Gamba de Dénia, azulejo económico, manteles de papel y género fino. Es el Richard, y deberíamos tener uno en cada esquina
Había quedado con José Manuel Alcaide, capitán del Bar Richard, para ir al mercado -e intentar descubrir qué parte de su cerebro se activa para detectar el mejor género-, pero presa de quien sabe que le quitan el chipirón tope de gama, me dio plantón. Pues nada, nueve de la mañana en el Richard -que no Bar Ricardo-. Vamos para adentro.
Tulipas de cristal gordo colgando del techo; azulejos de apartamento básico del Perellonet; la portentosa plancha -amor eterno a esa plancha- al fondo del reducido local; a la derecha, un par de pequeñas mesitas vestidas con mantel de papel y a la izquierda, la imponente y desmedida barra. Tras ella, David Alcaide, hijo de José Manuel y María Consuelo. Alto, desenvuelto, con esa gracia del terrenal con la que te pone un café tocado, recibe órdenes de la matriarca, toma a mano una reserva para seis, marcha medio bocadillo de revueltito con patatas y te sonríe de eso que piensas: ¿simpatía de hostelero de raza o flirteo velado? Al caso, que David nos cuenta, sin dejar de bregar, la historia del establecimiento:
«Mi padre, mi madre -Maria Consuelo Peiró, menudas tortillas hace la santa mujer- y mi tío abrieron el local en 1980, luego se fue mi tío, y empezamos con esto del marisco, y entonces, vinimos mi hermano y yo a ayudar, aunque él ya no está. En los primeros años sólo hacíamos menú casero, pero empezamos a abrir por las noches introdujimos lo que es sepia, calamares, cositas de picar. Todo comprado de calidad, pero poca cantidad, por encargo… poquito a poquito, más género. Primero sólo los viernes, luego los jueves, que si te piden para el miércoles, los martes… la cosa se disparó, hasta que al final quitamos el menú porque la gente venía para el picoteo y el menú se nos quedaba allí. El picoteo se comió al menú».
Al Richard se llega por el boca a boca. Porque alguien te dice que en un bareto para 25 personas tienen unas navajas colosales de Cambados; unas alcachofitas a la plancha con sal gorda que mira, mira que es simple y cómo están. Ay cómo están. El género hecho género artístico y comprado a diario. «Todo lo compramos en el Mercado Central, tenemos nuestros puestos. Mi padre lleva desde 1980 yendo a sus sitios de confianza. Y A base de prueba y error, de fallos y algo de ojo, ha conseguido dar con los mejores, con los que no le fallan y tienen siempre calidad. Si le fallaban, cambiaba, hasta que al final ha conseguido encontrar a gente que trabaja como él, que quiere la perfección. Ahora sí, el de la carne, el de toda la vida: Andreu».
¿Y qué es la perfección? Que pases de la mousse de chocolate casera y te hagas un par de gambas más de postre. Su aroma en mis manos, más valioso que un Les Exclusifs de Chanel. La perfección también es el según mercado de verdad: «A veces chipirón no hay, o es demasiado caro. Pues no se pone y traemos puntilla. Aunque es difícil de conseguir, eh… Tellina, con cuidado, porque hay tellina que viene con mucha arena y lo de ponerla debajo del agua no funciona. Lo bueno de no tener carta es que no hay ninguna obligación». ¿Y con los vinos? Una colección bastante extensa en proporción a los metros cuadrados del local, con unos 23 fijos, tres cavas y los fuera de carta. Rotación, intuición y la opinión del respetable. Y todo, a un PVP más que sensato.
Hablamos de tiempos de cocción con el vástago de la familia Alcaide-Peiró: «Es a ojo. Eso te lo digo yo, a ojo. Todo el mundo le dice “¿cuánto pones las gambas?” Y él dice, “no lo sé”. Un día un chico le midió los tiempos y le preguntó por qué eran esos minutos y mi padre dijo, que ni idea. Siempre lo ha hecho así». En la memoria de Chelo está grabada la noche que vendieron más de cuatro kilos de gambas, una proeza cuando no se abre en fin de semana y caben menos de treinta almas.
Desfilan los primeros almuerzos de la jornada -bocadillos de embutido, de tierno lomo, habitas fritas con ajetes- y comenzamos el espinoso debate sobre el estado de la tapa en València. «Hay pocos que trabajen el producto como nosotros, y los que hay, son sobre todo restaurantes. Lo nuestro es una mezcla entre bar y restaurante. Se ha perdido ir a un bar y comer, no te digo chipirones, porque son una pasta, pero comerte unas bravas buenas, calamares de aro de toda la vida que estén aceptables… Es difícil conseguir, ché, algo medio. Tenemos el Aragón, el Rausell… pero son restaurantes, son más caros».
Qué razón tienes, rey. Clamo por dar con un bar con cuatro cosas bien hechas. Una ensaladilla clásica, sin espumas, pero con verduras frescas y cariño. Tortilla de bar, que no te cambia la vida, pero que es funcional -pocas cosas dan más felicidad que un pincho de tortilla a media mañana en plena bajona de azúcar-. Manteles de papel, manchas de aceite y buena voluntad.