La profesión de economista ha recibido diversas cornadas durante el transcurso del tiempo. Se ha calificado a la Economía de ciencia lúgubre, por lo que debería suponerse que sus practicantes arrastran una existencia taciturna o patética. Se ha dicho de esta ciencia que sólo es capaz de explicar con cierta solvencia el pasado, ya que sus previsiones muestran diversos rangos de inexactitud. Winston Churchill afirmaba que, cuando pedía opinión a tres economistas, recibía cuatro porque Keynes le proporcionaba dos. La reina Isabel II del Reino Unido, con ocasión de una visita a la prestigiosa London School of Economics (LSE), preguntó a sus interlocutores, refiriéndose a la crisis financiera de 2008: “¿Y no podrían ustedes haberla previsto?” Una no se sabe bien si inocente cuestión que perturbó los fundamentos de la LSE hasta el punto de provocar una amplia reflexión coral.
Los anteriores ejemplos podrían ampliarse por causas distintas; por ejemplo, recordando las severas críticas que recibieron algunos profesores estadounidenses de asentado prestigio, cuando se pusieron en relación sus fallidos análisis y opiniones con la recepción de importantes retribuciones procedentes de empresas financieras beneficiadas por el clima de opinión pública que su trabajo había generado. Una ausencia de transparencia que, en campos como la Medicina, se está combatiendo mediante el uso de una buena práctica: la de informar sobre la recepción de fondos que guarden relación con el fruto del trabajo investigador. Por aquello de que la mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo, no es lo mismo proclamar en un artículo científico las bondades de un medicamento que hacerlo indicando que su autor ha recibido financiación de la empresa farmacéutica. El científico puede ser una persona genial y honesta, pero esa ventana de información indica a la comunidad científica la presunta presencia de un conflicto de intereses y la conveniencia de ser doblemente cuidadoso en el escrutinio de los logros difundidos.
En el territorio de los economistas, la explicitación de los vínculos retributivos existentes con empresas, asociaciones o entidades públicas concretas también resultaría aconsejable porque, en ocasiones, los vínculos son continuados e, incluso, la especialización profesional conduce a que el economista forme parte de un sector u organismo específico ansioso de buena reputación. Un interesado romance que conduce al economista a una confusa mezcla de científico-consultor-experto que excita aún más las debilidades epistemológicas de la Economía como ciencia social; de hecho, la replicación de los trabajos publicados por la profesión suele tropezar con la ausencia de los datos empleados, siendo así que, estos y otros detalles, resultan absolutamente necesarios para validar las conclusiones obtenidas. Sólo una parte de las revistas académicas y una limitada parcela de la investigación institucional alimenta, de momento, esta higiénica costumbre. Un objetivo bien modesto, ya que a los analistas de mercados, receptores de grandes retribuciones por sus previsiones, parece que no se les puede reprochar sus errores, al menos en Estados Unidos: así lo consideraron las autoridades a partir de 2008, al aceptar la tesis de que sus trabajos profesionales tenían la consideración de opiniones, protegidas por la libertad de expresión.
A los aspectos éticos que pueden mejorar la calidad de la investigación económica se añade la identificación de los prejuicios y lagunas que se detectan en algunos de sus ámbitos. Resulta inevitable que una ciencia que analiza una parte de los comportamientos sociales no logre revestirse de la asepsia que se atribuye a las llamadas ciencias duras, por más que éstas dispongan de sus propias áreas especulativas. Los economistas no pueden situar su objeto de investigación bajo un microscopio ni acelerarlo o frenarlo para observar los mecanismos de incitación-respuesta que adoptan los agentes económicos. No existe el tipo de laboratorio que permite a la Física reproducir y controlar, mediante tecnologías sofisticadas, el movimiento de los átomos y de sus partículas elementales. O comprobar los resultados de la relatividad de Einstein mediante complejos observatorios.
La admisión de tales limitaciones no impide la adopción de acciones que eleven el ánimo y reputación de los economistas. En un tiempo en el que estamos contemplando cómo los psicólogos acceden al Premio Nobel de Economía, no estaría de más superar las simplificaciones de manual que nos clasifican como consumidores, empresas o gobiernos, atribuyéndonos, respectivamente, un desenfrenado y unidimensional afán de bienestar, beneficios u obtención de votos, cuando no un inconmensurable conocimiento sobre las entretelas de las decisiones que vamos a adoptar. En la misma línea de ampliar los horizontes de la Economía convendría discutir qué campos del conocimiento pueden coadyuvar a la construcción de una ciencia interdisciplinar. Aun aceptando que siempre existirán barreras metodológicas y teóricas importantes, la Economía no tiene por qué resignarse a experimentar un estado de permanente melancolía, mientras espera la aparición de un nuevo Keynes o de cualquier otro mesías laico que retire las vendas del desconocimiento actual.
Hace ya décadas que gente como Schumpeter recomendaba que la Economía no perdiera de vista a disciplinas que podían ampliar el diafragma de sus observaciones. En nuestro tiempo, la psicología, la geografía, la historia, la sociología o la antropología pueden ser campos de conocimiento coadyuvantes, aunque, quizás, no los únicos. Hay físicos que han estudiado la aplicación de los modelos de comportamiento de los terremotos a las crisis de los mercados, dándonos una pista sobre la conveniencia de rastrear los que, en principio, podrían parecer territorios desérticos para la Economía. Como meras especulaciones: ¿pueden ayudarnos otras ciencias a trabajar la Economía como ciencia del desequilibrio permanente, vistas las disrupciones tecnológicas y de otro tipo que se suceden y apoyan entre sí, la gravedad de las deseconomías ambientales y la intrusión de nuevos shocks exógenos? ¿Pueden hacerlo cuando la competencia es un supuesto en extinción y los mercados nacionales sólo sirven, y no siempre, para entender un pasado cada vez más lejano?
De otra parte, en el dominio empírico se cuenta con el big data y un volumen creciente de información que ya nos acerca, en tiempo real, a diversos grupos de transacciones y comportamientos, como las tarjetas de crédito o la geolocalización facilitada por los teléfonos móviles. Los datos de los registros de las administraciones todavía esperan una inspección cuidadosa que aísle aquellos de mayor provecho para evaluar y desarrollar las políticas públicas con un grado de ajuste que coincida con sus objetivos: lápiz en lugar de brocha gorda. Una parte de dichos datos abren sendas a la obtención de patrones procedentes de la explotación de los historiales clínicos si se las digitaliza para algo más que disponer de un archivo pasivo.
Se podrá decir que sólo se trata de avances instrumentales, lo cual no es poco en una ciencia donde, como se observa en nuestras facultades, falta poco para que algunos resguarden sus datos bajo tres llaves y la vigilancia de un agente de seguridad. Habrá, de igual modo, quien desconfíe de la simbiosis entre la Economía y otras disciplinas, adoptando la típica posición de rechazo de quienes, con la patrimonialización del saber económico existente, aspiran a detener la detección de su inseguridad o a proteger los ejercicios gremiales que aportan ese poder e influencia de rancio sabor feudal tan apreciado en departamentos y laboratorios.
Sea cual sea el caso, parece razonable que los economistas remuevan la profundidad y extensión de sus aguas territoriales, permitiendo el paso a nuevos afluentes y la progresiva formación de deltas y estuarios complementarios. Que, al revisar sus comportamientos, detecten los pinchazos éticos que les aquejan. Y, entre estos, que eviten esa frivolidad que les lleva a predicar recetas viejunas, portadoras de sufrimientos que afectan a las personas vulnerables. Que no cundan los economistas machos alfa, buscadores de la consideración y el agasajo monetario de los machos alfa de otros sectores, arrogándose, para ello, la defensa dogmática de las medidas económicas más contundentes y dolorosas para los pobres y las más livianas para quienes habitan en el polo opuesto. Una ciencia social, como la Economía, debe reconocer sus prejuicios; pero ello no impide que se aísle de los valores que conducen a una ciudadanía decente.