València. Exterior. Noche. 20:00 de la tarde. Domingo. La escena podría alumbrar una película de terror o un thriller psicológico. La ciudad es un erial. Un páramo. La nada.
València. Exterior. Noche. 20:00 de la tarde. Domingo. La escena podría alumbrar una película de terror o un thriller psicológico. La ciudad es un erial. Un páramo. La nada. Un par de estepicursores (esa planta rodadora que cruza el desierto en un western) se cruzan en nuestro camino mientras sopla el viento del siroco. El aire es gélido. Petrifica. Pero la sensación térmica asfixia. A lo lejos se divisan unas sombras, cual dementores salidos de Azkaban, que provocan la zozobra en el ánimo. ¿Serán humanos?¿serán fantasmas? ¿Estaremos en Comala? La tripa ruge. Deberíamos cenar, murmuras. Se hace el silencio. No es miedo. No es indecisión. Es apatía y desesperanza. La escena se repita cada domingo.
Y no es para menos. Al contrario que las ciudades vibrantes y llenas de vida en la que los domingos son, precisamente eso: días de júbilo, llenos de alternativas y posibilidades, València languidece tras la siesta post paella. Lo que hacía escasas horas era jolgorio, deviene sopor. Como cantaba Parade, el desfile terminó y el confeti ha perdido todo su color. Los parques se vacían, las calles se silencian, las persianas se bajan y la oscuridad se adueña de la tierra de las flores, de la luz y del amor. Toda la ciudad está ocupada por los huraños. ¿Toda? Toda no. Una serie de pequeñas aldeas pobladas por irreductibles hosteleros, resiste, todavía y como siempre, al invasor.
Los irreductibles, que nos ofrecen abrigo y calor, pero sobre todo resistencia numantina, se organizan por barrios, para que los cercos no flaqueen: del Carmen a Ruzafa, pasando por Arrancapins, el ensanche, Aragón o el Cabanyal, podemos divisar pequeñas postas en las que guarecernos mientras alargamos las últimas horas de un día que debería durar para siempre: el domingo. Si deseamos tomar un par de vinos, algo de queso y chacinas podemos acudir a Albarizas, que marida perfecto con la salida del cine. Los Babel concretamente. Otra opción cercana, esta vez en la Avenida del Puerto es acabar en Cremaet. Donde podemos tomar una cerveza, cazón en adobo y un torrezno por ejemplo. Por cierto, Bar Mistela también abre.
Si lo que buscamos es algo informal, también rodeados de vino, podemos dejarnos hacer por Tintofino Ultramarino en la calle corretgeria. La piadina y una tabla de charcutería italiana serán nuestra, salvación. Si andamos por el Cedro, una opción castiza será Patapuerca. Buenos quesos, embutidos, alguna tosta y una copita de vino serán lo suyo. Si por el contrario estamos en Arrancapins, Taberna Teca no falla el domingo, aunque para nosotros sea la barra del martes. En Ruzafa también hay buen vino, de la mano de El Rodamón de Russafa: un incombustible. Y si nos encontramos en el Ensanche, un bocata en Entreblat es una opción más que recomendable. ¿Que estamos con la gusa de algo así tipo fusión? Manaw Nikkei Bar estará listo para recibirnos en El Carmen, también el Bouet abre el domingo para que podamos tomar unos currys y algún cocktail.
Si demás de fusión nos apetecen unas tapas de calité, El Aprendiz de Tapas en Benimaclet será nuestra solución y si por el contrario buscamos una casa de comidas, Doña Petrona, en Ruzafa será nuestra patria. Sus muros, ahora que ha llegado el frío y la terraza no conviene, nuestro refugio y sus empanadas y milanesas, nuestro hogar. Si por otro lado estamos con mono de japo en el Mercado de Colón tenemos la barra de Momiji siempre alerta, siempre operativa y Shinkai Tastem, el decano de nuestros japos, que recientemente ha reformulado su espacio, también abre. Uno que no cierra es Bar-X: cocina non-stop 24/7, babies. En el Cabanyal, La Sastrería se constituye como faro los domingos y Vaqueta Gastro Mercat nos ofrecerá todos los clásicos de Pelayo, en la plaza del Mercado Central.
Si lo que queremos es terminar el domingo por todo lo alto, Q’ Tomas es una oda al producto. Tanto si los domingos vas a misa, como si no, es un templo como una catedral. Si en lugar de templos, somos de palacios, La Perfumería, en el Palacio Vallier, es el restaurante idóneo para sentirnos como un Emperador austrohúngaro: ostras, gambas o solomillo Rossini destilan clasicismo y elegancia a partes iguales. Y si lo que queremos son unas pizzas, al lado tenemos Grosso Napoletano. Si nos pilla más cerca Ruzafa, Filippas’s será nuestra mejor opción. Min-Dou en la calle Pelayo es el mejor chino-chino. Pero si ninguna de las opciones te encaja y eres más del chino de tu barrio, valorarás como se merece el sandwich de tortilla de queso de Parrán III. Y es que, a fin de cuentas, lo importante ya sea lunes, viernes o incluso domingo, no es dónde cenar, sino con quién.