A pesar del mukbank y el feederismo, parece que el foodporn es una tendencia a la baja
¿Soy yo o cada vez hay menos gente que cuelga fotografías de los platos que se come, cada vez son menos los foodies que alimentan su ego con comida virtual hecha de pixeles y sazonada con likes, cada vez se lleva menos eso de la pornoalimentación?
Y sin embargo, siguen apareciendo tendencias radicales relacionadas con la comida, como el mukbank, un espectáculo surgido en Corea del Sur, llámalo espectáculo o llámalo como quieras, en el que un youtuber ingiere grandes cantidades de comida en directo mientras habla con la peña.
Y la gente lo ve. La gente hace cosas muy raras. Por eso cada día me gusta menos la gente y más las personas.
Algo mucho más radical nos contaba el otro día la escritora Solange Rodríguez Pape acerca de una nueva perversión sexual surgida alrededor de la comida. Se trata del feederismo, que nada tiene que ver con ser hincha del tenista suizo, sino más bien con una parafilia sexual que consiste en engordar a tu pareja de forma salvaje mientras los progresos son seguidos en la red. Todo ello con un componente claramente sexual, basado en el sadomasoquismo: el hombre ejerce de amo y alimenta a la mujer que, sumisa, se deja cebar hasta el límite de no poder moverse de la cama, hasta alcanzar los 300 o 400 kilos de peso. Mientras todo el proceso es retransmitido por la red y los internautas aplauden con entusiasmo cada kilo ganado.
Escalofriante ¿verdad?
Pero salvo estas distorsiones- tal vez los últimos coletazos de esa cola que se agita con virulencia antes de morir- parece que la tendencia de exhibir lo que se come va a la baja.
Y podría decirse que en general la tendencia a compartir y compartir sin control. Superada la fase de euforia inicial de las redes- ¡¡¡Por fin la humanidad va a conocer mi extraordinaria y rica vida interior!!!!- parece que viramos hacia cierto ascetismo digital – no podría soportar ni una sola interioridad ajena más - y una hasta empieza a no encontrar tan descabellada esa creencia de las tribus aborígenes de que las fotografías roban el alma.
Para corroborar esta nueva etapa, esta semana aparecía en los medios la noticia de que los hijos de los profesionales de Silicon Valley, directivos, trabajadores de Google, Facebook, Apple, van a un colegio que no usa ordenadores, ni tablets ni ninguna clase de tecnología. No tienen móvil, y hasta las niñeras que los cuidan tienen terminante prohibido usarlo.
Parece que se agota la moda de llevar la vida por fuera, colgando, de comer hacia fuera (no confundir con vomitar). Descubrimos por fin que el epicentro del placer se localiza dentro y no en la periferia, en nuestra lengua y no en la mesa de la cocina de Zuckerberg. Redescubrimos, sobra decir.
Por eso cada día me gustan más las personas que no se exhiben demasiado en las redes, que no venden nada, los restaurantes que no se publicitan sino que se dedican a dar de comer, que incluso rechazan una estrella Michelin por ser una publicidad desorbitada que no podrán gestionar. Los lugares donde se conversa con comensales que dejan el móvil a un lado para prestar toda su atención al resto y, sobre todo, a ellos mismos.
Tal vez la última tendencia en cuestión de lujo apunte al anonimato, a disfrutar intensamente de la vida en voz baja, sin altavoces, sin cámaras, sin que nadie se entere. En comer de miedo y callarlo. En sentir emociones dentro y callarlas o sólo susurrarlas al oído del que está cerca.
Así que coman, beban, amen pero que no se entere nadie, shhhhh.