VALENCIA. A veces me pregunto qué hago yo poetizando la crónica de la sociedad valenciana cuando ya hay costumbristas dedicados a esta labor a los que sin duda no les preguntan como a mí: “Ah, pero ¿tú eres valenciano?”. Pero créanme que cada día que pasa me encuentro más cómodo en este quehacer. Tanto es así que el pasado domingo respondí al llamado de los tres patronos de la Fundación Toro de Lidia, el matador de toros Juan Diego, el ganadero Carlos Núñez y el empresario Manuel Martínez Erice y me interesé por esa cultura torera que integra diferentes sensibilidades. Eso sí, de lejos.
Me he dado cuenta de que en España hay un preocupante error semántico con la infravalorada palabra "cultura". Es un hecho común decir que existe una cultura del toro, una cultura de la pólvora o una cultura del bocadillo del almuerzo. En realidad se trata de arraigadas costumbres que sólo el cambio social puede alterar para mejorarlas y adaptarlas a los tiempos.
La paradoja es que, entre los defensores y los detractores del toro, el que sale siempre perdiendo es el toro. Quienes lo aman, lo adoran como a esas mujeres de novela que acaban asesinadas en el último capítulo: bien acaba desangrado involuntariamente en un espectáculo o bien no se sabe qué hacer con él y fenece de manera natural y para siempre. Menos mal que hay quien tiene una opinión intermedia y piensa que se podría hacer espectáculo con ellos, pero sin muerte ni sufrimiento.
El caso es que el pasado día 13 se formó una marcha del orgullo eminentemente testosterónica por las calles de Valencia, donde reinaron la voluntad de 8.000 entidades taurinas por hacerse escuchar y una organización algo desorganizada que no sabía muy bien cuál es la misión de los periodistas. Miles de personas, muchas de ellas venidas en autobús, se unieron a un lema para el que tuve que echar mano de mis amplios conocimientos de hermenéutica: “Los toros, cultura, raíces y libertad de un pueblo”.
Hubo incontables caras conocidas y queridas como las de los diestros José Tomás, El Juli, Enrique Ponce, el gran Ortega Cano, la última torera Cristina Sánchez, ganaderos, novilleros y empresarios. Con ellos se solidarizaron el futbolista Roberto Soldado desde twitter y, en persona, la simpatiquísima ISabel Bonig y nuestro intrigante ex-president de la Comunitat, Francisco Camps, con un elegantísimo traje, que llegó, se hizo la foto y se fue; su apoyo a la causa causó muchas extrañezas ya que nunca han sido amigos de politizar las fiestas o el deporte ni de populismos. Durante la manifa se escucharon gritos de “¡Libertad, libertad!”. Yo eché de menos la presencia de Bertín Osborne, de Francisco y de Benicio del Toro, pero aún así estuvo todo fenomenal.
Gemma Nierga, a través de la inagotable productora del programa Hoy por hoy de la cadena SER, Olga Nebra, me propició mi primera visita al balcón del ayuntamiento. Lo crean o no, durante los últimos cinco lustros he asistido a los balcones de ayuntamientos como los de Madrid, Bilbao, Barcelona, Santiago de Compostela, Cáceres, Córdoba, Huelva, Sevilla, Pamplona y alguno internacional; pero, cáscaras, nunca había pisado la terracita de nuestra casa común consistorial.
Entre las paredes de ese ayuntamiento donde seguro que han debido pasar cosas muy locas, tuve la sensación de haber vuelto a Manderley. Me sentí poseído por un poder sobrenatural: atravesé como un espíritu su puerta, floté por sus tortuosos pasillos y escaleras, temeroso de encontrarme en cada recodo a Rebecca. Pero no: con quien me topé fue con el primer teniente de alcalde Joan Calabuig, recién operado de la vesícula y a quien -el destino es caprichoso- le tocó en el hospital, como enfermero, alguien relacionado con el caso Imelsa.
En el balcón, bajo el frioret matinal, estaba Gemma, acompañada por el escritor Juan José Millás, Toño Fraguas, hijo del dibujante Forges, el director de contenidos de la SER Valencia, Bernardo Guzmán, y el multifacético actor suecano Eugeni Alemany.
Después de entrevistar al alcalde de Valencia, Joan Ribó, escuchamos las fascinantes declaraciones de Rita Barberá. Se oían lejanas, como si su espíritu se lamentara desde el frontispicio de su análisis. Lo que la ex-jefa de todos los valencianos era capaz de decir, mezclado con el aroma de fritos exhalado por los puestos de churros, me hizo llorar lágrimas de emoción. Especialmente cuando mi mente evocó el recuerdo de los diez magistrados del Supremo invitados por ella a los toros durante las fallas del 2007, acción que tuvo un cierto aroma a ninot indultat. Sólo desperté de mi ensimismamiento cuando Gemma Nierga alabó con coquetería la belleza de los ojos de Joan Ribó y su físico más que agradable. Estaré más atento la próxima vez que me lo cruce.
Por cierto, que Eugeny me contó que se está poniendo de moda entre los pijos hablar valenciano. Doncs clar -vullc dir- pues clar que sí: nunca se debe menospreciar las habilidades de una clase social siempre emergente.
Qué interesantes se ven las fiestas de las fallas desde arriba, separados de eso que los ingleses llaman the ordinay people, cada vez más ordinary, por cierto. Dispuesto a cotillearles lo que ocurre en las altas esferas durante lo que aspira a ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, me invitaron a asistir a la mascletá desde un balcón exclusivo. Tan exclusivo que tuve que firmar un documento comprometiéndome a no nombrar a los invitados. Pero no se preocupen: estuve escrutando la plaza con prismáticos y no había acudido a nadie VIP fuera de los habituales visitantes del Ateneo o el Lotelito. Incluso hablé con el encantador Josep Lozano, del exclusivo club Moddos, y no constaté que el grueso del glamour se hubiera movilizado.
Acerca de mi paradisíaco mirador sólo puedo decirles que era una terraza que parecía un SPA; que sus anfitriones rozaban la perfección entre elegantes y desenfadados; que había una mesa con cerveza valenciana Tyris en todas sus versiones, incluso la prototípica “Amor Amargo”; que el mobiliario era también valenciano; que algunas acababan de llegar de la peluquería después de bajarse del AVE; que conté pocos aros de oro y perlas pero sí muchos trajes de confección; que existe un artefacto metálico al estilo Transformer que permite hacer paellas de leña sin agacharte; que a los coreanos no les hace mucha gracia el estruendo de los petardos; que hay gente que viaja por trabajo a Perú y por placer a Marrakesh; que se escuchaba en la calle una democrático-ecléctica mezcla musical de dolçainas, Nino Bravo y Vicente Ramírez; ah, y que pude ver de lejos a Carmen Beneyto, como una humana más, caminar serenamente entre la multitud.
Cuando volví a la Tierra, el suelo estaba alfombrado de botellas y latas, muchas de ellas a medio llenar. Esto último me pareció un indicativo de que estamos saliendo de la crisis; y lo primero de que seguimos siendo bastante incívicos, por no decir bastante marranos.
Este año las fallas se notan más tranquilas. La gente atraviesa las calles chocándose con normalidad unos con otros sin quitar sus ojos de la pantalla del móvil; hay quien huele a buñuelos, otros a leña, otros a no haberse duchado desde la juerga del día anterior. La natural permisividad valenciana hace las delicias de los lanzadores de petardos, cosa que, junto con los toros, se ha convertido en parte de la cultura de algunos. Todo un conjunto de individuos satisfechos con lo que son, aunque inconformes con lo que tienen.
Así que aproveché esta plácida coyuntura para visitar, de la mano de Cuchita Lluch, una de las noches falleras de paella y carpa de mayor abolengo, la joia de la Gran Vía, la de Grabador Esteve y Cirilo Amorós.
Cuchita, a la que conozco un poco mejor desde su boda con Juan Echanove, está teniendo esa época de madurez y eclosión personal que se obtienen cuando alguien se arriesga a alcanzar lo que quiere. Además es cariñosa, divertida y con un vivo carácter emocional que le sale a flor de piel en todo momento. Vino expresamente de Madrid a compartir las fiestas de su barrio y porque no quiere perderse la sensación de vestir y peinar per a sus hijas para estar orgullosa de ellas.
Entre la humareda de leña hizo de maestra de ceremonias y me presentó a su hermano Luis Lluch y a Javier Lizcano, anfitriones de la paella que se estaba haciendo en la calzada y del picoteo gourmet-callejero previo; a Silvia Corell Raga, directora de la Escuela de Gastronomía Altaviana, cuyo restaurante en la calle Ramón Gordillo 6, ofrece un exquisito menú de degustación por 16 euros. Silvia es además la orgullosa madre del Presidente Infantil, Javi Herrero Corell.
A nosotros se unió Lucas Soler, chispa de la comunicación del IVAC y maestro de crónicas artísticas y sociales. Debajo de esa apariencia de duendecillo hay un gran corazón, pero sin prejuicios que es lo que suele quitarles brillo.
En contra de la opinión generalizada de que los valencianos a veces somos hoscos y huraños con los desconocidos, todo el mundo estuvo afable y disfruté haciéndome fotos y selfies a diestro y siniestro. Conversé con la fallera mayor, hija de la consejera independiente del Banco de Valencia Mayrén Girona, Irene Rubio, que tiene una clase con la que cobra sentido toda la literatura que se escucha a los mantenidors en sus discursos.
También estuvo el crítico gastronómico de El País, Alfredo Argilés, con su mujer Silvia; Alejandro Pérez propietarios del magnífico restaurante con sabor peruano Ancón, que se marcó unos pulpitos fritos improvisados,con su mujer Ana; el abogado José Catalá; María Teresa Monsonís; Toni Escrig; Pilar Giménez, fallera mayor del 2010; Ángela Valero; Beatriz Botella; Marisol Turmo; María Coloma Duato; Ramón Ángel Serrano; alguien me dijo que Manu Llombart estaba en Perú, como tantos compañeros suyos; pero sí estaba presente Menchu Roldán, que renta balcones y que me hizo comprender que el la mítica discoteca Un Sur no ha reabierto en su antigua ubicación de Maestro Gozalbo, sino en la calle de Serrano Morales. No hay como hacer balconing y carping para ponerse al día del cotilleo fresco.
Pero las Fallas no son solamente carpas y paellas. Olvidamos a menudo que, además de costumbre, son arte y son fuego. Los intelectuales despreciaron la fiesta fallera así que los vecinos y el politiqueo hicieron con ella lo que pudieron: pasacalles, discomóviles, petardos, trajes, ofrendas florales, gastronomía de paso y otras cosas que están muy bien, pero los valencianos podemos llegar mucho más lejos.
Precisamente para eso, en el muy artístico solar del carrer Sant Ramón (Solar Corona), tuvo lugar el pasado jueves una fascinante reunión muy relacionada con la filosofía de nuestras fiestas. Salvia Ferrer y Oscar Mora, almas mater del festival de arte Intramurs, me invitaron a asistir al encuentro entre organizadores y artistas del festival The Burning Man (El Hombre Que Arde) con algunos artistas urbanos de Valencia. Al frente, el arquitecto Migue Arraiz y el escultor David Moreno.
El Hombre que Arde es un festival anual de siete días de duración que se desarrolla en EE.UU. en el desierto de Black Rock, Nevada. Black Rock City sólo existe durante la semana del Burning Man. Es una ciudad construida durante el primer lunes de septiembre por los participantes y que después desaparece.
Congrega a cerca de 70.000 visitantes que acceden con un ticket de entrada que cuesta ente 390 y 990 dólares . Es lo único que se compra, porque el festival no tiene ánimo de lucro. Allí acuden artistas de todo el mundo paraquemar o hacer brillar sus enormes creaciones. Al mismo tiempo participan en el ritual de quemar una gigantesca escultura de madera con forma humana, entre fuegos artificiales y explosiones muy similares a las Fallas.
El Hombre Que Arde ofrece algunas becas para que cientos de artistas creen su obra y hacerla arder o brillar en un experimento común, expresivo, vital, purificador, con un toque jipi: por una vez no es el dinero lo que más importa en un gran evento.
La gran noticia ha sido que uno de los siete proyectos becados fuera de EE.UU para el próximo certamen ha sido el monumento fallero del artista David Moreno creador, junto a Miguel Arráiz de la falla experimental de Nou Campanar en 2015. Aunque trasladar una falla hasta Nevada debe ser como la aventura de Fitzcarraldo y aún les será precisa más ayuda económica. Al no poder quemarla en el Festival de El Hombre Que Arde por algún material de composición prohibido en América, la falla viajará de regreso a Valencia, donde se quemará con algarabía en el Festival Intramurs. Por cierto que están investigando un nuevo material en la universidad de Valencia para que las fallas del futuro ardan de acuerdo con las normas que protegen el medio ambiente. Esta aventura promete.
Acudieron también a establecer redes con El Hombre Que Arde los ganadores de las recomendables fallas experimentales de este año: Ana Ruíz, creadora de los bonitos mochileros de Lepanto-Guillem de Castro, y Giovanni Nardin, de Rímini, la patria de Fellini, autor la falla basculante de Ripalda-Beneficencia.
Fue a través de Christian Almenar, jovencísimo ingeniero valenciano afincado en San Francisco, que se creó el primer vínculo. Conoció en EE.UU a Stuart Mangrum, uno de los embajadores del festival The Burning Man, también presente, se apasionó con su iniciativa y ha conseguido traerle junto a una comisión del festival para enseñarles las fallas y juntar ideas.
Los americanos están flipando con lo que han visto hasta ahora en nuestra ciudad. Han dado una charla en el IVAM y visitado talleres falleros. Y después de asombrarse con las maravillosas técnicas de nuestros carpinteros, quieren animales a valorarse más como creadores completos en obras más personales.
Charlaron con los presentes sobre la esencia del espacio público, las -como artistas- incomprensibles vallas y la iluminación. También se mostraron curiosos sobre las figuras de nuestros santos, especialmente de la ausencia de San José a quien esperaban encontrar representado en alguna parte.
Me llamó mucho la atención la educación de estos visitantes, que se presentaban amablemente dando su nombre, apellido y un somero currículum; una costumbre que hemos perdido aquí a cambio de un somero “hola” que impide saber quién es tu interlocutor y de qué tema hablar con él.
Tuve la fortuna de charlar con el artista holandés Arlo Leibowitz, y con la escultora Karen Cusolito de West Oakland, San Francisco. Ambos han sido integrantes del festival del fuego. Arlo se expresa con la gracia de un italiano cuando cuenta su pasión por el desierto de los Monegros donde tiene proyectado hacer una de sus obras o cuando habla del templo que creó en el festival de Nevada, donde los recuerdos de las personas ausentes arden en un acrisolado silencio. Cusolito me contó que en su primera entrevista con el alcalde de San Francisco preguntó: “¿Qué podemos hacer los artistas por esta ciudad?” La respuesta llegó cuando, después de discutir varias ideas, la alcaldía creó una pequeña tasa por cada nueva construcción arquitectónica, ingreso que la ciudad destina al arte. Cusolito es también una Burnig Woman: crea enormes esculturas humanoides de acero, de una altura más de nueve metros, que puso al rojo vivo en la noche del desierto de Black Rock, bajo el título de Ecstasy.
La comitiva del festival estadounidense la componían Crimson Rose, Will Roger Peterson, Dave X y Stuart Mangrum, este último responsable de actividades educativas de Burning Man, entre bromas, dijo: “el fuego es mi color favorito”. Enrojecí de envidia, deseando que algún artista valenciano hubiera pronunciado alguna vez esas palabras. En la fiesta de las fallas las llamas del fuego purificador se han convertido casi en un detalle final. El fuego ha dejado su espacio al esplendor del corcho blanco que permite asombrosas obras gigantes, pero que se funde y humea de una forma poco estética. No entiendo mucho de esto pero sé que me sustraigo con más dificultad del hipnotismo de llamas que ante los encantos del tamaño.