Boris Johnson lo tiene claro: nada como el egoísmo más primario, motor último de esa institución maravillosa que es el capitalismo, para tener buenas vacunas en cantidad. Y es que nos han contado hasta la extenuación, al menos desde la fábula de las abejas de Mandeville, eso de que en cuestiones de mercado y provisión de bienes y servicios los vicios privados derivan en virtud pública mejor que en cualquier otro ámbito.
Las estrategias de vacunación del Reino Unido, de Israel o de Estados Unidos, cortadas todas ellas por este mismo patrón egoísta, nos lo habrían demostrado, una vez más, a la perfección. Han acumulado vacunas compitiendo sin cortapisa alguna en el muy peculiar “mercado” que se ha generado y han pagado, ellos que pueden, casi cualquier precio para lograr una cantidad de dosis suficiente para tener vacunada cuanto antes a su población. Y como les ha ido bien habría quedo claro, de nuevo, que en ciertas parcelas de la vida no hay buenismo que rente ni mala acción sin su debida recompensa. Incluyendo eso de dedicar una ingente cantidad de fondos públicos a investigación básica por un lado, y a la creación de las propias vacunas en cuestión por otro, pero permitiendo luego con toda tranquilidad su apropiación privada.
Los beneficios del “egoísmo de vacunas” parecen indudables. Al menos, como pasa casi siempre con la economía de mercado y la desigualdad, a corto plazo. Pero igual a más largo plazo el cuento es un poco distinto. Lo saben bien los ricos de esos lugares que, a base de comportarse como buenas abejitas de Mandeville, y a diferencia de lo que ocurre con las colmenas en el mundo real, acaban por cargarse sus países y el pacto social hasta el punto de no poder salir de sus casas y barrios blindados si no van a otros entornos seguros o fuertemente protegidos. Que parece claro que a ellos les renta, a saber.
Ahora bien, óptimo del todo no parece. Y que no acabe pasando lo mismo con las vacunas contra la covid-19. Por ejemplo, si la estrategia egoísta de no inmunización de todo el planeta termina contribuyendo a la aparición de variantes más contagiosas o letales en países sin acceso a suficientes vacunas que luego se reproduzcan en otras partes del planeta. Sin embargo, como ya sabemos, ni nuestras instituciones ni nuestro modelo económico suelen estar demasiado pendientes de estas consecuencias a largo plazo. La mano invisible es así, cortoplacista.
Ya se preocupará alguien de lo que venga después por dejarla ir a su bola, ya sean consecuencias climáticas o de disolución del pacto social, ya sea un nuevo lío con alguna variante descontrolada de COVID-19. Si llega el caso, pues nada, ¡a volver a apostar por el egoísmo y producir nuevas vacunas, que a su vez generarán más riqueza privada y para las que, a fin de cuentas, de nuevo los países con más recursos estarán mejor preparados! Ande yo vacunado… ya pueden quejarse o llorar los pobres o los ingenuos altermundistas.
En este relato, o más bien en la ética subyacente al mismo, dado que las decisiones clave que nos han llevado a esta situación fueron adoptadas antes de constatar el “éxito” de países como el Reino Unido o Estados Unidos, se ha inspirado la estrategia de vacunación europea. Aunque con algunos matices y diferencias marca de la casa. Porque incluso para hacer el mal es necesario cierto talento, algo de práctica y, sin duda, no pequeñas dosis de desvergüenza. Como la del primer ministro británico, tan encantado de haberse conocido como de regalar dinero público a una empresa privada a cambio de obtener con ello los réditos políticos de poder alardear de éxito vacunando a gran parte de la población del Reino Unido. O la de Joe Biden, quien ha asumido enterita la muy de mercado y muy egoísta estrategia de vacunación de Donald Trump para venderla ahora como un éxito propio.
La Unión Europea, en cambio, no se siente demasiado cómoda fardando de su egoísmo y difundiéndolo a los cuatro vientos. Quizás precisamente por eso se le da tan mal jugar en esas ligas, porque predica una cosa no del todo coherente con sus acciones posteriores y luego son todo titubeos, dudas y líos. Conviene recordar que al inicio de esta crisis tanto la OMS como la propia UE, con el liderazgo moral de ciertos países, por ejemplo Francia -ah, toujours la France… ¿se acuerdan de cuando con la crisis económica de hace una década Nicolas Sarkozy explicó que para salir de la misma era preciso refundar el capitalismo o la cosa no haría sino empeorar y cómo a continuación se comportó Francia en la escala internacional y europea y el propio gobierno Sarkozy en su política interna?-, insistieron mucho en la ética asociada al proceso de vacunación.
Se incidía constantemente en que la prioridad había de ser la vacunación de toda la población del planeta, en que había que garantizar un sistema que pusiera en condiciones de igualdad a países con más recursos y a los menos favorecidos y en que lo importante para todos, a la postre, era garantizar en la medida de lo posible que la pandemia fuera detenida y no se reprodujera ni agravara, para lo cual resultaba esencial que todos los grupos de riesgo o que más puedan contagiar fueran vacunados con independencia de su origen o de en qué país vivieran.
El actual presidente de Francia, Emmanuel Macron, pronunció emotivos discursos sobre el tema y toda la UE parecía alineada con esas ideas. Se hablaba incluso de una estrategia pública de vacunación y de liberar las patentes, en su caso, para disfrute de toda la humanidad. Que había que lograr que la vacuna fuera un “bien público mundial”, decían. O, qué menos, que las desarrolladas esencialmente con fondos públicos debían quedar a disposición de todos. Qué cachondos. Un año después, más o menos, Macron y compañía -también España, por supuesto, donde el Gobierno Más Social de la Historia no pierde oportunidad de desmentir cualquier esperanza que pudiera albergar uno sobre ellos- votaban en la OMS contra plantear mecanismos para buscar, aunque fuera parcialmente, la apertura de las patentes en cuestión.
En fin, que quizás es esta contradicción entre lo que dicen siempre en público, las ideas y la ética que nos venden y lo que de verdad acaban haciendo luego en la práctica, al revelar una incomodidad de fondo con el modelo, lo que hace que luego las autoridades europeas no sean capaces de seguir la senda del egoísmo privado propio del mercado con tanto “éxito” como sus colegas anglosajones. O a lo mejor es sencillamente que quienes meritocráticamente pueblan los despachos en cuestión no son muy competentes y ya está; explicación que cada vez que uno ve, lee o escucha a los eminentes euroburócratas que desde España enviamos a Bruselas no puede menos que reforzarse.
Pero el caso, sea cual sea la razón del desastre, es que a estas alturas ya sabemos cómo ha resultado la estrategia de la Unión Europea de compra de vacunas de forma conjunta, en principio destinada a darle una fuerza negociadora enorme, dada la potencia económica, científica y poblacional que es la UE: pocas vacunas, no precisamente baratas, todo el dinero público dedicado a su creación regalado a empresas farmacéuticas privadas, ningún control sobre la producción de las empresas privadas del ramo y menos capacidad aún de producción por el sector público. Las previsiones de tener vacunada a toda la población adulta antes del verano de 2021 “e incluso más”, que se nos daban por seguras a finales de 2020, también sabemos a estas alturas que no se podrán cumplir. Las consecuencias sanitarias, pero también sociales y económicas, a la vista están.
Sorprendentemente, quizás con la excepción de Alemania, las consecuencias políticas en cambio no están siendo por el momento demasiadas. En parte porque no se habla mucho del tema, que mejor no tocarlo en exceso. En Francia, por ejemplo, conscientes como son de que su presión para que la UE comprara muchas vacunas a una alternativa francesa -ah… toujours la France!- que, de momento, ni está ni se la espera y que eso en gran parte explica el retraso a la hora de haberse podido aprovisionar en el mercado, andan calladitos mientras votan en la OMS a favor de no incordiar en exceso al mercado farmacéutico. Y en España, como sabemos, ni siquiera hemos tenido a bien comentar apenas el tema, ocupados como estamos con las cosas que de verdad importan, que creo que en estos momentos, a esta hora y a estas alturas de la semana, será Díaz Ayuso comiéndose unos churros mientras grita libertad al tiempo que los cerebros de Moncloa o de la izquierda alternativa preparan una estrategia de respuesta tan dudosamente brillante e ineficaz como políticamente irrelevante.
Como agradable excepción, hace un par de días Ximo Puig, en una actuación que le honra, se convirtió en el primer responsable político español en plantear el debate en torno a la necesidad de tomar acciones para liberar siquiera sea temporalmente las vacunas de sus patentes actuales y facilitar un mejor y mayor acceso a las mismas a todos, también a terceros países. Eso que al principio de esta crisis decíamos todos que era esencial, ¿se acuerdan? Como bien ha explicado el gobierno valenciano en la carta que ha remitido al Comité de las Regiones de la UE, alternativas legales para hacerlo, haberlas, claro que haylas. Ya lo explicaba hace unas semanas, por ejemplo, Carmen Rodilla aquí mismo. En cuanto el debate abandona los tópicos de siempre y se sitúa en coordenadas alfabetizadas queda claro que las posibilidades de actuación legal para hacer las cosas de otro modo no son pocas y que además hay una diversidad de enfoques y aproximaciones posibles que podrían ser perfectamente válidas. Cuestión distinta son las prioridades políticas. O las ganas de meterse en faena. Ahí radica quizás lo grave de los tiempos que vivimos, en los que impera la cómoda adhesión a los mantras del egoísmo y del “nada se puede hacer desde el sector público porque no tenemos capacidad”, cuando a la vista está que las cosas son manifiestamente mejorables.
Por ser algo más optimistas, también hay que señalar que la UE, con España a su rebufo, no han hecho todo mal en materia de vacunación durante estos últimos meses. Por ejemplo, y a diferencia de los países anglosajones, que han priorizado en ocasiones la vacunación por criterios de prominencia pública -el caso de EEUU, aunque se ha pasado de puntillas sobre el tema, es revelador-, o del cachondeo del mercado de vacunas para ricos que son las Monarquías totalitarias del Golfo Pérsico -ese faro de indecencia que alumbra a toda la humanidad, aliados estratégicos de España para tantas cosas, así como interlocutores privilegiados y compañeros de fatigas de nuestra Casa Real y sus parámetros de ética medieval al uso-, el establecimiento europeo de prioridades por riesgo y según criterios científicos ha sido un éxito, aun en el contexto de las insuficientes dosis recibidas. Y lo ha sido a pesar de habernos dejado llevar por esas consideraciones morales “buenistas” que tan poco gustan a algunos. Pero va y resulta que, a veces, actuando con cierta ética y decencia públicas, el resultado final no sólo no nos perjudica sino que nos fortalece. Como sociedad, por un lado, pero también desde un punto de vista utilitario en la lucha contra la pandemia.
Así, frente a quienes planteaban que había que vacunar antes que nadie al Rey y demás miembros de la Casa Real -los no vacunados ya en Emiratos Árabes, se entiende-, al gobierno, a los grandes empresarios y demás “referentes sociales”, se ha establecido, como en toda Europa, un sistema que ha dado prioridad a los más vulnerables y a aquellos que estaban o están en la llamada “primera línea”. Con pequeños fallos, algunas trampas y el considerable escándalo de que el Ejército se haya quedado con casi 50.000 vacunas al margen del orden establecido -intentando además que no nos enteráramos para garantizar que fuera vacunada sin escrutinio público alguno no sólo la primera línea en misiones internacionales o puestos de riesgo sino también quienes defienden el frente del campo de golf de Manises-, la estrategia ha demostrado ser la buena. Nadie es más que nadie, o no debería serlo, en una democracia. Menos aún frente a la enfermedad. Así que para combatir el riesgo de contraerla se responde con criterios médicos, por un lado, y de protección de quienes más en contacto puedan estar con la enfermedad, por otro, porque nos están sirviendo a todos y exponiéndose, a su vez, a un riesgo de contagio mucho mayor. Es lo justo, lo razonable… y lo que funciona. Una estrategia exitosa, por lo demás, que ha sido asumida por la población sin mayores problemas, incluyendo el apoyo mayoritario de las personas que no tenemos ni fecha prevista de vacunación. Porque cuando las reglas son justas es mucho más fácil comprenderlas y respaldarlas, más allá del posible cálculo individual egoísta.
Las estrategias ingenuas o buenistas, las que no siguen la lógica del mercado, las que no privatizan la vacuna, las que creen en la acción pública y en el universalismo, en contra de la retórica dominante, no nos debilitan. Tampoco lo habrían hecho si se hubieran empleado para producir más vacunas, como no lo han hecho a la hora de desarrollarlas. No parece casualidad que mientras la UE, con toda su capacidad científica e industrial, no ha sido capaz de desarrollar por sí sola vacuna alguna -con la excepción de la de la empresa alemana BioNTech que ha acabado siendo comercializada por la estadounidense Pfizer con los resultados conocidos- países como India, Rusia o China, con un mayor control sobre sus industrias farmacéuticas y una aproximación más pública a la cuestión, tengan todas ellas ya desarrollos propios en el mercado. Desarrollos que, además, en todos los casos, están ofreciendo a terceros países a precios mucho más ajustados.
Hay ejemplos adicionales de lo que supone una apuesta de verdad por la ciencia y la producción pública en ciertos mercados que obligarían a una seria reflexión doméstica. En España tenemos varios reportajes semanales sobre las fantásticas “vacunas españolas desarrolladas por el CSIC” -en esa línea de eficacia centralista probada, marca de la casa, al menos a la hora de emitir propaganda: hace un año iba a ser la primera del mundo y ahora va a ser la mejor de las mejores… si acaba llegando un año de estos-. Mientras tanto, en Cuba, un país con un PIB más de diez veces inferior al nuestro, y con menos propaganda, ya andan vacunando a cientos de miles de personas con dos tipos de vacunas propias desarrolladas por sus laboratorios públicos, teniendo tres más en camino. Las autoridades cubanas, además, han anunciado su intención de suministrarlas, a precios acordes al poder adquisitivo de cada nación, a varios países africanos o de América del Sur, así como su disposición a licenciarla para su fabricación en terceros países interesados a precio de coste. No parece, de nuevo, que en este caso una apuesta por lo público y por una visión más generosa para con otros países esté perjudicando, precisamente, a un país que en principio está en condiciones de partida mucho peores que nosotros.
En definitiva, el “egoísmo de vacunas” europeo y español, además de retratarnos como sociedades más bien cutres en el plano ético, no ha sido un ejercicio particularmente exitoso, mostrando bien a las claras que esa cutrez la exhibimos también en otros ámbitos. A diferencia de los que saben de verdad ejercer de egoístas sin complejos, la UE no ha logrado el objetivo de una vacunación ultrarrápida de toda la población. Pero, y sobre todo, en contraste con lo que han hecho otros países con menos medios, ha puesto en evidencia con su estrategia fallida cómo la exclusiva confianza en el sector privado, al menos para ciertas cosas y en ciertos momentos, acaba convirtiéndonos en rehenes de grandes corporaciones y mercados cautivos cuya lógica es la del reparto del botín en la Isla de la Tortuga.
Quizás haya que explicar ya que la forma de rentabilizar y transferir a la sociedad todos los avances científicos que se logran con dinero público no ha de pasar necesariamente por regalarlos al sector privado o incentivar su desarrollo alentando a sus creadores a que se queden con parte del lucro “transfiriendo” a la sociedad los resultados quedándose parte del beneficio. Puede que sea el momento de replantearse si a cambio de jugosas y cuantiosas subvenciones como las recibidas por las farmacéuticas para desarrollar vacunas se puede y debe exigir la liberación, aunque sea temporal, respecto del uso por todos de la solución encontrada. O de recordar algo tan revolucionario como que lograr vacunas con fondos públicos en centros públicos y a cargo de trabajadores públicos debería dar lugar a productos bien totalmente liberados, bien propiedad del sector público. Vamos, que a lo mejor hay que plantearse ya de una vez en serio, y no como los meros juegos florales macronianos del año pasado sobre los “bienes públicos universales”, cómo implicar en este esfuerzo a instituciones supranacionales y pensar también en cómo liberar las patentes ya existentes para producir a gran escala en beneficio de toda la Humanidad y no sólo prioritariamente para los europeos o los ciudadanos de naciones más desarrolladas. Y por último podríamos dar alguna vuelta a si estar en manos de estas empresas privadas para la producción, comercialización y distribución de fármacos es en verdad estructuralmente eficiente, pero introduciendo en la ecuación de la eficiencia muchos otros factores tan relevantes como normalmente desatendidos (seguridad, coste global, efectivo acceso a las soluciones farmacéuticas para el mayor número de personas en el mundo…).
Para empezar, y dado el fiasco de esta decidida incursión en un explícito egoísmo porque “las mujeres y los niños, pero sobre todo nosotros, primero”, que ha acabado convirtiendo a la UE en una institución desagradable e indecentemente insolidaria, pero también perjudicando a sus propios ciudadanos, podríamos analizar alguna de las múltiples soluciones que el ordenamiento jurídico contempla para, en situaciones de emergencia -y parece que ésta lo es un poco, ¿no?- adoptar medidas extraordinarias de liberación de las patentes, compensando debidamente si hace falta, pero teniendo en cuenta también la inversión pública realizada. Para, a partir de ahí, apostar por darnos de una vez los medios para facilitar una producción masiva de dosis, destinadas no sólo a los ciudadanos europeos, sino a los de todo el mundo. Porque, sencillamente, es lo que toca. Aunque nos costara mucho dinero, o más dinero, valdría la pena a medio y largo plazo, al hacer mejor el mundo. También aunque nos costara a los segmentos de población que no somos particularmente vulnerables ser vacunados más tarde que personas de riesgo o de primera línea de muchos otros países. ¿O es que en serio no pensamos que la manera en que hemos establecido prioridades internamente en España y Europa, y que nos ha parecido a todos adecuada y hemos asumido con gusto, debería corresponderse más o menos con el orden de vacunación a nivel mundial?