Vuelve Donald Trump. Por si había alguna duda de que la política convencional estaba en crisis y de que cada vez más ciudadanos buscan soluciones alternativas alejadas del sistema de partidos convencional, ahí está la victoria de Trump para corroborarlo. Una victoria inapelable, en votos y en representantes, unida al triunfo republicano en el Senado y en la Cámara de Representantes. En apenas dos semanas, Trump volverá a ser presidente del Estados Unidos tras perder en 2020. Algo que no sucedía desde hace 132 años, cuando el demócrata Grover Cleveland recuperó, en 1893, la presidencia de Estados Unidos que había perdido en 1889. Cleveland fue el 22º y 24º Presidente de los Estados Unidos, y Trump será el 45º (2017-2021) y 47º (2025-2029).
Las expectativas sobre lo que pueda hacer Trump en este segundo mandato son bajísimas, o altísimas, según se mire. Está claro que recrudecerá la guerra comercial con China y probablemente la haga extensiva a muchos más países, a través de los aranceles. Estados Unidos volverá a un aislacionismo inédito desde la Segunda Guerra Mundial y tenderá a replegarse en su interior. Esto tendrá como consecuencia probable que este país deje de prestar su apoyo a Ucrania en su guerra con Rusia, dejando a los ucranianos y a la Unión Europea a la intemperie. Lo cual, unido al cansancio de la guerra en ambos bandos y a la sensible pérdida de apoyo a Ucrania entre la ciudadanía europea, posiblemente conduzca a un final negociado del conflicto.
Por otro lado, y en contradicción con lo anterior, Trump ha empezado a mostrarse como un expansionista decimonónico, que busca ampliar territorios con cualquier pretexto y apelando tanto a la fuerza como al dinero, enarbolando siempre como única bandera los intereses nacionales de Estados Unidos. Se trate de ocupar el canal de Panamá, de comprarle Groenlandia a Dinamarca, de convertir Canadá en un Estado más de Estados Unidos o de bombardear México para destruir laboratorios de fentanilo, todo es legítimo, a ojos de Trump, si del superior interés de Estados Unidos se trata. Todo ello en paralelo con advertencias, o más bien amenazas, a los BRICS para que no creen una divisa alternativa al dólar (una de las fuentes más importantes de la hegemonía estadounidense).
El de Estados Unidos es un imperio en decadencia, como cualquiera puede ver, pero al mismo tiempo continúa siendo el país más poderoso del mundo, tanto por su economía como por su pujanza militar o su invulnerabilidad estratégica (Estados Unidos está protegido por dos océanos de cualquier enemigo potencial, excepción hecha de Canadá y los países latinoamericanos). Las políticas de Trump, por muy extemporáneas que parezcan sus formas, en realidad no se alejan tanto de lo que históricamente ha hecho este país: defender sus intereses y avasallar con su poderío para cobrar ventajas de toda clase.
Por otro lado, en su primer mandato Trump llegó también con expectativas que rivalizaban con las de ahora. Recuerdo un chiste de El Mundo Today en el que Trump, recién investido presidente, se quejaba de que no funcionaba el maletín nuclear y de que, por más que apretase el botón rojo para lanzar las bombas atómicas, la cosa no funcionaba.
En 2016 Trump llegó por sorpresa y nadie esperaba nada bueno de él. Pero a la hora de la verdad no se trató de un presidente particularmente agresivo, en los hechos, en política internacional. Trump se centró en su país y desplegó ahí sus obsesiones y prioridades, culminadas en su errática respuesta a la pandemia de covid y el esperpéntico asalto al Capitolio de enero de 2021, tras semanas de denuncias del supuesto fraude electoral que habría llevado a Joseph Biden a la presidencia. También hubo una tentativa de destituir al presidente mediante un proceso de impeachment, que no llegó a ninguna parte merced a la mayoría republicana en el Senado.
Tras su primer mandato, Trump parecía un personaje totalmente amortizado. Pero, cuatro años después, aquí está de nuevo, más fuerte que nunca y menos dispuesto que nunca a transigir con lo que quede del Partido Republicano clásico. La composición de su nueva Administración deriva exclusivamente de un único criterio: la fidelidad mostrada a Trump, especialmente en los momentos de mayor debilidad del reelegido presidente de Estados Unidos. Por otro lado, Trump es un presidente que no puede ser reelegido de nuevo: este es su segundo y último mandato, que finalizará, si previamente no media fallecimiento o destitución, con 82 años, la edad que tiene ahora el aún presidente Biden. Esto significa que Trump tiene cuatro años para intentar lo que intentan la mayoría de los presidentes de Estados Unidos que son reelegidos: pasar a la historia (todavía más de lo que ya lo ha hecho Trump, si cabe). En esa clave podemos leer lo que parecen delirios expansionistas, como la compra de Groenlandia, pero también el intento de revertir la tendencia decadente de Estados Unidos mediante su aislacionismo y los aranceles.
Todo ello en un contexto político mucho más proclive a Trump que el de 2016, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. En el interior, la resistencia que pueda presentar el establishment estadounidense, en los partidos políticos, la administración y la gran industria, va a ser sensiblemente menor ahora: el Partido Republicano está totalmente controlado por Trump; el Partido Demócrata está sin liderazgo ni capacidad de respuesta; su segundo mandato se inicia con una alianza explícita con los magnates del sector tecnológico; y la legitimidad, en fin, del llamado establishment tradicional es mucho menor ahora que en 2016, porque la victoria electoral de Trump ha sido mucho más clara y ha mostrado que el hartazgo de muchos votantes con las recetas políticas avaladas por el Partido Demócrata es mucho más profundo y estable de lo que parecía. En el exterior, Trump se encuentra un panorama en el que cuenta con más aliados que en 2016, pues en estos años ha cundido su ejemplo y han proliferado los liderazgos extremistas que esencialmente ofrecían lo mismo que Trump, adaptado a la realidad nacional de cada país.
Habrá que ver si el grado de descontrol y agresividad de Trump es el que parece que será, a juzgar por todo lo que acabamos de comentar, o si, al igual que en 2016, los hechos en la práctica son menos aventurados que las palabras. Por si acaso, confiemos en que el maletín nuclear siga sin funcionar.