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tejer y destejer / OPINIÓN

El carril de un peatón

Foto: KIKE TABERNER
6/12/2018 - 

Hace unos días, al salir en la calle de Colón de València por la puerta de la consulta del quiropráctico, estuve a punto de ser arrollada por una bicicleta que venía a toda velocidad por su carril, mientras mi semáforo estaba en verde. Mi columna vertebral recién ajustada se resintió de la finta que tuve que hacer para no ser atropellada, mientras el velocípedo y su conductor se perdían entre la multitud, sin darme tiempo ni a mentarle a sus antepasados cumplidamente. Ahora me entero por los medios de que una anciana ha muerto a causa de un percance parecido. A lo mejor he sido yo, pero no: aquí estoy, no sé por cuánto tiempo. Desde entonces, dicho carril y semáforo me ponen tan mosca que tardo el doble en cerciorarme de que puedo cruzar.

El tráfico valenciano del centro se está convirtiendo, por mor de las quimeras posmodernas del Ayuntamiento y de una idea errónea sobre la gran ciudad mediterránea, en un caos rico en cuellos de botella, amontonamiento de pasos de cebra redundantes, terrazas oceánicas que se extienden en amplitudes inverosímiles. Por cierto, atendidas por un personal escaso, estresado y que trabaja con contratos basura. Los ciclistas creen poder huir gracias a una misteriosa red de carriles invasivos, y a la versatilidad de sus máquinas esqueléticas, a las que se ha sumado un medio de desplazamiento para hipsters y pirados ridículo y peligroso: el patinete eléctrico, que puede circular por donde quiera. Entre unas cosas y otras, pasear o simplemente desplazarse a pie por el centro de València se está convirtiendo en un deporte de riesgo. No tardaremos en llevar casco, con normativa o sin ella, como medida de precaución.

Pasear o siquiera caminar sin mirar continuamente por dónde viene el peligro, y chocando además con individuos abducidos por la pantalla de sus móviles, rompe un fetiche que muchos amábamos porque nos permitía sentirnos humanos en la metrópolis deshumanizada. Nos referimos al flâneurismo, cuya filosofía aprendimos con Baudelaire, con Walter Benjamin y con los mejores urbanistas modernos, que intentaron unir armoniosamente la metrópolis con el ser humano. Trabajaron estos con las ciudades para diseñar o reconstruir artefactos a misura d’uomo. Parece ser que estas ideas están siendo mejoradas por nuestros ediles en un sentido muy creativo, pero que se revela inoperante para metrópolis de las características de Valencia, moderna y provinciana, con un centro extenso y unas vías de tráfico que más vale no tocar. El resultado es la ciudad a medida de bicicleta, de patín, de turista fugaz y depredador, de automóvil desquiciado, de escasez de zonas de aparcamiento, de carreras cortas en taxi cada vez más caras por culpa de los embotellamientos, de retrasos en el transporte público. Esta es la misura actual. Todo se alía para expulsar al peatón, al vecino, al flâneur, al paseante que no encuentra su ritmo ni su sitio o lo encuentra invadido.

Soy asidua a la catedral laica de València, es decir, al Mercado Central, único recinto que considero sagrado de mi ciudad. Llegar a él en taxi es una odisea. Pero es que luego hay que subir por las escaleras, antaño transitadas por compradores y compradoras con sus cestas y carritos, y ahora invadidas por turistas que comen paella revenida en cajas de plástico, manchando de grasa el monumento y dificultando el tránsito de los compradores. De nada sirve que la sufrida policía local se dé una vuelta por ahí de vez en cuando. Esto no es Italia, donde se come el helado en las escaleras de los templos. En el majestuoso interior del mercado de València, las bóvedas y cúpula hacen resonar las voces creando un espacio acústico propio, tan potente que sirve de refugio durante las mascletaes de las Fallas. 

Foto: EVA MÁÑEZ

Es un bálsamo para el espíritu pasear por sus naves, pero últimamente detectamos un cambio a peor también aquí, como en las calles. No vemos todavía bicis ni patinetes, pero percibimos un aumento de codazos y empujones de grupos que interrumpen el fluir del espacio. Se detienen a hacer fotografías de los puestos como si estuvieran en un parque temático o fueran a llevarse en el móvil los estupendos bodegones creados cada amanecer por los vendedores. No se puede pasear tampoco por el mercado, no es posible recrearse en su ambiente sonoro, en sus aromas, en sus colores ni comprar con tranquilidad o charlar con las pescaderas. Una barahúnda depredadora devora los pinchitos ofrecidos en los mostradores, bebe como si estuvieran en tabernas y se incomoda si te pones en tu sitio para comprar y les desmejoras el plano delante de una pila de fruta fresca indudablemente bella para ser vista paseando, no encerrada en el móvil.

No padezco turismofobia ni tengo nada contra nuestras autoridades municipales, pero me irrita que mi espacio no se respete y que la ciudad se engalane artificiosamente con tiestos y floripondios en las aceras delante de los portales de los restaurantes, en lugar de facilitar el tránsito de peatones y cochecitos de bebé. No me gusta València florida para los visitantes de un crucero que ni siquiera pernoctan ni el turismo de recuas que no se interesan por nada que no sea hacer el mayor número de fotos posible y comprar baratijas a modo de souvenirs en los bazares chinos. Hay que cuidar el patrimonio, incluido al paseante, al vecino en cuya acera puede colarse un patinete montado por un ejecutivo con traje y corbata porque es lo moderno. A mí en esto me gusta lo antiguo: mi espacio, mi libertad de andar o pararme donde me venga en gana, mi despreocupación de flâneuse.

Foto: KIKE TABERNER

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