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LA LIBRERÍA

'Diario rural', de Susan Fenimore Cooper, nature writing antes de Thoreau

Pese a que Walden es considerada habitualmente la obra pionera del género, los apuntes en forma de diario de esta escritora naturalista ya habían aparecido cuatro años antes.

31/12/2018 - 

VALÈNCIA. En un conocido programa televisivo, una conocida fashion blogger, influencer e instagrammer -así se define: soy las tres cosas, dice sonriendo a los espectadores de su canal de Youtube-, admirada por las vistas de un vuelo en helicóptero, exclama: ¡cuánta naturaleza! Hay mucha naturaleza en esas montañas que sobrevuela el aparato, debe pensar, sobre todo en determinados puntos donde se concentran los árboles en sotos, ahí hay mucha más naturaleza que en un pelado del monte, no hay duda. ¡Cuánta naturaleza! ¿Cuánta, exactamente? La magnitud naturaleza, ¿en qué se medirá? En verdímetros cúbicos. En verdolitros. Por suerte esta celebrity de las redes sociales solo ejerce su influencia -que no es poca- en el terreno de la moda y las tendencias, por suerte no es enviromentalist, y más allá de la promoción de algún print tropical ocasional, no dedica su tiempo que vale oro a esa mucha naturaleza que encuentra por ahí, y deja este trabajo a otro tipo de especialistas y divulgadores, como son las personas que alimentan el género literario que responde al nombre de nature writing y que desde sus orígenes a mediados del siglo XIX ha ido gozando de distintos grados de popularidad, siendo el momento actual una muy buena época, con numerosas publicaciones nuevas cada mes llegando a librerías y grandes superficies gracias al trabajo de editoriales que o bien se han entregado en exclusiva a este tipo de literatura, o bien la han acogido en sus catálogos.

El nature writing está de moda, y eso no puede ser malo, aunque haya autores que vinculen la buena salud del género con el auge de la ultraderecha y el fascismo, con una fuerte vertiente ruralista en algunas de sus concepciones, cuando no nostálgica de una supuesta tierra pura y virgen no mancillada todavía por la inmigración y las tóxicas costumbres del socialismo. Esta identificación del ultraderechista con la tierra -no solo con la nación- guarda una estrecha relación con los movimientos supervivencialistas, preparacionistas y bushcraft, que cuentan cada vez con más adeptos repartidos por todo el mundo, más allá de los límites de los Estados Unidos donde se han originado y desarrollado en primera instancia; si bien ser survivalista o prepper no va de acompañado de un carnet del Ku Klux Klan, es bien sabido que en el país de las barras y las estrellas, muchos supremacistas se preparan a conciencia para resistir contingencias catastróficas o apocalípticas que pueda deparar el futuro tanto como para proteger lo que creen que es suyo. Si el nature writing como género puede estar compartiendo un sustrato de pulsiones, tensiones e inquietudes que nutren otro tipo de corrientes menos amables, quién sabe, lo que sí es seguro es que su origen no fue el que se suele creer, pues siempre que se lee o escucha la etiqueta nature writing se leen o escuchan cerca el título Walden y el nombre Henry David Thoreau, cuando la realidad, como vienen a contarnos la editorial Pepitas de calabaza y la poeta María Sánchez, prologuista de Diario Rural. Apuntes de una naturalista, uno de los últimos títulos del sello, es que los créditos fundacionales de esta rama de la literatura deberían corresponder en realidad a su autora Susan Fenimore Cooper, quien se adelantó en cuatro años a Thoreau con esta obra maravillosa que ella misma definió mejor que nadie en el prefacio al libro como “una sencilla crónica de esos pequeños acontecimientos que conforman el transcurso de las estaciones del año en la vida rural”.

Sería difícil decir más o decir mejor: el diario rural de Fenimore -traducido por Esther Cruz Santaella-, del que podemos leer las estaciones de primavera y verano en este primer volumen publicado, es exactamente eso, una crónica del derretirse de la nieve, de un paseo por un pinar o de un día cálido y suave: “Los pájaros están eufóricos: jilgueros, turpiales y azulejos orientales dan vida a los árboles llenos de brotes con sus exquisitos cantos y su alegre plumaje; chochines y gorriones cantores van dando saltitos y cantando por los arbustos; zorzales robín y gorriones cejiblancos apenas se apartan de tu camino cuando vas paseando por la hierba y la gravilla, y montones de golondrinas trisan en el aire”. Hay que tener talento, y sobre todo un ojo sensible de azor para captar la noticia en la brisa o en las briznas de hierba que se quedan adheridas o en cómo arde la madera de fresno o pacana, y hay que tener un amplísimo conocimiento del entorno para poder nombrar y decir como nombra y dice Fenimore, a quien se cree que leyó Thoreau, y a quien seguro leyó Charles Darwin, quien en una carta al naturalista Asa Gray comentaba lo siguiente: “Hablando de libros, ando en mitad de uno que me está encantando, Diario rural, de la señorita Cooper. ¿Quién puede ser? Parece una mujer muy inteligente, y ofrece un relato magistral de la batalla entre nuestras malas hierbas y las de ustedes”.

¿Y por qué siendo leída y valorada por vacas sagradas de su tiempo Fenimore es una desconocida para tanta gente hoy día? ¿Dónde ha quedado su legado? ¿Cómo se gestionó? ¿Por qué se atribuye a Thoreau la paternidad del nature writing y no a ella? Como se pregunta Sánchez en el prólogo: ¿qué habría ocurrido si este libro lo hubiese escrito un hombre en lugar de una mujer? No hace falta tener una gran imaginación para hacerse una idea: en lugar de unas pocas ediciones a lo largo de casi doscientos años, el apellido Fenimore figuraría por partida doble en los anales de la literatura estadounidense -su padre James Fenimore Cooper fue un escritor de aventuras de prestigio, autor, por ejemplo, de El último mohicano-. ¿Habría dejado Fenimore de escribir a la muerte de su padre si en lugar de Susan hubiese sido Jack? Diario rural es, puestos a etiquetar en otro idioma, amazingly beautiful writing, algo muy bello, una lectura sin historia, reposada y cautivadora, un deambular al calor solar sin más objetivo que el disfrute de sostener en la mano hechos tan extraordinarios como que el Nelumbio sí crece en las aguas heladas del lago Ontario.

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