La diversificación puede, incluso, considerarse como un fin en sí mismo pero no sabemos a ciencia cierta qué productos y tecnologías liderarán el proceso de crecimiento futuro
Cada vez es más frecuente (por fortuna) encontrar en los discursos de los responsables políticos alusiones directas a la necesidad de diversificar nuestra estructura productiva, y no sólo a la de mejorar la que ya existe. No les faltan razones para ello; en aquellos territorios en los que la base industrial es relativamente escasa, o bien, en los que alcanzando ésta niveles aceptables, su especialización sectorial se concentra muy mayoritariamente en procesos productivos de baja intensidad capital/trabajo, y/o de escaso valor añadido, la ampliación del tejido productivo hacia otras actividades de mayor intensidad de capital o de mayor contenido tecnológico, resulta un objetivo deseable, si lo que se busca es mejorar la productividad, elevar la calidad de los puestos de trabajo, y, en última instancia, aumentar la renta per cápita de la población que reside en el territorio afectado.
En cierto modo, la diversificación puede, incluso, considerarse como un fin en sí mismo, en la medida en que, al comportarse el crecimiento económico a largo plazo de manera bastante aleatoria e impredecible, nunca existe la certeza de saber cuales serán en el futuro los productos, servicios, o tecnologías que liderarán dicho proceso de crecimiento. Ni lo sabemos ahora, ni lo sabíamos en el pasado, unos años antes de que comenzara esta última nueva etapa del desarrollo global basada en el conocimiento.
Y a aquellos que alberguen dudas al respecto, y tengan edad para ello, les sugiero que se trasladen mentalmente a la España de principios de los años 60, y se observen a sí mismos con su Seat 600 recién estrenado, su primera lavadora semiautomática, su primera nevera alimentada por electricidad, su primera televisión (Phillips, de pantalla curva) emitiendo en blanco y negro, o su voluminosa, e inacabable, enciclopedia Espasa ocupando la mayor parte de los estantes disponibles en su sala de estar.
Ninguna familia media española de la época, a quien se le preguntara cuales serían sus condiciones de vida, o el contenido de su cesta de la compra, 40 o 50 años más tarde, hubiera imaginado que ésta estaría compuesta por un sinnúmero de bienes y tecnologías que no solo no existían entonces, sino que ni siquiera, en su versión más optimista, hubiera podido atisbar en el horizonte lejano. Correos electrónicos, whatsapp, teléfonos inteligentes, mandos a distancia, trenes a 300 km./h., cajeros automáticos, códigos de barras, información on line, imágenes en alta definición, impresoras 3D…, son solo algunos de los instrumentos que ahora forman parte insoslayable de nuestro hábitat cotidiano. Literalmente, estamos en otro mundo. ¿Cómo entonces podríamos responder con cierta solvencia a la pregunta acerca de cuál será el contenido preciso de nuestra cesta de la compra estándar dentro de medio siglo, para decidir, a continuación, qué tipo de sectores o actividades nos conviene impulsar ahora? Créanme, no hay manera.
Como ocurre en los juegos de azar, cuantos más apuestas, más alta la probabilidad de acertar
Lo que, inevitablemente, nos lleva a la siguiente pregunta: ¿podemos hacer algo al respecto? La respuesta es sí, y su contenido, asimismo, bastante simple: diversificar (en el mayor número de actividades y en todas direcciones que sea posible). Porque, si bien es verdad que no sabemos a ciencia cierta qué productos y tecnologías liderarán el proceso de crecimiento futuro, sí sabemos que, como ocurre en los juegos de azar, cuantos más apuestas hagamos, más alta será la probabilidad de acertar el número ganador. Y, por tanto, que, cuantas más actividades distintas florezcan en un determinado territorio, más probabilidades habrá de que su desarrollo acabe siendo sostenible en términos económicos.
Dicho lo cual, afirmar que la diversificación productiva es un asunto que únicamente tiene que ver con los nuevos emprendedores y el surgimiento de las llamadas empresas de base tecnológica, ajenas en gran medida a la tradición productiva de un determinado territorio, es una tesis, cuando menos, incompleta. Existe otras muchas formas de diversificar una estructura productiva dada, sin que ello suponga, en principio, una ruptura radical con aquella, y que, sin embargo amplíen sustancialmente el abanico de nuestras apuestas futuras.
Me refiero, por ejemplo, a todas aquellas actividades que aún teniendo su origen en ciertas manufacturas tradicionales, acaban por “independizarse” de aquéllas con el tiempo, formando un nuevo nodo productivo con vida propia y ramificaciones en otras direcciones no contempladas inicialmente. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en el caso de la industria cerámica de Emilia Romagna, en la que el peso de la producción de pavimento en el PIB regional ha ido reduciéndose en términos relativos respecto del de sus principales proveedores, los productores de hornos de monococción; de tal modo que en la última década, Italia, se ha permitido el lujo de ceder crecientes cuotas de mercado de pavimento cerámico a sus competidores, a cambio de venderles su propia maquinaria y tecnología, sin las cuales, paradójicamente, ello no hubiera sido posible.
Obviamente, la diversificación “aguas arriba”, desde el pavimento cerámico, hasta la producción de hornos para producirlo, hacen de Emilia Romagna un territorio más fuerte en términos dinámicos, puesto que su futuro ya no depende de un solo sector, sino, al menos, de dos. Cosa que, a nosotros, por ejemplo, no nos ocurre, con la notable excepción del subsector de fritas, esmaltes y colorantes que aún hoy mantiene una importancia estratégica diversificadora nada despreciable.
El éxito en la diversificación no sólo depende de las nuevas actividades de innovación
Y lo que ha ocurrido en la cerámica, también ha ocurrido en el calzado, generándose a través del tiempo un importante sector de producción de maquinaria e industria auxiliar que se ha independizado en gran medida de su núcleo matriz originario, formando su propio cluster industrial. Un proceso similar, por cierto, al que ha tenido lugar en el territorio ocupado por triángulo alicantino del juguete por excelencia (Ibi, Onil, Castalla) con el surgimiento de una potente manufactura de transformados plásticos y metálicos, ligados inicialmente a las actividades de moldes y componentes para el juguete, que, sin embargo, debe considerarse ya como un “sector” en sí mismo. O al ocurrido en el Alcoià y la Vall d´Albaida con la aparición de la industria de textiles técnicos, muy ajena al uso de las tecnologías tradicionales empleadas en la hilatura y en la tejeduría, pero inexplicable si olvidamos sus orígenes históricos.
En ocasiones, incluso, esta diversificación por extensión de un cluster tradicional, rebasa las “fronteras sectoriales”; como muy acertadamente, puso de manifiesto M. Porter al analizar el desarrollo del cluster turístico-vitivinícola de California, que tantos ingresos de actividades “impropias” está proporcionando a los propietarios de las bodegas que componen la ya famosa Ruta del Vino.
Concusión: La diversificación es una apuesta necesaria, para garantizar el desarrollo sostenible de un determinado territorio, pero el éxito en la diversificación productiva y tecnológica no depende exclusivamente de las nuevas actividades de innovación radical que puedan ponerse en marcha (empresas de base tecnológica), también depende de la capacidad para extender y fortalecer otras actividades, ligadas inicialmente a sectores ya existentes, pero que pueden alcanzar, con el tiempo, una autonomía productiva suficiente como para generar nuevas alternativas y posibilidades de crecimiento. Diversifiquemos, pues, pero hagámoslo en todas las direcciones posibles. Recuerden: cuantas más apuestas hagamos, más probabilidades tendremos de obtener el premio.