VALÈNCIA. De jovenzuelo ya asistí a las campañas del Wall Wet Wild World Wuld Funds; aquellas del panda amable que alertaba sobre el mal estado de la madre naturaleza y la importancia de que la cuidáramos. Han pasado cincuenta años de aquello y visto dónde estamos no sirvieron para mucho. Y seguimos.
A estas alturas ya hemos visto cascoporro de fotos de alas de avión, piernas, cócteles y sacos de felicidad. Cada año más de un millón de ñus, miles de cebras, gacelas, facóceros y otros veraneantes recorren las infinitas extensiones nacionales en lo que se conoce como la Gran Migración Ibérica. Un auténtico espectáculo sociológico que recorre la costa y el interior de la península.
Las agencias de viajes se centran en ofrecer información sobre esta Gran Migración: historia, funcionamiento, actividades según la época del año y los mejores lugares donde alojarse y dejarse impresionar por este fenómeno.
Es mágico. Cada año, prácticamente en las mismas épocas —puede variar dependiendo de las lluvias, las condiciones meteorológicas o los ahorros faenales— las manadas de estos veraneantes comienzan un viaje casi obligado que repiten año tras año. Muchos de ellos ya tienen el recuerdo de lo que va a ocurrir. Un círculo de la vida natural y preciso que lleva a estas criaturas a recorrer cientos de kilómetros a través de la península deteriorando, eso sí, su diversidad y reservas naturales. El panda se queja: ¡¡¡será pesao!!!
Si vienen del interior lo hacen escocidos, pinchados, amoratados y hartos de románico, gótico o gaseoso
La razón de esta búsqueda es encontrar un terreno tranquilo donde recargar los sentidos y promocionar a sus crías preparándolas para un futuro, ese sí, aún incierto. Durante su viaje tienen que enfrentarse a largas jornadas de camino en condiciones extremas, restauración de alto riesgo, alteración del sueño y depredadores de todo tipo: quemaduras, intoxicaciones, cistitis, picaduras... Alguno de ellos se quedará en el camino, pero poco importa, todo vale por unos días de descanso.
La migración vacacional de esta temporada toca a su fin. Los animales regresan a sus madrigueras y su estado de ánimo anda entre apatía, cansancio, desánimo, cabreo, aburrimiento y lo peor de todo, ganas de contarlo. Si vienen del interior lo hacen escocidos, pinchados, amoratados y hartos de románico, gótico o gaseoso. Su entorno es reseco, hostil y desayuno de lejía. Si lo hacen desde la costa además lo hacen con aspecto de croqueta. Qué esperar después de días de aceites, reboce y tueste al sol. Su entorno es húmedo, vulgar y protector solar hasta en las tostadas.
Siempre he pensado que las vacaciones son cosa de ricos y de obreros. O mejor dicho, el irse de vacaciones porque, si eres autónomo, o lo peor de todo, no tienes trabajo —y esto sí es un drama—, no las tienes. La rutina es ahorro, o cuanto menos, más barata.
Personalmente nunca me he ido de vacaciones o mejor dicho: nunca he dejado de estar de vacaciones. Es una actitud. Lo que hago casi todos los días es lo mejor que puedo hacer todos los días. Y así lo sigo manteniendo. Nunca madrugo, de acuerdo, pero tampoco me acuesto antes de la hora 26.
También recuerdo las campañas del Domund y esas huchas de cabeza de negrito, de chinito, de indiito. Fe y caridad que ofrecen. Debe ser eso lo que se necesita, claro, claro. Ando como loco buscando quien produzca una cabeza de torerito, que en estos tiempos de tradición, familia y calderilla climática, el primero que la haga, pegará dos veces.
El panda, nieto de aquel, moribundo.
*Este artículo se publicó originalmente en el número 59 de la revista Plaza