El gobierno de los seres humanos no es tarea fácil. Por mucho que sus integrantes obtengan, durante un número determinado de años, un mandato constitucional de inequívoca legitimación para fijar el rumbo de sus ciudadanos y dirigir su nave, lo cierto es que los gobernados no se dejan someter fácilmente y el mar por el que haya que navegar durante ese mandato puede venir más revuelto de lo esperado.
Conscientes de ello, nuestros gobernantes pueden elegir dar bandazos a lo largo de su legislatura, al calor de la opinión pública y de sus intereses de partido o dejarse, a su vez, guiar por los criterios de la ética.
Todo hombre nace con la conciencia de lo bueno y lo malo. La ética (del griego ethos: separar) no es, en definitiva, más que eso: la conciencia que permite distinguir lo bueno de lo malo. Esa ética no es absoluta, porque hay infinitas formas de ser bueno. Lo que resulta claro es que la ética (o la moral en versión latina) no es una mera costumbre (sino, nuestro Código Civil, en su artículo 1.3, no diría que la moral está por encima de la costumbre) ni tampoco es una cuestión de decencia o de decoro.
Bien es cierto que la concepción de la ética topa con la dificultad de su universalización, toda vez que las diferentes creencias y culturas mundiales entorpecen la implantación de esta universalidad y la convierten incluso en utópica (del griego ou-topós: ningún lugar). Pero por ser difícil y utópico en su total, no quiere decir que no sea necesario ni que -por lo menos- en sus líneas básicas, sean también imposibles.
Debe existir la forma de convencer a la Humanidad para que el aborto, la ablación de clítoris, la explotación infantil, el tráfico ilegal de armas, la indignidad de la prostitución, la privación a la mujer de su identidad a través de su rostro y un larguísimo etcétera, formen parte de un listado consensuado de actividades del Mal, ajenos a las culturas y a las religiones. Porque ningún Dios (cualquiera que sea aquél en el que los hombres crean) nunca ha mandado hacer tales cosas. Y lo mismo, con algunas excepciones, aquellas personas que manifiesten no creer en ninguno.
Buena prueba de ello es que –siguiendo los pensamientos de Confucio cuando decía “no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti o el propio Jesús (Mateo 7:12) cuando, transformando la oración en activa decía aquello de “haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti”– a nadie nos gustaría ser sujeto de un aborto, de una ablación, que nos forzaran a ir con la cara tapada y un largo etcétera. Así lo entienden la inmensa mayor parte de las personas, religiosas o no –pero con sentido natural de lo que es bueno– al margen de que determinados extremismos realicen interpretaciones espurias de aquellas.
El hecho de que esa ética pueda quedar reducida e, incluso, eliminada momentáneamente por la educación –como cuando se hacían sacrificios humanos en las civilizaciones antiguas– o que pueda también quedar muy reducida por la sempiterna tendencia del Hombre a auto-justificarse y a adaptar los principios ético-morales a sus experiencias vitales, no quiere decir que dicha ética no sea innata puesto que, salvo que concurran tales circunstancias y dejando al margen deficiencias psíquicas (psicopatía), todos los hombres nacemos ya con ese sentido natural de hacer el bien hacia nuestros prójimos, derivado de la semejanza que observamos con los que nos rodean.
La ética es tan importante que, incluso, sirvió de base para poder dictar un tribunal un pronunciamiento condenatorio, aún a falta de ley, como ocurrió en las sentencias dictadas por el T.I.M de Nüremberg con ocasión de la Segunda Guerra Mundial. Para finales de ese gran conflicto bélico, ninguno de los países implicados tanto en el conflicto bélico como en la shoah judía tenía tipificados en sus códigos penales los delitos específicos necesarios para condenar a esos ab-hominables (no hombres). Fue necesario acudir, como dijo el Juez Jackson, a “lo que repugna al sentido de las naciones civilizadas” para condenar, nada menos que a la horca, a dichos criminales.
¿Es ésta ética o moral algo trasnochado o caduco en una sociedad tan pragmática como la actual? A mi juicio no, pues permite además resolver muchos dilemas que se producen cada día. Hoy os traigo al debate dos de ellos de bastante actualidad.
El primero es sutil y hay que tener cuidado con él, porque un dilema ético, correctamente planteado, debe ser resuelto éticamente, no inteligentemente.
Estos últimos días, ha circulado por las redes sociales, un vídeo en el que se hace la siguiente reflexión: “Una vez me hicieron una pregunta muy engañosa durante una entrevista de trabajo y no he dejado de pensar en ello desde entonces: Estas conduciendo en tu coche en un día de tormenta. Pasas por una parada de autobús y ves a tres personas esperando allí. La primera es la mujer perfecta de tus sueños. El segundo es un viejo amigo que una vez salvó tu vida. Y la tercera es una anciana solitaria que luce muy enferma. Si solo tuvieras un asiento en tu coche, ¿A quién le ofrecerías un aventón? Pensemos en ello. Se trata de un dilema moral y ético que se utiliza actualmente como parte de una solicitud de empleo. ¿Recoges a la anciana en estado crítico y tú deberías salvarla primero? ¿Llevas a tu viejo amigo porque una vez él te salvó la vida y esta sería una oportunidad perfecta para que le devolvieras el favor? Sin embargo, ambas opciones te dejan sin la mujer de tus sueños.
El candidato contratado (de 200 candidatos), sin embargo, no tuvo problemas para responder. Simplemente dijo: “Le daría las llaves del auto a mi viejo amigo y le permitiría llevar a la anciana al hospital y quedarme a esperar el autobús con la mujer de mis sueños. Su respuesta me dejó sin palabras. Cambió completamente mi punto de vista… Las grandes ideas provienen de personas con visión a futuro que desafían las normas… en lugar de someterse a las limitaciones de los dilemas actuales. Y a continuación cita a Arthur C. Clarke cuando afirma que: “Los límites de lo posible sólo se pueden definir yendo más allá de ellos… en lo imposible”.
Este mensaje es bastante peligroso pues del mismo puede llegar a deducirse que los dilemas éticos no existen, porque la inteligencia puede superarlos. Lo ético, sin duda alguna, es salvar a la anciana. Los románticos como yo pensamos que, quizás de esa forma, mantendremos a un amigo de verdad y a la mujer que, además de ser la de mis sueños, sería la verdadera. Y digo que quizás, porque la ética exige que esa acción, en un principio, no se haga bajo el espíritu de recibir una contraprestación, pues eso sería también inteligente.
Pero, sobre todo, un dilema ético, lo que tiene que tener en cuenta es que debe ser resuelto atendiendo a la escala de magnitudes de sus alternativas en juego. Y aquí se ha planteado, recientemente y con ocasión de la crisis del Coronavirus, un dilema de una enorme envergadura ética: ¿Pueden prevalecer los intereses económicos sobre la vida humana? Así ha ocurrido, durante un tiempo, en el Reino Unido, en dónde, a iniciativa del Gobierno presidido por Boris Johnson, se han retrasado las medidas de confinamiento de la población por considerar de mejor condición la economía de la nación que la salud de sus ciudadanos en situación de mayor vulnerabilidad. Cierto es que, después, no han tenido más remedio que recular, pero no ha sido por razones éticas sino a la vista de la catástrofe que se derivaba de tal decisión.
Por desgracia, comienza a sospecharse que el retraso en la toma de decisiones de los gobiernos de los países del sur de Europa se ha podido hacer también, aunque sea indirectamente, con arreglo a esos criterios: por no hacer resentir la economía pues algunos economistas ya apuntan que los efectos económicos de esta pandemia van a ser incluso superiores a la última crisis financiera de 2008.
Esperemos, por el propio Bien de la Humanidad, que no se haga realidad la frase que W. Churchill le dedicó a Chamberlain a la vuelta de firmar con Hitler, en septiembre de 1938, el pacto de Múnich: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra”.
Una cosa puede adelantarse como evidente. La salud de los españoles está ya viéndose comprometida como consecuencia de este letal Coronavirus (y no sólo la de los mayores). Ya veremos qué pasa, además, en los meses venideros con nuestra maltrecha economía.
Al final, la vida demuestra que no hay nada más práctico que la teoría (del griego theorós: observación). Porque la teoría ayuda a fijar criterios en medio de una infinita casuística, cuando las decisiones aprietan y cuando los intereses en juego pueden llegar a ser de enorme envergadura. Este artículo quiere servir de reflexión. El criterio de un gobernante tiene que ser siempre, repito, siempre el ético, con independencia de los resultados que de ello se deriven. Entre otras cosas porque, difícilmente, la ética-moral va a producir resultados malos. Y, sobre todo, porque un criterio, ético o no, siempre es mejor que una falta de criterio o un criterio que sacrifique valores propios del ser humano.
Ni qué decir tiene si estas cosas pueden volver a repetirse.
José Luis del Moral Barilari es abogado, doctor en Derecho y socio de Del Moral & Barona Abogados