VALÈNCIA. Una de las leyendas urbanas más conocidas es que en el subsuelo de las grandes ciudades, en sus alcantarillas, viven grandes caimanes, algunos dicen que albinos, que fueron arrojados por el retrete por dueños irresponsables cuando sólo eran crías. Ha dado pie a toda clase de productos audiovisuales y novelas, y un escritor valenciano, Guillem López, incluyó uno en su novela fantástica Challenger.
Pero en las entrañas de València no hay grandes reptiles. Lo más grande que se ha encontrado en cuanto a animales es una cabeza de caballo que, que se tenga constancia, no tiene nada que ver con ninguna represalia mafiosa estilo El Padrino, y si cabe achacarlo más a la desidia y la dejadez de quienes la arrojaron por una alcantarilla. La realidad es más prosaica, lo que no es óbice para que tenga su cierta épica.
No se sabe bien qué habría sucedido si en febrero de 2017 los responsables del Ciclo Integral del Agua no hubieran reaccionado rápido ante el atasco que encontraron en el colector norte. La lógica invita a pensar que más tarde o más temprano se habrían dado cuenta; de hecho, la voz de alarma vino tras una inspección rutinaria a la zona visitable. Pero las consecuencias podrían haber sido peores. Infinitamente peores.
La batalla que emprendieron los técnicos, funcionarios y responsables políticos del alcantarillado de la ciudad de València, desde aquel día, que ha durado más de dos años y ha tenido un coste para las arcas municipales de 10 millones de euros, ha sido un tour de force agotador y extenuante, tanto que ahora que el colector está limpio desde el consistorio y desde Acciona Agua, contrata encargada del mantenimiento, han decidido dar un paso adelante para concienciar a la población. Porque ha sido una guerra de las que deja cicatrices, aunque no haya habido, por fortuna, víctimas. Y es hora de despertar conciencias. No puede volver a pasar, dicen en el Ayuntamiento de València.
Usar, tirar, atascar es el nombre de un documental que ha producido directamente la multinacional con apoyo del Ayuntamiento con el objetivo de difundirlo por colegios y centros formativos. Las imágenes que ilustran esta información proceden de él. Dirigido por Manuel Rossell y con la voz de Miguel Ángel Jenner, pretende servir para que la sociedad comprenda que lo que hay bajo nuestros pies forma parte de nuestra ciudad, y que también debe ser preservado. Y lo hace desde la experiencia de esta aventura con final feliz.
En él participan el concejal del Ayuntamiento y responsable del Ciclo Integral del Agua, Vicent Sarrià; el jefe de servicio del Ciclo Integral del Agua, Antonio Llopis; Carlos Espinosa, jefe de servicio de Acciona Aguas València; técnicos como Norman Ferriols; ciudadanos; e incluso viajan a Londres para entrevistarse con Andy Brierley, un directivo la empresa de aguas de Londres Thames Water que explica cómo se tuvieron que enfrentar a “hachazos” contra el fatberg más grande que hallaron en el subsuelo de Whitechapel.
¿Qué es un fatberg? Un juego de palabras creado a partir de iceberg, sustituyendo el hielo (ice) por la grasa (fat). El neologismo, que fue empleado por primera vez por los técnicos londinenses, se ha popularizado. Y es que estos tapones de grasa, estos fatbergs, compuestos de desperdicios varios, amalgamados todos por las tan traídas toallitas, compresas, condones, hilos dentales, son los verdaderos caimanes de las grandes ciudades. No son leyenda; son reales y están en todo el mundo.
Si el fatberg de Whitechapel saltó a la fama fue por sus 150 toneladas de peso y su compactibilidad, “duro como el de hormigón”, dice Brierly. Pero el de València, con sus seis millones de kilos, merece mención aparte y un lugar de honor en el podio de los monstruos reales. Primero, porque su tonelaje equivale aproximadamente a, por ejemplo 300 autobuses Volvo. Después, por su extensión, de más de dos kilómetros de largo, con tramos donde ocupaba más del 90% del espacio de la canalización. Y, por supuesto, por su resistencia.
Para poder acabar con él, con este engendro creado a base de desperdicios que fue alimentado por decenas de miles de ciudadanos inconscientes, padres de este Frankestein de la escoria, se ha tenido que recurrir a técnicos especializados con vehículos de limpieza de nueva generación, cuadrillas de profesionales que diariamente se jugaban literalmente la vida para sacar de ocho a diez toneladas de toallitas por jornada de trabajo.
Al frente de las operaciones se encontraba el ingeniero de Saneamiento del Ayuntamiento Jesús Ceniceros Rozalén, a quien se entrevista también en el documental. Es a él a quien le compete explicar la dimensión del problema, al detallar cómo el colector norte que había quedado atascado da servicio a más de la mitad del casco urbano, un 59% de la población, lo que le convierte en el intestino más importante de la ciudad.
Todo comenzó un día que se dieron cuenta de que “algo no estaba funcionando bien”, relata Ceniceros. Durante la revisión rutinaria mentada descubrieron que “había un alivio de aguas residuales al antiguo cauce del Turia” desde este colector. No tenía sentido, ya que estos alivios sólo se pueden producir en caso de lluvias intensas y no era el caso. Debían acercarse a ver qué era lo que sucedía. Comenzaba la gymkana.
El primer problema que se encontraron fue logístico. La salida al exterior de aguas pluviales del colector se encontraba hace dos años totalmente embarrada, repleta de cañas y lodos. Tras limpiarla y despejar el camino, se construyó una rampa que permitió a los técnicos bajar a la zona visitable.
Como los navegantes de la Nostromo en Alien, los primeros técnicos bajaron convencidos de que se iban a encontrar un enemigo menor. Así, Espinosa, de Acciona Agua València, explica que creían que era “una obstrucción de un colector secundario”. Estaban equivocados. “El problema era de unas dimensiones… considerables”, ríe Espinosa. Y su sonrisa es nerviosa, como la de los veteranos de guerra. Estuvo cerca, amigo; estuvo cerca.
El jefe de obra, Ricardo Alberola, comenta cómo, antes de empezar los trabajos, intentaron hacer desvíos del agua para dejar lo más seco posible el colector. No pudieron por completo, ante el caudal de agua que va por el colector, por lo que tuvieron que hacerse a la idea de que iban a trabajar con el agua circulando por el interior de las canalizaciones. Ya sabían que tenían un problema gordo y que no lo iban a tener sencillo para solucionarlo.
Las primeras imágenes que obtuvieron ya dentro de la canalización eran dignas de una película de terror. Se han incluido en la película pese a no tener una gran calidad, por su carácter de documento. Por todos lados, como restos de babosas, las toallitas lo invadían todo, brotaban del subsuelo del subsuelo, la galería de aguas residuales, y arrastraban consigo las aguas negras que se mezclaban con las pluviales.
Para complicar aún más la situación, el tramo donde se había producido el atasco era uno de los peores para trabajar. Convergían todos los inconvenientes: no había espacio, no había formas fáciles de acceder, y, además, estaba el hedor de las aguas negras, puro azufre, que provoca que la atmósfera “ahí dentro” sea “irrespirable”.
La lista de materiales que iban a precisar no hacía más que crecer. Bombonas de oxígeno, máscaras, ropas protectoras, maquinaria de dimensiones reducidas… Cada día las cuadrillas se reunían junto al contenedor de Acciona, con el Museo de las Ciencias de Calatrava de decorado, y hacían recuento. Si había más sulfhídrico, máscara y bombona de oxígeno.
Una vez extraídos los desperdicios, se trasladaban en camiones a la planta de tratamiento de Llutxent. Así, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Hubo un momento, durante el proceso, que las toallitas parecían la piedra de Sísifo; iban a estar siempre ahí, como una maldición de un dios cruel. Un año y meses después de empezar los trabajos, Ferriols confesaba a la cámara: “Parece que no se termina nunca”.
Se crearon nuevos accesos, más amplios, y arquetones para poder extraer desde el exterior partes de ese fatberg. Se fueron buscando soluciones porque, como confiesa Ceniceros, no había un protocolo, sino que hubo que inventar respuestas a cada paso. Era una guerra. Las toallitas, una guerrilla a la que no se podía hacer frente de forma directa. Sabían dónde estaban, pero no podían llegar hasta ellas. Optaron por ser efectivos, aunque fueran bastante más lentos, por seguridad. Mediante el método de prueba-error, intentaron con agua a presión, con aspiración… No bastaba. Iba a ser un trabajo de décadas.
La solución llegó de la mano de buzos. La empresa Up-Down se incorporó a los trabajos cuatro meses después de empezar la batalla. Acudieron a ellos, les buscaron para ver qué se les ocurría. Y quien tuvo la idea de contratarles acertó, porque fueron estos profesionales los que aportaron sugerencias que resultaron claves.
Relata su gerente Miguel Espinosa como la primera vez que bajaron al colector fue “una situación bastante crítica por el estado en el que se encontraba”. Buceador profesional, especialista en buceo en aguas contaminadas, tuvo muy claro desde el principio que el ambiente “corrosivo” exigía “medidas específicas”. “Era una situación límite; o empezábamos a trabajar pronto o todo se vertería al antiguo cauce del río Turia”, recuerda.
Con su equipo de ingeniería, Espinosa y sus hombres propusieron emplear motores de barco, pensados para condiciones de humedad como las del colector. Diseñaron maquinaria específica con estos motores para arrastrar las toallitas hasta las ventanas, donde los técnicos podían trabajar con las palas. Crearon un prototipo que funcionó bien. Diseñaron dos ingenios más a partir de ese concepto. Ya eran tres motores sacando toallitas, arrancando partes al fatberg.
El resto fue ya cuestión de tiempo. Gracias al apoyo del concejal Sarrià, a quien hace mención expresa Ceniceros en el documental, los técnicos tuvieron libertad para encontrar las armas que les han permitido derrotar a este caimán real que es el fatberg. El secreto de Sarrià, según Ceniceros, que “ha sabido escuchar”.
Dice Brierly en un momento del documental que si algo aprendió del fatberg de Whitechapel es cómo funciona la sociedad actual. “Los fatbergs se están volviendo más frecuentes y se están convirtiendo en un problema social. Representan la manera en la que vivimos hoy en día como sociedad moderna. Así que esto es algo que tendremos abordar y es algo en lo que tendremos que educar a las próximas generaciones en un futuro”. Si alguien quiere una enseñanza práctica, sólo tiene que acercarse por València y preguntar.