No fue una derrota militar, sino la falta de relevo generacional en la empresa, lo que estuvo a punto de acabar con Alymer, una de las fábricas de soldaditos de plomo más importante del mundo. El empresario Tono Martí la ha devuelto a la vida
VALÈNCIA.-Cuando tenía seis años, su madre le regaló un sobre sorpresa de la mítica marca Montaplex, una bolsa de papel llena de soldados de plástico. Eran finales de los 60 y nadie podía imaginar que algún día Tono Martí se convertiría en el ‘general’ de un ejército de más de 4.500 soldados, en el que conviven respetuosamente el Che Guevara con el general Patton y Bin Laden, rodeados de soldados confederados, guardias civiles, samuráis y una banda de músicos napoleónicos, mientras el Gordo y el Flaco departen amablemente con Hernández y Fernández, ante la atenta mirada de Peter O’Toole vestido de Lawrence de Arabia. Bienvenidos a Alymer, una de las fábricas de muñecos de plomo más importantes del mundo y con sede en València.
Nada más entrar al local en el que la firma tiene su sede, el visitante ya pone un pie en la historia. Literalmente. Un vidrio protege un diorama incrustado en el suelo que reproduce la batalla de Gettysburg, la que decidió la Guerra Civil americana. Las piezas datan de los años ochenta, cuando la fábrica se consolidó como referencia a nivel internacional. Son auténticas figuras de plomo que Martí pudo recuperar cuando compró la empresa.
No es la única maravilla que espera a los amantes de la historia. En una vitrina descansa una reproducción del desfile de la Victoria de 1939 en València que se pudo reproducir gracias a unos negativos que aparecieron en el rastro. Llama la atención la presencia, además de la guardia mora, de Panzers alemanes junto a T26 rusos que los nacionales habían ido incautando a medida que avanzaban por territorio republicano (estuvieron en funcionamiento hasta principios de los cincuenta).
De fondo, un dibujo del Ayuntamiento en el que todavía no se había construido el balcón que hoy le hace tan famoso. «Cada una de estas reconstrucciones es un trabajo de documentación increíble, ya que en la época había muchos desfiles pero muy pocas cámaras de fotos; pero hasta los camuflajes son las originales», explica Martí. Más reciente es la reproducción del desfile militar que se produjo en el cap i casal, en 1982, con motivo del Día de las Fuerzas Armadas.
Y es que hablar de aficionados a los soldados de plomo es hablar de amantes de la historia a niveles increíbles. Sobre la fidelidad exigida por los coleccionistas a los fabricantes, el salvador de la fábrica recuerda varias anécdotas. En una feria en Londres, en la mesa contigua a la suya, vio cómo se acercaba un cliente que reprendía a un expositor cuyo plato fuerte era un ignoto regimiento del ejército inglés. El problema es que en esa formación todos los soldados llevaban caballos marrones salvo el abanderado, que lo llevaba blanco. «Y no le digas nada a gente así porque seguro que tienen razón», apunta. Pero eso no es nada. En cierta ocasión, un cliente le afeó que el uniforme de unos legionarios tenía un error: faltaba el hacha. Lo curioso es que quien dio cuenta del fallo era nada menos que un coleccionista invidente.
Martí atiende a Plaza en un bajo sito detrás del nuevo Mestalla, que es la sede desde hace algo más de un lustro de Alymer, una fábrica de soldados de plomo que nació en la posguerra de la mano de Ángel Comés y que es, a ese tipo de objetos, lo que el Hispano Suiza fue a los vehículos de motor a principios del siglo XX: una referencia internacional apreciada por los más exigentes. ¡Hasta los catálogos que editaba son objeto de coleccionismo!
Tras la muerte de su fundador, la firma pasó de manos en manos, pero la falta de relevo generacional obligó a bajar la persiana en 2003. «Yo siempre había querido dedicarme a esto, pero era un idea que estaba ahí, hasta que me enteré de que Alymer estaba en venta. La fábrica tenía más novias, entre ellos un coleccionista americano, pero al final me la quedé yo», explica su nuevo responsable. Así, desde 2014, la firma Military Models (nombre oficial) ha retomado el testigo.
Hay algo entre Ángel Comés Plasencia (el fundador de Alymer) y Tono Martí que casi remite a las Vidas paralelas de Plutarco. Ambos comenzaron a coleccionar muchos soldados de plomo cuando eran niños. Comés, con doce años, ya había conseguido reunir más de 2.000 piezas y Martí apenas tenía seis años cuando quedó fascinado por las maquetas de Airfix que sus hermanos traían de Irlanda y, con quince, ingresó en la Asociación de Modelistas de Valencia. Fue allí donde ambos se conocieron (el primero era un veterano), y donde el actual propietario de la compañía también entró en contacto con Álvaro Noguera (que fue el mayor coleccionista mundial de soldados, fundador del Museo L’Iber) y Vicente Mallol, otro fabricante local de renombre internacional.
La admiración de Martí por Comés era comprensible pues no solo en 1945 había conseguido convertir su pasión en una marca que bautizó a partir de los nombres de sus hijas (Alicia y Mercedes), sino que había conseguido situarse a la vanguardia internacional gracias a sus dotes de empresario: fue pionero en sustituir el plomo (muy escaso) por aluminio, introducir la pintura mate y, más tarde, en apostar (temporalmente) por el plástico o en utilizar la escala de 20 mm para sus figuras. Sus piezas originales (a las que se les daba un toque manual tras sacarlas del molde para singularizarlas) fueron realizadas con plomo —se conocen como las figuras ‘V’— y son las más apreciadas por los coleccionistas internacionales. El mismo interés despierta entre los aficionados la línea miniploms, las primeras figuras que se realizaron para los trenes eléctricos de escala H0 (20 mm).
Alymer contó con un cliente de lujo que sirvió para abrirle muchas puertas: el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, que mantuvo su afición cuando se convirtió en Rey. Famoso por su campechanía y por contar con una gran colección, solía regalar a los embajadores extranjeros que iban a presentarle sus credenciales una figura de la firma española. Entre los aficionados es conocido que entregó al emperador japonés Hiro Hito una edición especial —bañada en oro y plata— de la codiciada figura de Samurai de la firma. La anécdota disparó el prestigio que ya tenían las famosas figuras valencianas.
«Esto es un hobby —explica Martí— y de momento lo importante no es ganar dinero sino no perder demasiado. Somos lo que los británicos llaman cottage industrie, una empresa que te montas en el trastero de tu casa», aunque nada que ver, por cierto, con Apple o Microsoft. Los fabricantes suelen tener su ocupación (la que les da para vivir) y su afición (la que les da la vida), aunque también hay otras marcas más industrializadas, como King & Country, fundada en 1983 por el exsoldado escocés Andy C. Neilson y su mujer Laura McAllister. Están afincados en Hong Kong y sus figuras se hacen en China en tiradas de unos 500 ejemplares, lo que abarata los costes.
No es el caso de Alymer ni de otras firmas que apuestan directamente por hacer un trabajo 100% artesanal. Martí pasa las tardes en su taller con su amigo Vicente montando y pintando figuras, y cuenta con la ayuda de otras seis personas. No son empleados, son apasionados del coleccionismo. Son tiradas más pequeñas y más caras. «Nosotros una pieza la ponemos en el mercado por 18,5 euros pero en una fábrica china, en plan industrial, las pueden poner en el mercado por 0,5. Pero el producto no tiene comparación, eso son tiradas muy masivas, para editoriales, y poco apreciadas. King & Country, que está en medio, las puede hacer por unos trece euros con excelentes acabados».
«los personajes que más se venden son los malos, y cuanto más malos, mejor. los alemanes siempre piden un hitler»
Pero el precio no es tan determinante; los coleccionistas piden calidad. Por eso, algunos están dispuestos a pagar 1.200 euros por una de las joyas de la corona: la guardia india (la Indian Border Security Camel Band), con sus camellos, que recibió a Obama en su visita al país. Algo menos vale una reproducción de una estufa de desinfección del siglo XIX, una auténtica delicatessen.
Solo hay que dejarse llevar por los rincones de la firma para darse cuenta de que la artesanía se impone sobre la producción o la lógica de maximizar el número de piezas en aras de mayores ingresos. En cada lugar hay algo, lo que Martí define como «un síndrome de Diógenes controlado». Sobre la mesa se mezclan guardias civiles con sus mejores galas y jugadores de béisbol; guerreros zulúes y caballería ligera, y soldados de la División Cóndor con una banda de música napoleónica que un coleccionista encargó para donar a un museo. Es como un mar de pequeños detalles, en el que figuras a medio montar esperan su turno junto a otras recién pintadas. Y a medida que el ojo se acerca a una pieza van apareciendo más detalles. Son tan reales que no extrañaría que, cuando se apagan las luces y se quedan solas, cobren vida.
Cuando Martí compró la vieja fábrica de Alymer, también se hizo con algunos tesoros que forman parte de la historia del coleccionismo. En los años 70, la firma recibió el encargo de hacer una flota de barcos de madera (26 en total) de la que solo hay dos series y una está allí. «Por lo visto era un juego; se lanzaban balas de verdad y tenían que caer en las cavidades», cuenta. Una especie de Hundir la flota para coleccionistas ociosos que sin duda daría lugar a una buena puja si saliera al mercado.
El procedimiento para hacer un ‘soldadito’ no parece complicado: basta con fundir la aleación de estaño, plomo y antimonio y verterla sobre el molde de silicona. Así salen las piezas que luego habrá que ensamblar y pintar. El problema no es hacerlas, sino que queden perfectas y en menos de una hora. Eso solo está al alcance de alguien con tanto pulso como pasión. El diablo, como siempre, está en los detalles, y hacer que el rostro de un soldado refleje hasta su estado de ánimo es lo que distingue a los verdaderos maestros de los simples aficionados.
En este mundo los encargos son habituales, como el de un médico americano que ha pedido una reproducción del Castillo de San Gerónimo de Puerto Rico para regalar a un museo o la ya citada banda musical napoleónica. Algunos son más curiosos, como el de la familia valenciana que pidió reproducir al padre y a los tíos, que eran maestrantes de la Real Academia de Valencia. «Hicimos hasta caras que se parecían. ¡Y luego resultó que los que lo habían encargado eran compañeros del colegio!», apunta.
Otra fuente es la imaginación, buscar algo que no se haya hecho. «Un coleccionista nos pidió soldados guanches, que poblaban las Islas Canarias antes de la llegada de los españoles. Tenían un palo que les servía para saltar y para defenderse. No duraron mucho», explica. En sus estanterías, la historia comienza en el Antiguo Egipto y se para en los años 90. «Es casi infinito, el límite es la creatividad... y la documentación», concluye.
Una ley no escrita del coleccionismo es que «los personajes malos venden, y cuanto más malos, más venden», señala Martí. A él le han pedido a Bin Laden o a Pol Pot. «Un clásico es Hitler. De hecho, si el pedido llega de Alemania, seguro que incluye un führer, sobre todo porque allí está prohibido». Pero también hay lugar para héroes, como Blas de Lezo, del que ha vendido piezas ¡hasta en Inglaterra!. Curioso ya que él decía que todo buen español debía mear mirando hacia ese país. Y, por si fuera poco, 'medio hombre' (ese era su apodo por sus muchas heridas de guerra), le infligió una de las más duras derrotas que ha sufrido el ejército de su graciosa majestad, en Cartagena de Indias en 1741 (bueno, también merece su parte de crédito por esta hazaña el virrey Sebastián de Eslava).
Las figuras que salen de la factoría valenciana llegan a casi treinta países. «Es verdad que con la marca Alymer se abren muchas puertas, porque si llego a ir por ahí en plan ‘Figuras de Tono Martí’, vamos ¡no me como un torrao!», dice. Aun así, no se venden solas, y es habitual de las ferias más importantes del planeta, sobre todo la de Chicago. «Allí hasta se hacen selfies conmigo; se ve que hay gente más chalada que yo», bromea.
¿Y el futuro? El coleccionista no puede evitar ser el tercero de una generación de empresarios, así que espera salir algún día de los número rojos y que sus hijos se hagan cargo de su hobby como negocio. De momento se los lleva a alguna cita —«sobre todo porque hablan mejor inglés que yo»— a ver si les pica el gusanito. Además existe la posibilidad de diversificar los productos. Estuvo a punto de hacer una serie de madelmanes para el 50 aniversario (fue en 2018) pero el que tenía los moldes no llegó a un acuerdo con el que tiene los derechos, y se malogró. De hecho, antes que con Geyper, los dueños de la licencia de los G.I Joe se pusieron en contacto con Alymer para producirlos en España, pero no hubo acuerdo. Mientras llega ese día, seguirá yendo a su empresa por las mañanas y a su taller por las tardes para seguir haciendo crecer el mayor ejército que jamás pisó València.
* Este artículo e publicó originalmente en el número 65 (marzo 2020) de la revista Plaza