En Alemania, después del nazismo, la II Guerra Mundial y la división de la Guerra Fría, hay una palabra, vergangenheitsbewältigung, que se emplea para hablar de cómo el país hace frente o intenta procesar el pasado. Es una acción que se relaciona a menudo con los cambios de nombres de las calles. En muchos países con pasado conflictivo este fenómeno todavía no está resuelto y España es uno de ellos
VALÈNCIA. En Madrid, por las calles Caídos de la División Azul y Comandante Franco -hermano del caudillo- pasaba frecuentemente cuando iba andando a uno de mis primeros curros. Creo que ahí siguen, porque los gobiernos de la capital se empeñan en que no pase el tiempo y rechazan toda evolución que no venga de la mano del dinero. Siempre me llamó la atención su existencia, porque me constaba que con la llegada de la democracia se había cambiado el nombre a muchas calles y esto era discordante. Al menos para mí.
En aquella época no había empezado a hablarse aún de Memoria Histórica, pero en Internet, que estaba en sus albores, había mucha actividad en foros sobre la Guerra Civil. Ahí fui tomando conciencia del asunto y comprobé que en mi pueblo, una pequeña localidad de Castilla y León, en una zona un tanto apartada de callejuelas estaba la calle del 18 de julio y todos los complementos. Allí no tardaron en desaparecer, pero en Madrid no.
Ramón Franco fue un héroe popular en la España de los años 20 por sus gestas como aviador, el famoso Vuelo del Plus Ultra. Sin embargo, cuando murió se encontraba en el bando sublevado y se dirigía con su avión a bombardear Valencia. Si damos un pasito más, podemos contextualizar esa breve línea biográfica viendo que, entre enero de 1937 y julio de 1938, se produjeron 72 ataques aéreos sobre Valencia con un saldo de 334 casas destruidas, 813 heridos y 451 muertos. Una campaña criminal o terrorismo de primer orden, como quieran denominarlo los expertos especializados en violencia política.
¿Es esto importante? Yo creo que sí. En el espacio público no se debería atentar contra la dignidad de nadie. El debate es amplio y quizá no sea sencillo en los casos más lejanos en el tiempo, pero con la historia del siglo XX no debería haber duda alguna de nada. Muy oportunamente, sobre todo ahora que este tema ha vuelto a la actualidad con el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera, la editorial Capitán Swing ha lanzado El callejero, de Deirdre Mask, que trata esta cuestión en varios países diferentes.
Inicialmente, el trabajo se puso en marcha para documentar un fenómeno singular del que no tenía ni idea. En muchos lugares de Estados Unidos, los ciudadanos no tienen dirección postal. La autora se encontró con una campaña en Virginia Occidental para que todo el mundo tuviera una calle y un número. Un problema porque esos vecinos no están igual de cubiertos por los bomberos y la policía si no pueden decir dónde viven exactamente. Tampoco se puede abrir una cuenta bancaria ni muchos otros servicios. Sin embargo, mucha población en esta situación prefería seguir así porque de esta manera se ahorraba las obligaciones, como muchos impuestos. Investigando, la autora descubrió que esa situación era la de la Europa del siglo XVIII y que hubo conatos de rebelión y protestas cuando se empezaron a nombrar las calles y a numerarlas. Ser localizable atentaba contra su intimidad. Más concretamente, les hacía fáciles de reclutar para la guerra.
En el caso que nos ocupa, destaca la polémica por las calles dedicadas a militares confederados en el sur de Estados Unidos. Allí se alude un doble significado de la Guerra Civil local. Para algunos, esos líderes sureños luchaban por la esclavitud. Para otros, era una cuestión de derechos territoriales. Sin embargo, cuando más monumentos se erigieron a líderes confederados fue cuando las leyes racistas de Jim Crow estaban en peligro. Entonces fue cuando empezaron a aparecer estatuas y calles por todas partes sin otro fin que el de afirmar la supremacía blanca. En España, el primero en tener "memoria histórica" fue Franco. Su legitimidad emanaba de La Victoria, y así lo recordaba su régimen recurrentemente. Especialmente, cuando su falta de apoyos sociales empezó a evidenciar que no continuaría mucho más. Eliminar la honra a todos los elementos relacionados con La Victoria pone de manifiesto que no tuvo justificación. Esa justificación es lo que está en el debate. Hay amplios sectores, porque no se trata de cuatro freaks ultras, que no solo consideran que la tiene, sino que trabajan para difundirlo y divulgarlo.
Con respecto a Alemania, un país que es ejemplo tanto de Memoria histórica como de lo contrario, al menos en otros periodos de posguerra que se citan menos, el ensayo habla de una serie de calles habituales tanto ahí como en Austria que eran "de los judíos", con esa terminología. Desaparecieron todas y había hasta pueblos "de los judíos".
Un detalle curioso de la importancia de las calles es una cita de Willy Brandt que tra el libro. El que fuera canciller, recordaba que, en 1933, cuando los nazis llegaron al poder con unas simples votaciones parlamentarias en una estrategia con apariencia de legalidad, en su pueblo ocurrieron dos cosas: empezaron los arrestos masivos y se cambió el nombre de las calles. Se legisló la prohibición de que hubiera calles con nombres de judíos. Mahler perdió su calle en favor de Bach, por ejemplo. En Hamburgo, donde se listaron las 1.613 calles que tenían nombres demasiado marxistas o demasiado judíos, no se salvó ni Heinrich Hertz, medio judío, el físico que descubrió las ondas electromagnéticas. Se quitó la placa con su nombre, aunque cita también que se siguió usando el hercio como medida.
Añade Mask que el poder de las calles no está solo en las alusiones u omisiones, sino que se trata de una herramienta de poder porque están continuamente en boca de todos. Describen el espacio inmediato: "Es como si el Estado te obligara a pronunciar esas palabras".
En los años de dominación soviética, es bien conocida que una de las mayores obras que se realizaron en Berlín fue Stalinallee, actualmente Karl-Marx-Allee. Había llegado el turno de la revolución y el callejero volvió a cambiar de arriba abajo. Con la caída del muro, es interesante lo que explica. Los ciudadanos del Este exigían el cambio de las calles porque consideraban que hacer visible que vivían en, por ejemplo, Leninallee, les identificaba inmediatamente como ciudadanos del Este. Un estigma en la reunificación, paradójicamente. En el lote, iban las calles dedicadas a comunistas combatientes en la Guerra Civil española.
Hanna Behrend, una profesora de origen judío que regresó a Alemania después de haberla abandonado huyendo de los nazis, se quejaba de que seguía en la misma calle. Habían cambiado la dedicada al antifascista Artur Becker, que murió en España, por una de un caballero de la Orden Teutónica que junto a otras hordas medievales había acudido a la conquista de tierras eslavas. Estos reemplazos, dice "a veces parecían una provocación deliberada". Como concluye la autora, hay una palabra alemana vergangenheitsbewältigung que se refiere a "pasado" y "proceso de hacer frente o de hacer las paces". Se emplea para describir cómo la nación asimila y afronta su pasado nazi y la división de posguerra. Su pregunta es pertinente ¿Se puede procesar el pasado? ¿Cuándo se deja de hacerlo?
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