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No éramos dioses. Diario de una pandemia #19

Rancho de guerra

9/04/2020 - 

VALÈNCIA. Hoy ha sido un día importante en mi vida. Por primera vez he abierto una lata de Litoral con lentejas a la riojana. Sólo cinco minutos de cocción, a fuego lento. El bote me ha sacado de un aprieto porque no sé qué hacerme de comer. 

Además del arresto domiciliario, lo peor que llevo de estas semanas es la alimentación. Como mal porque no sé cocinar ni tengo intención de aprender. Los fogones me son ajenos. No comprendo esa moda ridícula de clases y cursos de cocina para la tele. Lo considero una prueba más del embrutecimiento de la sociedad. 

Antes de esta guerra comía en bares y restaurantes. No exagero si digo que una cuarta parte de mis ingresos se me han ido en comer y cenar fuera de casa. La hostelería debería erigirme un modesto monumento. No creo que haya habido clientes tan fieles como yo. 

Larga es la lista de sitios donde he comido de menú. Recuerdo El Barralet, Luna del Turia y L’Encert en València, Janet en Albacete, el bar Sanabria en San Agustín de Guadalix y, por encima de todos, el restaurante Belle Epoque en Torrevieja. Paco, su dueño, hizo que me sintiera un pachá el año en que comí en su restaurante, situado en el centro de la ciudad. 

Cada tarde, cuando regresaba del trabajo, tenía mi mesa reservada. Me guardaba el diario Información. Me demoraba en la comida (¡qué rica su ensalada murciana!) y en leer la prensa. Belle Epoque fue mi descanso del guerrero. En pocos lugares me han tratado con tanta amabilidad y consideración. Me gustaría volver a darle un abrazo a Paco, pero los tiempos andan revueltos, y me temo que tardaré en hacerlo.

Las casas de comida como opción

Una opción para alimentarse cuando no sabes cocinar son las casas de comida. Alguna vez he recurrido a ellas. En el centro del pueblo hay una abierta, pero no acierto a saber el motivo por el que no me decido a entrar, así que me conformo con mis macarrones con atún, mi arroz blanco, mi sopa insípida, mis guisantes con jamón y ahora mis latas de Litoral. Y un vaso de vino que no falte. Este es mi rancho diario.

Comprar comida es una de las pocas cosas que nos dejan hacer. La libertad se asemeja hoy a un carro de la compra.  

En la cola del supermercado me siento ridículo con mi media cara tapada con una bufanda, mientras muchos clientes se protegen con mascarillas. 

Una dependienta, con el propósito de animarla, le dice a una clienta:

—Todo pasa. 

—Sí, pero se hace largo —le contesta.

La sopa de fideos es uno de los pocos platos que el autor del diario sabe cocinar.

Sí; se está haciendo muy largo. No se atisba ninguna luz al final del túnel. Ignoramos el cómo y el cuándo saldremos de esta catástrofe sanitaria, social y económica. 

Hay personas que no verán la salida como Justo, antiguo vecino de mis padres, que murió hace unos días. Justo tenía la edad de mi padre. Trabajó en el Banco de España  muchos años. Era un caballero y seguía enamorado de su mujer Angelita

La librería del pueblo está abierta

La mayor alegría de la semana me la he llevado al ver abierta la librería del pueblo. En realidad es mitad librería y mitad papelería. Es pequeña y familiar. He entrado para encargar M. El hombre del siglo, una biografía novelada sobre Benito Mussolini, escrita por Antonio Scurati. La dueña me ha cogido el pedido. A los pocos minutos de salir me ha llamado por teléfono. No había reparado en que le quedaba un ejemplar en la tienda. Han debido de pensar que soy un fascista (habrá gente que lo piense, equivocadamente, lo cual no me importa en absoluto), y me han enseñado un ensayo de Franco y Hitler. Pero a mí estos dos personajes no me interesan; quien me interesa es Mussolini. Porque fue periodista y estudió en los salesianos, como yo. 

La lozana andaluza del Gobierno anuncia que nos dejarán salir a tomar el aire, de manera ordenada, a partir del 26 de abril. El filósofo Illa y el maestrillo Ábalos la corrigen después. Ni los hermanos Marx lo hubiesen hecho mejor.  

La Unión Europea puede saltar por los aires. Hace méritos para ello. Sus gobernantes fracasan de nuevo en pactar una salida conjunta a la crisis. Recuerda a lo que sucedió en 2008 y años posteriores: los ricos con los ricos, y los pobres con los pobres.

Quienes están muy felices son los amarillos de Wuhan, origen del mal exportado al mundo. Les han levantado el confinamiento. En prueba de gratitud a las autoridades, ellos agitan banderas rojas y enseñan sus dientes de conejillos mientras a nosotros nos llega la mierda al cuello. 

A las siete de la tarde me sumo a la primera manifestación virtual para exigir la dimisión del Gobierno. Comparto este espacio con cientos de miles de personas.

Una hora después oigo las palmas de los vecinos. Cada día salen menos a los balcones. La paciencia —incluso de los más optimistas— comienza a agotarse. 

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