La imagen del rey emérito ha quedado muy deteriorada tras los últimos capítulos del culebrón ‘Corinna’. Lo que viene ahora, una vez pase la Covid-19, es saber cómo va a afectar a la figura de Felipe VI
VALÈNCIA. El coronavirus ha irrumpido en nuestras vidas como un meteorito. Ha cambiado profundamente los hábitos de toda la población, recluyéndonos en nuestras casas y obligándonos a adoptar todo tipo de medidas profilácticas y de distanciamiento social. Deteriorará, inevitablemente, la situación económica a nivel mundial, con millones de puestos de trabajo en juego en España, así como la prosperidad, o al menos la garantía de unas mínimas condiciones de vida, de la gran mayoría de la población. Ha puesto en riesgo la vida de miles de personas, y más aún merced al colapso del sistema sanitario. Y, en el momento de escribir estas líneas, a la espera (o, más bien, esperanza, que como es sabido es lo último que se pierde) de que aparezca algún tratamiento milagroso o de que el aumento de las temperaturas reduzca significativamente el impacto de la enfermedad Covid-19, todo indica que la cosa va para largo.
La pandemia está poniendo a prueba las estructuras de nuestra sociedad, a todos los niveles. También, y particularmente, al institucional. En España, pocos salieron bien librados del primer embate del coronavirus. Los gobiernos, a todos los niveles, lo trataron como una inoportuna molestia que no debía suponer cambio alguno en nuestras costumbres y forma de vida, sobre todo si los políticos percibían dichos cambios como medidas impopulares que podrían costarles votos. Véase el caso arquetípico de las instituciones valencianas con las Fallas.
También, una vez quedó claro que el coronavirus no podría detenerse fácilmente, tendieron a quitarle hierro al asunto. En este aspecto, es difícil igualar la irresponsabilidad del Gobierno, que, a pesar del ejemplo, claro y diáfano, de lo que estaba pasando en Italia, se resistió a adoptar medidas hasta que ya era evidente que no quedaba otra alternativa, y por eso pasó de casi nada a casi todo (un severo y estricto decreto que implantaba el estado de alarma) en unos días.
Tampoco es que otros gobiernos de nuestro entorno lo hayan hecho mucho mejor, salvo excepciones, y desde luego algunos parecen hacerlo aún peor. Pero el gobierno central podría aprender, hasta ahora, de administraciones españolas de nivel inferior, como la Generalitat, que afortunadamente, y tras la catarsis traumática que probablemente supuso la cancelación de las Fallas, se ha puesto las pilas y ha pasado a la acción, tratando de anticiparse a lo que viene (que quizás en el momento en que lean esto ya habrá llegado): la peor ola de contagios en la Comunitat Valenciana.
La excepcionalidad de la crisis puede disculpar o matizar algunos de los errores de nuestras administraciones públicas y gobiernos al cargo: todos ellos están teniendo luces y sombras en su gestión de la crisis. Pero pocos con más sombras, y menos luces, que la jefatura del Estado: la monarquía constitucional encarnada en la figura de Felipe VI. Justo en lo más duro de la crisis, cuando se estaba decidiendo el confinamiento de millones de personas, se confirmó la noticia de que Juan Carlos I, rey emérito, padre y antecesor de Felipe VI, había cobrado una comisión de cien millones de euros por intermediar en los contratos del AVE en Arabia Saudí, que a su vez se había dedicado a repartir entre sus acólitos: su examante Corinna Larssen (que es la que hace saltar la liebre, tras denunciar acoso y amenazas por parte del CNI) y una fundación en la que su hijo, Felipe VI, aparece como beneficiario.
Se trata de uno más de los asuntos turbios de dinero en los que ha estado o está involucrado el rey emérito, que durante décadas han tapado los medios españoles, no informando de ello o incluso vendiéndolo como ejemplo del valor del Rey como intermediario en todo tipo de asuntos beneficiosos para el país, pues al fin y al cabo hablamos de un contrato para una empresa española (¡y del beneficio para el rey emérito, ni hablamos ya!).
La figura de Juan Carlos I está enormemente erosionada. En menos de una década, ha caído del pedestal en que sus acciones positivas (indudablemente valiosas, pero muy remotas en el tiempo: de los inicios de su reinado) le habían ubicado, con la inestimable ayuda de un establishment español (políticos, medios de comunicación y empresarios) que urdió un eficaz cordón sanitario para que solo se hablara en positivo del Rey y de la institución monárquica; tan eficaz que incluso ahora, con un escándalo de tal magnitud, y con Juan Carlos I relevado de sus funciones, es un medio extranjero, el Daily Telegraph, el que está haciendo las revelaciones. Y que los partidos políticos, tanto del Gobierno como de la oposición, se han puesto de acuerdo en que no se puede juzgar, ni siquiera investigar, a Juan Carlos I, pues tiene una inmunidad que para nosotros querríamos tener respecto del maldito coronavirus.
Sin embargo, la inmunidad jurídica no otorga inmunidad en todos los ámbitos de la existencia. En lo que concierne a la reputación y credibilidad, la de Juan Carlos I ha quedado pulverizada, y la de su hijo, el rey Felipe VI, muy dañada, por varios motivos. El primero, que figuraba como beneficiario de la fundación de su padre, en una operación de cuantía muy superior a casi cualquier escándalo de corrupción del que se haya informado en España en las últimas décadas, y no lo hizo público; solo ha dado explicaciones un año después, obligado por las informaciones del Telegraph. El segundo, que su legitimidad para ocupar el trono proviene, fundamentalmente, de su padre. Y no solo porque sea su heredero, sino porque su padre fue quien consiguió granjearse los apoyos y la simpatía de mucha gente para otorgar fortaleza y credibilidad a una monarquía reinstaurada por obra del general Franco. Y, por último, porque el mensaje de Felipe VI a los españoles ante la crisis del coronavirus no solo resultó vacuo e ineficaz, sino que fue respondido con una contestación social (una cacerolada masiva) que dio cuenta del grado de hastío y enfado con la institución.
Ahora nadie está por la labor de revisar nada en profundidad, ni abrir debates que no tengan que ver con la crisis del coronavirus. Pero habrá que ver qué sucede después con la monarquía española y con Felipe VI. Porque, aunque tenga inmunidad, como su padre, la inmunidad no lo es todo. Y porque, como es posible que, desgraciadamente, suceda con el coronavirus, la inmunidad con el ‘corinavirus’ no va a mantenerse para siempre. Tras unos meses, a lo sumo unos años, el asunto volverá a estar sobre la mesa, con un cordón sanitario de defensa de la monarquía más maltrecho y deslegitimado que nunca.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 66 de la revista Plaza