NOSTÀLGIA DE FUTUR / OPINIÓN

El cierre de la universidad

15/08/2019 - 

VALÈNCIA. Como un terrible símbolo de su ensimismamiento, como bandera involuntaria de su distanciamiento de la ciudad que le da nombre, la Universitat de València está empezando a erigir una valla para ‘proteger’ el Campus de Tarongers de no sabemos muy bien qué. Tremenda miopía.

No recuerdo que una decisión de política pública —que es lo que hacen las universidades, aunque a veces actúen de otra manera— me haya cabreado tanto en tiempo reciente, posiblemente por mi cercanía emocional a una universidad y un campus donde estudié y trabajé. 

En un momento en que se discute la función (social) de la universidad —¿acaso de ha dejado alguna vez de hacerlo?— es relevante también hablar de los lugares, campus y facultades, que acogen sus usos pero que también tienen muchos otros. Una universidad que aspire a arraigarse en el territorio y a ser agente de su transformación debe ser una universidad también físicamente abierta.

La decisión de cerrar el campus nace obsoleta. Las universidades originales eran parte de los centros histórico y el funcionalismo urbanístico y la conveniencia militar las expulsó a los suburbios. Hoy en día muchas universidades vuelven a reclamar su centralidad urbana. Los nuevos distritos de innovación ya no son polígonos tecnológicos sino entornos urbanos densos, con diversos usos y atractivos a distintas horas del día. La diversidad y la mezcla son catalizadores del desarrollo económico. La universidad, por definición, debería ser abierta

Un campus como el de Tarongers, que ahora se cerrará desde las 11 de la noche, los sábados por la tarde y los domingos, servía de pulmón público para el disfrute de los vecinos de unos barrios con déficit de zonas verdes. Ahora estos se encontrarán con un muro que no podrán franquear. 

 

La decisión de cerrar el campus tiene un gran coste de oportunidad. El precio de licitación, superior a los tres millones de euros, es elevado. Esa inversión se podría haber utilizado para mejorar muchísimo el atractivo del espacio público y generar usos interesantes durante todas las horas del día para estudiantes y vecinos: juegos infantiles, zonas deportivas, quioscos, etc. 

Para tener algunos datos de referencia: todas las mejoras del espacio público y actividades culturales que se han desarrollado en el último año en La Marina de València (piscina natural, pista deportiva, barcos locos, conciertos de la pérgola, exposiciones etc.) han tenido un coste inferior al medio millón de euros. 

La decisión de cerrar el campus no resuelve nada. Los argumentos originales estaban basados en la existencia de botellón, una práctica que los mismos gestores reconocen que se ha reducido mucho. Afirman que el espacio público se podría degradar. La respuesta supone matar moscas a cañonazos, significa mirar hacia otro lado en lugar de diseñar mejoras entre todos los agentes universitarios y vecinos. 

Mientras muchas universidades buscan la manera de abrir sus campus y hacerlos más accesibles (por ejemplo, podéis leer esta serie de artículos, en inglés, en The Conversation), nuestra universidad ha tomado una decisión del pasado que además la hará más pobre social, urbana y, posiblemente, también económicamente. Una pena