La moda de los bares de cereales ha alcanzado València, donde lejos de ser una trampa para ‘hipsters’, seduce a un público adolescente indolente al chute de azúcar y hambriento de likes
VALÈNCIA. Mi infancia es un lugar donde no hay espacio para los tazones de cereales. Apenas un puñado de Chocapic con la complicidad de mis primos, una cucharada de Frosties cuando dormía con mi mejor amiga. Ya en la adolescencia me aficioné a los Dinosaurus de chocolate en un alarde de rebeldía. Mi madre siempre me preparaba la leche con cuatro galletas María, por lo que mis recuerdos no son compartidos con quienes crecieron rodeados de cartones coloridos antes de irse al colegio. Una singularidad de los Kellogg’s americanos, pero también de los Nestlé europeos, que al parecer se prodigaban más en tesoros secretos con forma de juguete. Con el tiempo he conocido a desayunadores profesionales, y me permito afirmar que quien fue de cereales siempre será de cereales.
Es posible sacar a la luz semejante confesión, incluso recuperar las sensaciones más entusiastas de la memoria, levantando en público la cuchara. Hasta València ha llegado la moda de las ‘cereal bars’ (o barras de cereales, que es el término mundano), donde ofrecen un centenar de variedades de estos productos. Si hace dos semanas la cadena Cereal House inauguraba su primera franquicia en la Avenida de Francia, ahora es su rival Cereal Hunters Café quien promete instalarse en la calle Conde de Salvatierra. Cuentan con cinco y dos establecimientos en España respectivamente y arengan colas kilométricas de clientes en Madrid, aunque la moda procede de capitales anglosajonas como Londres o Nueva York.
Apenas unos días después de la apertura de Cereal House en València, a la que asistió toda la chavalada de las inmediaciones, me descubrí esperando en su puerta. Soy anticerealista confesa, pero me pillaba de paso, o algo así. La primera impresión sugiere que alguien se ha imaginado un dinner americano, tal vez con aires pin-up, pero su idea ha quedado reducida a bandejas rojas plastificadas. Cierto es que ni los manteles ni los asientos están a la altura del imperialismo estadounidense. Sin embargo, el mejor ejemplo de esta estética distraída es la carta, idéntica en todas las franquicias, con colores chillones, tipografía ilegible y alimentos voladores que sirven a un mismo propósito: exhibir la golosa oferta de bollería, smoothies y milkshakes, al tiempo que explican el procedimiento para que te preparen tu bol.
Primero se elige el tamaño (S, M o L) y el tipo de cereal, que puede ser nacional o internacional (pero ya que hemos venido…). Este paso determina el precio, que oscila entre 2’50 y 4 euros. Desde Lucky Charms a Hershey’s, la variedad de marcas amenaza con infartar a los indecisos, pero la chica que atiende en barra es muy simpática y se muestra dispuesta a ayudar. Después se selecciona el tipo de leche: de vaca, de avena, de soja, de coco… Si la quieres de colores, hasta le ponen colorante azul. En caso de que el resultado se quede corto para tus arterias, puedes añadir toppings, entre los que se incluyen nubes Marshmallow o Smarties de chocolate. Nos decantamos por estos últimos sobre un tazón de leche entera con Reese’s Puffs, cuyo sabor combina chocolate con cacahuete. Lejos de sorprenderme, me dio algo de bajón: me recordó a tristes noches sin nada en el frigo.
De perdidos, al río. Aunque las poptarts de chocolate y los donuts de Oreo hacen ojitos al comensal intrépido desde el estante superior, decidimos culminar la visita compartiendo un special bowl. Es fácil de definir: imagina todos los dulces del universo mezclados en un tazón, y ahí lo tienes. En concreto, el Instabowl se compone de Frooty Loops (esos maravillosos aros de colorines que parecen sacados del mundo de la piruleta), dos bolas de helado (de leche merengada y de fresa) y cobertura de Marshmallow. El resultado es de un maravilloso color rosa. Por supuesto, está bueno. Por supuesto, la digestión es demencial.
Las otras dos variedades de boles especiales son el Facebowl y el Snapbowl, azul y marrón respectivamente, en memoria de la identidad corporativa de sendas redes sociales. Su existencia revela otro de los pilares sobre los que se sustenta el negocio: la exhibición. Más que a comer, uno va a los ‘cereal bar’ a decir que ha comido. Vivir la experiencia no es tan importante como presumir de ella en redes sociales, siguiendo una tendencia que ya han consolidado celebrities, youtubers e influencers varios. La exposición pública ha llevado a que el público hipster, pionero en reparar en estos nostálgicos bares, e incluso impulsor de una estética que se ha ido pervirtiendo, ceda el testigo a una horda mucho más voraz de clientes. Los adolescentes veneran el matrimonio de la cámara con la cuchara.
Durante los tres cuartos de hora que permanecí en el recinto de la Avenida de Francia, presencié como al menos dos niños desayunaban en solitario. La infantilización vivida por el negocio tiene mucho que ver con el pronto acceso a las redes sociales, pero también con las familias que confunden los espacios de colorines con ludotecas para el descargo. En consecuencia no se plantean si los hábitos alimenticios que sus retoños están desarrollando al socializar en establecimientos fast food son saludables. Quienes hayan pensado que mi madre era tirana por no darme Estrellitas para desayunar, se han equivocado.
La nutricionista Elisa Escorihuela revela que un desayuno saludable “no necesita de cereales de esos que venden en cajitas o con forma de animalitos, por muy cómodo que sea para el consumidor ponerlos en un bol con un poco de leche o yogur”. De hecho, la mayoría son productos que utilizan como base cereales refinados, desprovistos de la fibra saludable y con el agravante de los azúcares añadidos. “No solo es que engorden más o menos, sino que estamos acostumbrando los pequeños a tomar grandes cantidades de azúcar que en nada van a beneficiar a su salud en un futuro”, asegura la experta valenciana.
Más peligrosos si cabe son aquellos que se anuncian bajo una falsa apariencia de producto saludable. A menos que el etiquetado diga lo contrario, de integrales tienen muy poco. “Su contenido en azúcar sigue siendo muy alto. Por eso, aunque parezca un engorro, debemos acostumbrarnos a mirar las etiquetas. A mí me gusta compararlo a cuando tomas un medicamento”, defiende Escorihuela. Un disparate habitual es afirmar que estás a dieta porque cenas leche con cereales. Si ya es una bomba calórica por la mañana, imagina el efecto sobre tu cuerpo cuando te vas a la cama. Una idea que conecta con la reciente moda de hacer el brinner en las cereal bars; esto es, trasladar el desayuno a la cena, pero dicho con mucha tontería. Para aprovechar el tirón, Cereal House abre hasta las 22 horas.
"A esta chica no le daban cereales de pequeña y habla desde el resentimiento", pensarán muchos. ¿Significa esto que los cereales son el demonio? En absoluto, y además son una opción para el desayuno. “Están presentes de muchas formas en nuestra dieta (pastas, arroces…) y son la base de la alimentación de muchas culturas”, afirma la nutricionista. Ahora bien, más allá de los colorines, existen en el mercado opciones saludables, cuya preparación necesita más tiempo, como son los copos de avena, el mijo o el centeno. Ya puestos, ¿por qué no preparar muesli casero o apostar por las clásicas tostadas? Una rebanada de pan con tomate es un desayuno clásico y nutritivo; un huevo pasado por agua, un bol de frutas, queso fresco y un puñado de frutos secos es todavía mejor. Además, puestos a hacer la foto para Instagram, queda infinitamente más cool. #Breakfast