Hoy es 14 de diciembre
La hostelería padeció, como pocos sectores, los perjuicios de la peste china. Ahora acusa la caída del consumo por la crisis. Dos hosteleros cuentan sus dificultades para seguir a flote. Suenan a verdad
La prensa madrileña —siempre tan agorera— pronostica un descenso notable de las compras en el Viernes Negro (Black Friday para los anglófilos) y la Navidad. Se basan en la caída de pedidos de las empresas de paquetería, que serán muchos menos que hace un año. La misma prensa madrileña —siempre tan cicatera— apunta que las hipotecas se han encarecido un 42%, lo que abre la puerta a una cascada de impagos.
Entretanto, el Gobierno de la Gente ha recaudado 28.000 millones más de euros hasta septiembre por la inflación. María Jesús, la titular de Hacienda, está más contenta que unas castañuelas en el día grande de la Feria de Sevilla. Se la echa de menos como portavoz del Gobierno. Hizo con el español lo mismo que Ferran Adrià con la cocina: lo deconstruyó hasta hacerlo irreconocible.
Su compañera de gobierno, la señorita Pepis de la economía, la hija de Calviño, siente y presiente la recuperación económica. En principio, cuesta creer a la vicepresidenta mimada por los burócratas y los plutócratas de Bruselas. Para salir de dudas, debemos escuchar la voz de la calle, si se permite este lugar común. Leamos la opinión —la verdad sin afeites— de dos hosteleros a los que agradezco su trato y buen hacer al servirme menús a 13 euros.
Uno es dueño de una pizzería en un pueblo turístico y pescador de Alicante. Se llama Antonio. El segundo lleva mucha mili a sus espaldas; está jubilado pero ayuda sirviendo mesas en un bar popular de La Manga. Lo conocen como Martín.
He frecuentado el restaurante de Antonio tres o cuatro veces. Su menú está bien, aunque la oferta es escasa. De primero me pido una ensalada con queso de cabra o un pastel de verduras, según el día, y de segundo me inclino por una riquísima lasaña de carne. Como solo en la terraza. Esta ausencia de compañía es deliciosa en alguien proclive a la misantropía.
“Antonio, dueño de una pizzería, me cuenta que pagó 2.100 euros de luz en agosto de este año, tres veces más que hace un año”
Antonio me cuenta que pagó 2.100 euros de luz en agosto de este año, tres veces más que el mismo mes de 2021. No ha repercutido la subida en el precio del menú. “Los clientes no lo entenderían”, asegura. Confía en que le llegue una ayuda oficial para amortiguar el sobrecoste de la energía. También se queja de la subida de las materias primas, especialmente del aceite. Sobrevive gracias al colchón del verano y a la faena de los fines de semana.
Antonio ronda los sesenta años, es alto y delgado, fuma mucho y gasta barba de tres días. Lleva gafas como yo. Regenta el negocio con su mujer. Es la cortesía personificada; nunca se apea del usted, lo cual es insólito en un país de cabreros como España, y que me perdonen los cabreros si alguno lee este artículo bienintencionado.
Fotos de un bar de La Manga que recuerdan la nevada caída en la costa murciana en 2005. Foto: JAVIER CARRASCO
Le cuento que soy profesor —aunque, bien mirado, debería haberle dicho que me pagan por ser animador sociocultural— y se interesa, sorprendentemente, por mi profesión. Recuerda los aciagos días de la pandemia, en que pasó muchas semanas con el establecimiento cerrado. Cuando le permitieron servir comidas a domicilio, sintió un alivio. “Me vino bien para el ánimo. Otros no aguantaron y cerraron”, dice.
Martín opina como Antonio: con la pandemia comenzó a pudrirse todo. “Fue el Pater Noster”, dice, poniendo los ojos en blanco, este andaluz guasón que lleva más de cincuenta años en Murcia. “En mi tierra soy un forastero y aquí un conocido”, bromea. Cuando me sirve cada plato sabe, por experiencia, qué tipo de cliente soy y me da la coba que preciso y necesito. Es un viejo zorro del oficio. Quedan pocos como él.
A raíz de la pandemia las empresas dejaron de pagarles la comida a los obreros, recuerda Martín. Ahora, como mucho, se toman un café. Se traen la comida de casa. “Cuando el pueblo sufre, los negocios padecemos. Cuando a la gente le va bien, a nosotros también”, dice. Su bar abre a las seis y media de la mañana “para dar un servicio”, añade. Por la tarde cierran.
Martín no quiere saber nada de política ni de los políticos. Apaga la televisión cuando aparece la cara dura un padre de la patria. “Este país necesita gestores y no políticos, gestores que cuadren cuentas”, afirma. El delicado momento español exige, por una parte, “arrimar el hombro” y, por otra, “mano dura”. Lamenta que los políticos se comporten “como niños” y “riñan entre ellos”. ¿Dónde hay que firmar para votarle?
La ministra Nadia Calviño. Foto: Javi Martínez/Pool
Martín dedica el tiempo libre a ver “películas de vaqueros” en la 13. Duerme cuatro horas, a lo sumo. En su bar hemos encargado muchas paellas en verano. Es un milagro que siga abierto, y yo soy el primero en celebrarlo.
Dentro del local hay fotos que recuerdan el día en que nevó en la costa murciana. Fue el 27 de enero de 2005, rememora el camarero sin disimular el orgullo. En una foto se ve el faro de Cabo de Palos de fondo. Martín tiene guasa y memoria, dos cualidades indispensables para manejarse en la vida.
He comido divinamente hoy, como un marajá: potaje de garbanzos y verduras de primero, lomo con patas y huevo frito de segundo, y arroz con leche de postre. Es razonable que no cene. Antonio y Martín me han contado sus verdades. Yo, que soy descreído a fuerza de desengaños, se las compro sin dudarlo. Estos dos hosteleros son los paganos de una gigantesca crisis, una estafa monumental que las señoras Montero y Calviño, astutas y arteras como su aterrador jefe, se esmeran en ocultar cada día, entre un torrente de mentiras, medias verdades y estadísticas.