La cogobernanza se ha establecido para la gestión sanitaria de la covid y todo el mundo, con las excepciones de siempre, ha entendido que este era el procedimiento idóneo para afrontar una crisis de semejante calado. No ha importado que las CCAA tuvieran asignada la mayor parte de las competencias en materia de salud y la práctica totalidad de los recursos operativos. Ahora, cuando se desarrolla el proceso de ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia financiado por la Unión Europea, ¿seguirá existiendo una forma de actuar cooperativa y fluida entre las administraciones central y autonómica? Más allá de lo que tenga que ver con sanidad, educación y servicios sociales, en las que resulta obvio el protagonismo autonómico, ¿recordará el gobierno de España que las CCAA disponen de competencias que enlazan directamente con el desarrollo regional y la transición ecológica? ¿Será consciente y consecuente con el hecho de que, para llegar a las pymes, se precisa de interlocutores públicos conocedores del terreno? ¿Tendrá presente que uno de los objetivos del Plan Europeo, -la cohesión territorial-, reclama que las dos caras del dios Jano, -la sanitaria y la del anterior Plan-, conserven la mayor simetría posible?
Son preguntas suscitadas por la lógica de la cogobernanza como método y no como anécdota. Con mayor motivo, cuando el Plan europeo no pone fáciles las cosas a la administración central porque los objetivos perseguidos son más de transformación que de recuperación económica. Más de cambio estructural a medio y largo plazo que de bulliciosa creación de empleo a corto plazo. Más de intangibles que de raíles y carreteras.
Resulta cierto que la mutualización de la deuda necesaria para financiar los proyectos del Plan constituye un indudable avance respecto al pasado; pero ello no evita la permanencia de dos amenazas. Primero, la existencia de una condicionalidad que, aun siendo más ligera de lo acostumbrado, mantiene la obligación de asumir reformas de calado. El gobierno, de hecho, ha tenido que mostrar sus primeras cartas al respecto, por más que parte de su contenido se cobije todavía bajo un discreto silencio.
El segundo flanco es más sutil. Cualquiera que revise los principales objetivos perseguidos por la Iniciativa Europea observará que más de la mitad de los fondos previstos se destinan a proyectos sobre digitalización y transición ecológica. La orientación es loable, pero no impide apreciar la distancia existente entre los países mediterráneos, -incluida España-, y los del centro y norte de Europa. Favorecidos por sus ventajas en investigación, capital humano, composición de su tejido empresarial, organización asociativa y conciencia medioambiental, estos últimos acogen tres ventajas: una facilidad mayor para concretar proyectos que encajen en las prioridades del Plan; un tamaño y cultura empresariales más idóneos para ejecutarlos, ya sea individualmente o en cooperación público-privada; y unos empleados públicos con formación y herramientas administrativas más avanzadas.
El gobierno español se encuentra ante una situación distinta. Alejado del aprobado europeo en materia de reformas estructurales, tendrá que soportar tensiones y hacer malabarismos internos para que los dineros europeos fluyan sin que, a lo largo de los próximos años, Bruselas le muestre tarjetas rojas o amarillas; un objetivo de contención para el que le interesa contar con el apoyo de las CCAA. De otra parte, la especialización productiva deseable para canalizar con facilidad los fondos europeos tampoco resulta favorable a España y, cuando existe, gravita con excesiva frecuencia en torno a grandes empresas; así se está poniendo de manifiesto en las respuestas a las Manifestaciones de Interés solicitadas por diferentes ministerios para disponer de una primera impresión sobre la tipología de proyectos que podrían presentar las empresas y otras organizaciones.
Ante la anterior situación, el gobierno central puede optar o no por ser coherente con las caras del dios Jano y, para ello, dispone de dos opciones. La primera, una orientación centralizadora, a la búsqueda prioritaria de grandes partícipes empresariales con abultados proyectos, autosuficiencia técnica y pronta capacidad de respuesta; una alternativa que suscitaría resultados no deseados: una participación empresarial globalmente mediocre, la frustración de las pymes, la reducción de la competencia en algún sector, el oscurecimiento de la eficiencia y la intensificación de las disparidades territoriales a favor de Madrid, Cataluña y el País Vasco.
La segunda opción, la que interesa a la Comunitat Valenciana y a la mayor parte del resto de las comunidades autónomas, es la que adopta una orientación participativa, coherente con un Estado compuesto en el que, una vez conocidas las líneas generales y comunes, se instrumenta su ejecución mediante un eficiente proceso de abajo-arriba que permite conocer e integrar los planes del mayor número de empresas, con independencia de su tamaño, ubicación territorial y proximidad a los centros de poder. Una alternativa que abunda en la capilarización de los fondos europeos y la activación de energías empresariales y públicas favorecedoras de la cohesión territorial.
¿Resulta posible tomar este camino? Depende de la visión del hecho territorial que predomine en el gobierno central, del éxito de los lobbies de las grandes empresas, reforzado a su vez por algunas CCAA, del grado de confusión entre prisa y eficiencia que anide en la administración central y, como siempre, de las actitudes de su propia burocracia. Pero, asimismo, en buena medida, depende de la reacción de los agentes empresariales de cada territorio: una capacidad de respuesta que se encuentra vinculada a la organizada difusión de la información pertinente, la detección de las necesidades y capacidades empresariales, ya sean individuales o compartidas, la concreción de proyectos tractores, la materialización de otras fórmulas de cooperación interempresarial y de colaboración público-privada y la disponibilidad de la infraestructura técnica precisa para la concreción y tramitación rigurosa de proyectos.
La anterior reacción no admite medias tintas ni sensibilidades algodonales: llegará tarde sin una generalizada e intensa llamada a rebato que, además de a las administraciones autonómicas y locales, concierne muy estrechamente a las asociaciones empresariales y cámaras de comercio, institutos tecnológicos, ingenierías, consultoras y organismos que, como la Agencia Valenciana de Innovación, universidades, hospitales y otros centros de I+D, han recorrido ya un camino de integración-cooperación con diferentes actores públicos y privados. Una respuesta que precisa ser lo suficientemente amplia como para neutralizar la mayor anemia de la empresa valenciana tras la Covid y la limitada experiencia acumulada en la colaboración público-privada: una fórmula que, en algunos de los campos posibles, se ha visto frenada por el lastre de la insuficiente financiación autonómica disponible para desarrollo regional y la ausencia de adecuadas reglas de juego. También, ahora, puede ser ocasión para superar inercias pasadas.