VALÈNCIA. Una gran lona de plástico que cubre todo el escenario, un cuadro abstracto que bien podría ser un test de Rorschach, una pantalla que habla en primera persona del singular, un elenco de performers, el sonido pululando desde aquel lugar desconocido. Todo dislocado, pero todo encajado en un puzzle psicodélico. Parece incomprensible, pero no es más que el reflejo de nuestra mente, de cómo funciona nuestra imaginación, el campo de batalla desde que el mundo tiene poder, ficción y realidad. En la trinchera, El Conde de Torrefiel tiene munición: se llama Una imagen interior, y es una pieza resultado de meses de investigación sobre terreno (es decir, sobre escenario).
El reto se lo lanzaron algunos de los festivales europeos más importantes, como el Wiener Festwochen o el Festival d’Avignon; ellos contestaron al reto con una serie de experimentos previos, declinaciones, con las que pensar de manera práctica cómo iba a ser el puzzle completo que se podrá ver los próximos 2 y 3 de diciembre en Teatre el Musical. Las preguntas que se empezaron a hacer al principio de este proceso de investigación no solo no han obtenido respuesta, sino que se han expandido: “Esta dinámica de más preguntas que respuestas ha impregnado todo el proceso. El resultado de eso es una obra que es muy diferente a todas las que hemos hecho, que nos ha planteado nuevas formas de abordar el formato escénico”, explica Tanya Beyeler, co-directora de la compañía.
La voz de Beyeler y Pablo Gisbert han recogido, en este camino, lecturas (Mark Fisher, Ursula K. Le Guin, Genesis P-Orridge, Agustín Fernández Mallo o Reza Negarestani, por ejemplo), conversaciones, y los resultados de las declinaciones. Todo esto está diluido en un monólogo en primera persona a través de una pantalla: “Un yo que no tiene una edad, no tiene género, no tiene raza, no tiene clase, no se sabe quién es. Es un yo que pretende ser un nosotros. La gente pregunta si es Dios, si el autor… Pero es la apelación de un sistema a la subjetividad, un nosotros muy compartido. Esta decisión para nosotros ha sido todo un salto mortal”. Por eso las respuestas se esperan en la apropiación que haga cada uno.
“Sonido, imagen, movimiento y texto son dimensiones que tienen puntos de intersección, que son lo que permite que el público se enganche. La obra busca generar enganches, intersecciones, relaciones, a veces pequeñas fugas, derivas, pero siempre se vuelve de alguna manera”, explica Beyeler.
“Yo siempre digo que hacemos teatro realista porque en escena hay varias posibilidades. Hay varias posibilidades narrativas, que es cómo funciona un cerebro de una persona. Tú ahora mismo nos estás viendo, pero dentro de tu cerebro tienes otro discurso, otra narrativa. El texto tiene autonomía como autonomía tiene un cerebro. Y la escena tiene autonomía como autonomía tiene el mundo; y el paisaje exterior a la piel. De piel adentro hay una historia, y de piel afuera hay otra. Esta segunda historia, que es el paisaje, que es lo exterior, está afectada por sonidos, luces, ruidos, como una pieza de teatro. Pero el texto se mantiene autónomo porque no deja de ser una voz interior que genera un mundo”, desarrollan los dos autores.
“A partir de la capacidad de la imaginación, se crea el resto del mundo entero. Esta autonomía, ese texto que hay por dentro, que genera infatigable y constantemente imágenes, algunas de ellas son creadas fuera. Por eso hay este dilema entre aquello que se ve y la sensación de realidad”, añaden. Atraviesan, entonces, preguntas como: “¿Cuánto hay de realidad en la realidad? ¿Cuánto hay de real? ¿Cuánto es producido por mi emoción, por mi sensación, por los estímulos de fuera? ¿De qué está compuesta la realidad? En definitiva: ¿Cuán subjetiva es la realidad?
El origen de estas preguntas tuvo mucho que ver con la realidad pandémica, ahora superada. Pero la raíz del cuestionamiento venía de lejos y difícilmente se resolverá: “Estaba este virus que es invisible de alguna manera, y tú veías que tu escenario seguía siendo el mismo pero el comportamiento se alteraba aquello invisible. Obviamente, te cuestionabas muchas cosas. Las reflexiones acerca de cuán real es la realidad son muy antiguas, pero nos parecía interesante hacérnosla desde el medio del teatro, que es el medio de la ficción absoluta, el primer intento de realidad virtual”.
A partir de este cuestionamiento, no solo entra la conciencia personal, sino otra mucho más política: la batalla por la imaginación. No desde la frase panfletaria que reivindique la imaginación libre e individual. “La lucha por dominar la imaginación de los demás es en sí la historia de la humanidad. La historia de dominar el imaginario, dominar sus colores, sus emociones, su pasión, su amor, su identidad… El poder en la religión y la economía dominan el deseo de la imagen, y los artistas hacemos lo mismo. No apelamos a esa imaginación libre porque, de alguna manera, cuando esta pieza, a nivel de imagen, es muy potente y te arrastra, te domina; por lo tanto jugamos al juego de siempre”.
El intérprete como creador, el intérprete contenido
Si hay algo que atraviese toda la obra de El Conde de Torrefiel es precisamente el cuestionamiento de las convenciones de los elementos que construyen el canon teatral. En esta pieza en la que han de encajar tantos elementos, el de los performers es tan solo uno más. ¿Tan solo? El público está acostumbrado a que sea el elenco quien defienda el texto y haga brillar la obra. En Una imagen interior, su papel está contenido, pero en el proceso son, claro, imprescindibles. “Los intérpretes son paisaje como lo es la escenografía: son imágenes, son funcionales y sirven a generar una semiótica, básicamente. No tienen un poder de transmisión más allá de su movimiento. Pero en nuestras piezas el trabajo del performer es muy importante porque creamos con ellos. Estamos seis, siete, ocho meses creando a partir de la nada. Normalmente aparece un texto y un grupo de intérpretes desarrollan junto a nosotros toda una plástica. Forman parte del paisaje, pero ellos han sido los creadores del espectro”.
La rueda fue el primer paso para inventar Whatsapp
La escenografía, compartida con la declinación que ya se pudo en 2021 en el TEM, es una gran lona de plástico, que es el gran símbolo de nuestros tiempos, la huella del capitalismo, del usar y tirar, de la virtualidad. Junto al trabajo de Manoli García en iluminación, el LED y el plástico generan una sensación de pantalla; “genera una sensación de píxel, como si la imagen parpadeara porque es muy plana, muy bidimensional”, explica Gisbert. “El LED y el plástico son, de alguna forma, son el sota caballo rey del siglo XXI. Para nosotros era importante utilizar materiales lo más artificiales posibles porque no parece interesante hablar de la deriva de la virtualidad”.
¿Qué significa esa deriva de la virtualidad? “El ágora virtual que forma parte de nuestras vidas genera nuestras experiencias, nuestras relaciones, y también da forma a nuestros sentimientos. Tendremos que aprender a convivir entre nuestra realidad orgánica y nuestra realidad virtual. Es curioso pensar que nuestro pie o nuestro corazón funciona igual que hace un millón de años pero el cerebro ha cambiado radicalmente. Todo esto surge a partir de de la imaginación, del progreso tecnológico, que tiene que ver con cosas que hemos imaginado y hemos llevado a cabo. El proceso tecnológico es la facilidad de poder realizar cosas que pueden cambiar tu imagen mental. El invento de la rueda fue el primer paso del WhatsApp; buscan lo mismo: ir más rápido. Nuestra historia es la proyección de la tecnología a partir de la imaginación, pero ahora hemos hecho un salto en el que esta imaginación no se traduce a nivel material sino a nivel virtual”.
Una imagen interior ha sido el proceso de construcción de una catedral visual. Preguntas hechas, reflexión hecha: ¿cuál será la huella que ha dejado en El Conde de Torrefiel? “Ahora queremos hacer una pieza que también tenga la potencia de Una imagen interior pero con menos espectacularidad, que ahora mismo dudamos mucho de ella. Desde hace dos o tres años, los grandes programadores están reflexionando sobre el cansancio de la imagen. ¿Cuál es la diferencia entre el teatro y TikTok o Instagram? Hay una sobresaturación de imágenes y el teatro tiene que ofrecer algo diferente porque los otros medios, al ser más complejos y más actuales, siempre estarán por encima del teatro. El elemento clave del teatro no es la imagen sino el tiempo por la comunicación entre espectáculo y espectador”.
En tiempos de los audios al 1,5x, el teatro es el terreno ficcional que puede hacer el contrapunto de manera natural. “El resto es que la experiencia del tiempo pase por tu cuerpo, que es lo único que podemos ofrecer diferente a otras ficciones. Se está hablando últimamente de volver a una temporalidad que el resto de la tecnología del mundo ya no puede ofrecer. Ese es uno de los debates por eso estamos ahora pensando para la siguiente pieza y ese es uno de los temas a tratar: restar la imagen y dotarla de tiempo”, concluyen.