Comenzar las obras por el tejado resulta ser un deporte bien conocido en España. Lo mismo que abrazar el oso antes de cazarlo. La experiencia en estas habilidades parece que dispone de un nuevo campo de juego (o de batalla, según se mire) en la distribución de los recursos europeos extraordinarios, reciente y casi milagrosamente aprobados por el Consejo Europeo.
Se escucha ya el afinar de las hojas navajeras. Sobre los 140.000 millones de euros van a llover las mayores presiones conocidas en la reciente historia de la economía española. Sí, las Comunidades Autónomas van a estar en la primera línea del frente de batalla; pero también será bien abundante la compañía que compartirán: desde las necesidades del gobierno de España para completar sus futuros presupuestos a las de los municipios y, oído cocina, los ladinos andares de los muy diversos lobbies que pueblan la geografía de la M 30.
Lo paradójico es que todavía se ignora lo que resulta básico para el inicio del partido: las reglas de juego que fijará la Comisión Europea para la aceptación de los proyectos que aspiren a financiarse con el nuevo maná comunitario. Reglas de las que forma parte la concreción de lo aprobado por el Consejo, mediante los correspondientes reglamentos: una letra pequeña que, como bien intuyen los expertos en los fondos europeos, es capaz de cincelar moldes ingeniosos y sutilmente próximos a los intereses de la Europa del norte y centro del continente.
En el caso que nos ocupa, no estaría de más fijarnos en los países frugales y su reserva de supervisar, aunque sea de lejos, los proyectos presentados por los países del sur. De observar, asimismo, a otros países que, como Alemania, realizan una aportación neta considerable al nuevo paquete financiero europeo. El motivo de esta vigilancia es bien sencillo: las grandes líneas apuntadas por el Consejo Europeo quieren estimular un cambio en profundidad de algunos trazos estructurales de las economías menos productivos de la Unión; pero ello requiere de inversiones y tecnologías concretas cuyos principales proveedores puede que residan en las economías de los socios más avanzados.
Que la música envolvente de los grandes (y ambiguos) objetivos explicitados, -reindustrialización, sostenibilidad, digitalización, transición energética-, nos suene agradable y atractiva no debería evitar nuestra atención hacia una plausible expectativa de los países socios más ricos: que las economías mediterráneas y del este europeos utilicen la mayor parte posible de los nuevos recursos comunitarios para adquirir en sus mercados los productos que les permitan ejecutar los proyectos aprobados por la Comisión. Que el cambio del sur sirva también para revitalizar a la Europa más rica y fundamentar su propia estrategia de crecimiento.
Constituye, pues, una regla inevitable de prudencia la delimitación de los intereses valencianos prioritarios; un trayecto previo al ocupado por la habitual e incisiva batalla de cuánto nos toca como Comunidad Autónoma o al recorrido de la cansina pregunta sobre la cotización del poder valenciano en Madrid. Lo que realmente importa es acotar qué campos de nuestro modelo económico son los escogidos como precipitadores del cambio, porque ahora sí que pueden existir recursos para acelerar la llevanza de nuestra economía a la segunda década del siglo XXI. De hacerlo desde una visión progresista, en términos económicos, si resistimos la tentación del café para todos y para casi todo.
Es esta reflexión de fondo -¿hacia dónde queremos ir, qué imagen de futuro se dibuja en nuestras mentes cuando pensamos en la Comunitat Valenciana de 2030?-, la primera cuestión a debatir para proporcionar contenido y método a la cogobernanza, -ojo, no cogobierno-, anunciada por el presidente Sánchez. A este respecto, el latido de la productividad valenciana sigue el ritmo de una baja y crónica frecuencia y hacia su estímulo puede fijarse el rumbo de nuestra nave capitana, siendo conscientes de que hablamos de contenidos más que de continentes, de intangibles tanto como de tangibles, de proyectos generadores de nuevo empleo y de aquellos activadores de la productividad en los que la presencia valenciana todavía es sensiblemente débil, como la innovación empresarial.
Una vez acotado el terreno mejor identificado con la inserción de la Comunitat Valenciana en un escenario de cambio amplio y dinámico, será el momento de negociar su compatibilidad con los planes que emerjan del propio gobierno central. Un momento que medirá la resistencia del modelo de cogobernanza anunciado y cuya criticidad es máxima. No en vano, lo que se acuerde de puertas adentro, entre las partes domésticas, será lo que se inyecte en los circuitos de la Representación Permanente de España y de la delegación valenciana en Bruselas para que el contenido del marco legal regulador de los nuevos fondos proporcione amplitud de objetivos intermedios y flexibilidad en la elección de los instrumentos para conseguirlos. Esto es: que exista el mayor margen posible para que el contenido de las futuras inversiones valencianas y españolas genere un elevado valor añadido, atraiga empleo cualificado e impulse las tecnologías transformadoras tanto en las nuevas empresas valencianas como en sus actividades tradicionales.