Top doce

El Bressol

José Vicente Pérez

Lo de José Vicente Pérez en El Bressol es mucho más que amor por un oficio al que lleva vinculado toda su vida. Es devoción por el Mediterráneo y por los seres vivos que lo habitan. Su casa es un templo donde cada plato cuenta una historia y él tiene algo de Neptuno, guardián del mar y de sus tesoros

Dice que es un enfermo, un loco de su trabajo, pero creo que es justo lo contrario. Posee una sensatez poco habitual en el sector. La lucidez que le otorga el conocimiento profundo de ese carro de peces y mariscos que deslumbra sin pretender —a mí me deja embobada— logra sobre los que nos sentamos alrededor de su mesa un efecto sanador. El de despertar al milagro que supone tener tan cerca un ecosistema que nos ha moldeado el carácter como pueblo a lo largo de los siglos y reconocer ese mar del que abusamos demasiado y que nos regala joyas que aquí, en El Bressol, respetan como si de pequeños dioses se tratara.

La veneración que profesa José Vicente por el producto del mar comienza mucho antes de que este llegue a la cocina o a la sala. Él personalmente sale por las noches al acabar el servicio en su coche y recorre la Comunitat Valenciana  para elegir las gambas, el atún o el sepionet que al día siguiente coronarán una carta invisible que está moldeada por los pequeños pescadores y pescadoras con los que trabaja y que sentencian las mareas.

Hay un respeto supremo hacia el producto en este restaurante. La intervención humana es mínima. Se marcan solo por una cara las cocochas o el sepionet, no se excede ni un nanosegundo, como diría Tamara, la fritura de las ortigas de mar. No hay otro secreto que dejar que el pescado hable por sí mismo, desnudo, noble, con una sencillez que puede llegar a abrumar. Pero las cosas más bonitas son siempre las más sencillas. 

No solo hay producto despojado de artificio en El Bressol. Al marcharse el verano, a esta casa entran la cuchara y los guisos. Unas pochas con sepieta de bahía y morcilla o unas lentejas estofadas con pulpitos que se elaboran bajo el mismo precepto que cuando cocinan la urta o el cabracho. Poca intervención y máxima atención es el credo de José Vicente. Y lo cumple a rajatabla en esa sala de solo cinco mesas donde cada día se abre el telón para componer una sinfonía perfecta. 

La carta de champagnes es un sueño. En la última visita nos fue mostrando y explicando cada botella como el niño que cuando entras por primera vez en su cuarto va enseñándote sus juguetes con orgullo. Los postres también juegan en otra liga. La tarta de manzana es algo superior. Tiene clientes que van ex profeso a por sus dulces.

En confianza: El Bressol es de los grandes restaurantes de la ciudad, probablemente, el más desconocido o el menos popular.  Y es algo inexplicable que dice mucho de la ciudad en la que vivimos, que todavía valora poco la riqueza inmensa de sus aguas.


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Las cocochas de pescadilla son de otro mundo