habitual en los llamados pseudo-medios, webs que tratan de imitar a los medios convencionales en sus características formales y que, lejos de informar con profesionalidad, honestidad y deontología, están al servicio de intereses ideológicos y de manipulación. Esta misión fraudulenta se acompaña de una visión polarizadora de la realidad social, que se traduce en los titulares, el elemento de mayor impacto.
El lenguaje constituye una argamasa esencial a la hora de potenciar la desinformación en un contexto polarizado. La manipulación de los hechos se acompaña de expresiones abusivas para desacreditar a determinados actores políticos y sociales alejados de su espectro ideológico. A esta línea divisoria se van superponiendo capas que complican más el fenómeno de la desinformación.
Esta polarización se canaliza mediante un lenguaje bélico, excluyente, que opera a través de la división, priorizando la confrontación sobre el diálogo. En ella, los verbos de dicción (decir, afirmar) mutan en mecanismos de agresión (destrozar, vapulear, hundir).
La identificación despectiva de actores políticos considerados antagonistas fortalece la dimensión afectiva y conecta con las prácticas populistas de distinción maniqueísta entre "nosotros" y "ellos". Una mayor nitidez en el trazado de esta línea divisoria reduce las alertas para detectar la desinformación. Dicho de otro modo, si la frontera se alza sin fisuras, la asociación negativa contra el “ellos” parece poco cuestionable. Menos aún cuando viene acompañada de unos códigos compartidos que refuerzan la familiaridad y el sentido de pertenencia al identificar a este “ellos” a través de determinadas expresiones.
Las estrategias clickbait constituyen otra pieza clave de la arquitectura de la desinformación, en particular en los pseudo-medios. A través de ellas se potencia la cercanía y el atractivo emocional desde la asociación lúdica que conjuga un lenguaje coloquial con preguntas retóricas, exclamaciones o llamadas de atención a la audiencia. Esta modalidad de titulación, que actúa como gancho sin ofrecer información —característica de la prensa sensacionalista, pero cada vez más extendida fuera de ella— proporciona un envoltorio mundano para contenidos desinformativos. Sin embargo, la jerga familiar con la que se construye el “ellos” roza o confluye con frecuencia con los discursos de odio, especialmente dirigidos contra migrantes, mujeres o contra el colectivo LGBTI.
La preocupación por la desinformación cuenta con un amplio respaldo social, pero también con el reconocimiento de los escasos recursos que tiene la ciudadanía para protegerse contra ella. La inmunización pasa por una apuesta clara por dotar de medios a una buena parte de la sociedad, para que pueda identificar las heterogéneas capas bajo las que se oculta la desinformación.