Esta semana hemos podido asistir al espectáculo del estallido de los procesos de selección de líderes en Ciudadanos, partido que se presenta como máximo adalid de la transparencia. El espolón de proa ha sido la constatación de que en las primarias en Castilla y León la candidata de Albert Rivera, Silvia Clemente (fichada recientemente del PP, en una decisión más infausta que el fichaje de Lopetegui por parte de Florentino Pérez en pleno mundial), de la que surgieron diversos escándalos de corrupción y nepotismo en los medios poco después de su fichaje, había ganado con pucherazo. De manera que el partido rehizo las cuentas y dio por ganador al candidato alternativo a la apoyada por el aparato y por el propio Rivera.
Podemos pensar, malévolamente, que tal vez siempre ha ganado el candidato del aparato: lo hizo Silvia Clemente cuando aún no querían desembarazarse de ella y luego le han escamoteado su "victoria" al constatar que no convenía en absoluto hacerse con ella y con las sospechas al respecto de sus actuaciones pasadas. Las críticas y denuncias que han surgido después revelan que las irregularidades en las primarias de Castilla y León no son la excepción, sino tal vez la norma. Que en Ciudadanos, en definitiva, las primarias sirven para otorgar legitimidad a lo que ya sabemos desde el principio que va a suceder.
En España los procesos electorales internos en los partidos se han abierto paso con muchas dificultades. Como estructuras inherentemente jerarquizadas que son, los partidos han de incorporar una cúspide y un organigrama que organice y ordene el conjunto; que mande, en definitiva. El sistema electoral tampoco ayuda: un modelo de listas cerradas, confeccionadas por los partidos, con candidatos casi siempre desconocidos para la ciudadanía, cuya aparición en las listas (o posición en las mismas en puestos "de salida", es decir, que previsiblemente obtengan escaño) depende de su pertenencia a una "familia" con poder en el partido, o de tener un buen padrino, o sencillamente del divino dedo del amado líder.
En 1998, hace poco más de veinte años, esa dinámica comenzó a cambiar... En apariencia, al menos. El nuevo líder del PSOE, Joaquín Almunia, que había llegado a serlo merced al procedimiento habitual (el dedo del líder anterior, en este caso Felipe González), pensó que necesitaba algún refrendo de la militancia para legitimarse, y decidió implantar el procedimiento de elecciones primarias entre la militancia, con el objeto de escoger al candidato del partido para las próximas elecciones generales.
Para darle un poco de verosimilitud al asunto, el enfant terrible del socialismo español, Josep Borrell, decidió presentarse contra Almunia, contra el aparato del PSOE, y contra los designios de Felipe González. A todo el mundo le pareció muy bien, en apariencia, porque así se legitimaría del todo el proceso, cuando Almunia venciera a Borrell tras una emocionante competición interna, y ambos salieran fortalecidos de la experiencia. El diario El País incluso editorializó pidiendo ya un ticket electoral, con Almunia de candidato y Borrell de vicepresidente. Y el mismo día de las primarias el propio Felipe González publicó un artículo en El País para explicitar su apoyo a Joaquín Almunia. Por si acaso algún militante no se había enterado aún.
Y vaya si lo hicieron. Borrell venció. Contra pronóstico, y además con cierta claridad. Y ahí comenzaron sus problemas, claro. El aparato le hizo la vida imposible, El País se sacó de la manga un oportuno escándalo fiscal (como hemos tenido ocasión de constatar después, si hubieran esperado un poco Borrell les habría proporcionado escándalos mucho más verosímiles), Borrell dimitió y Almunia ocupó su puesto como candidato. Pelillos a la mar. Salvo que Almunia acabó, al final, aún menos legitimado que al principio del proceso.
En el PSOE se les quitaron las ganas de hacer primarias para escoger a su principal líder durante los siguientes quince años; tanto Zapatero como Rubalcaba fueron escogidos en sendos congresos. Sólo en 2014 volvieron a ese procedimiento, en las elecciones primarias que entronizaron por primera vez a Pedro Sánchez (el actual presidente ha vencido dos veces en unas primarias; la primera con el aparato y la segunda contra el aparato).
El divino dedo sigue siendo crucial, pero lo interesante del asunto es que a menudo es crucial en un sentido negativo; es tener el apoyo de determinados especímenes del aparato y conseguir un aluvión de votos... en contra. Pero, en el camino, el modelo de primarias se generalizó en el PSOE para escoger candidaturas en el ámbito local y autonómico. Y no sólo en el PSOE. Coaliciones como Compromís han encontrado en su sistema de primarias, con cuotas de género y para los distintos partidos integrados en la coalición, un eficaz mecanismo de autorregulación de las diferentes sensibilidades (a veces, muy diferentes) que integran el proyecto, así como para movilizar a sus simpatizantes. Y otros, que, como el PP, siempre han desdeñado las primarias, no han tenido más remedio que acabar subiéndose (aunque sea parcialmente) al carro.
Los nuevos partidos, que surgían en buena medida como mecanismo de respuesta ante la insatisfacción de la ciudadanía por el oscurantismo y el férreo control estructural de los partidos tradicionales, plantearon desde el principio sistemas de selección de sus líderes netamente democráticos. Pero eran sistemas que funcionaban como una ruleta trucada: siempre salía lo que quería el líder supremo, cuyo apoyo era totalmente determinante para que venciese un candidato u otro. Eso sí, aunque siempre ganaban los que decidía el líder, esto sucedía con total transparencia. Lo único que no cambiaba (si acaso, se extremaba) era el control piramidal, con mano de hierro, por parte del amado líder.
Ya hemos podido ver el someramente el caso de Ciudadanos. Pero pensemos en lo sucedido en Podemos, por ejemplo. Tras su selección netamente democrática de sus líderes y decisiones, en apariencia impecable, en las cuestiones verdaderamente importantes siempre figura la alargada sombra del líder. Se combina el afán democratizador que se supone que tiene el partido con un modelo de control centralizado que para sí lo quisieran PP y PSOE. Se vota todo, hasta las cuestiones más absurdas, como la conveniencia de que Iglesias y Montero vivan en un chalet en una urbanización para las clases acomodadas (como si el voto de la militancia permitiera eludir las implicaciones morales y políticas de una decisión así de incongruente).
Se vota muchísimo, pero sobre todo se vota para que salga lo que tiene que salir. La pulsión autoritaria de los liderazgos carismáticos y el afán jerarquizador de los partidos, al final, siempre nos llevan al mismo sitio: con primarias o sin primarias, con transparencia regeneradora o sin ella, con círculos asamblearios o sin ellos, en última instancia, si las cosas funcionan bien, siempre sale lo que el divino dedo del líder ha establecido previamente. Si las cosas van bien, el dedazo del que manda lo organiza todo según su conveniencia. Sólo cuando las cosas empiezan a torcerse, los resultados no acompañan, y el líder queda debilitado, es cuando ese ferviente compromiso con los mecanismos democráticos de selección interna que afirman tener todos los partidos funciona realmente. Es decir: cuando el partido funciona mal, las primarias funcionan bien. Y viceversa.
Por supuesto, el líder que llega al poder sobre la ola del frenesí democrático de la victoria contra pronóstico en unas elecciones primarias será siempre el primero en tratar de desactivarlas conforme ocupe el sillón. Después de todo, ahora que él o ella ha logrado la victoria en las primarias, la crisis y los problemas del partido ya están en vías de solución. Así que... ¿para qué arriesgarlo todo estúpidamente con más primarias? ¡Podría llegar otro líder distinto y echarlo todo a perder! Mucho mejor montar primarias para la tele, en ese caso; primarias-espectáculo en donde suceda lo que está previsto que suceda.