Experiencias

El mal se alimenta

No es verdad que me guste la carne humana, la encuentro demasiado salada” respondió el dictador ugandés Idi Amin al ser preguntado por su canibalismo. Y una no sabe si la frase la pronunció un idiota, un demente o la reencarnación del mal

29/07/2016 - 

Resulta difícil dibujar la maldad,  hacerle un retrato robot realista, sin caer en la abstracción o el surrealismo. ¿Qué forma, qué color, qué tamaño tiene la maldad? ¿qué rasgos adopta? A menudo la hemos pensado desde la intención absoluta, ya de niños dotamos a nuestros terrores de una apariencia rotunda, de una dimensión casi mítica. Sin embargo Hanna Arendtya abordó otras posibilidades en la banalidad del mal cuando, en el juicio al nazi Eichmann, en lugar de la esperada monstruosidad, se encontró con una mediocridad burocrática, con una flema de un color gris.

¿Y si la maldad fuera simplemente un vacío allí donde debería haber algo, llámese moral, llámese conciencia, llámese culpa, llámese bondad? Solo una ausencia, un vacío, nada más.

Un vacío que, en cualquier caso, también necesita alimentarse. Gracias al libro El banquete de los dictadores, editado por Melusina, podemos conocer qué comían los sátrapas más crueles de la historia.

Dicen que a Idi Amin, que se nombró a si mismo Capitán General, Señor de todas las Bestias de la Tierra y de los Peces del Mar, le gustaba mordisquear los rostros de sus adversarios una vez decapitados, como quien se toma una tapita de morro tras la agotadora jornada laboralLos acompañaba con larvas de abeja, grillos, cigarras, hormigas voladoras y saltamontes. Aunque su plato preferido era el luwombo de cabra asada. Y comía una media de unas cuarenta naranjas al día. Y dos huevos duros, añadiría Groucho.

Desgraciadamente, la que pronunció Amin no es el único ejemplo de frase a medio camino entre la demencia, la estupidez y el sadismo. Mientras una terrible hambruna asolaba nuestro país a principios de los años 40, nuestro pequeño Franco, con su voz aflautada, exclamaba: "'¡Que coman bocadillos de delfín con pan de harina de pescado!"

Aficionado más al rancho que a las delicatesen, el caudillo declaró además que su plato preferido era la paella gallega, una sinrazón que roza ya la abyección.

Stalin por su parte deglutía de forma desaforada, con una lujuria que el frío conservaba intacta. Jruschov, su sucesor, lo definiría así: "No creo que haya habido nunca un líder de iguales responsabilidades que perdiera más tiempo que él comiendo y bebiendo".

Unas bacanales gastronómicas que se extendían durante más de seis horas. Hasta Tito, el  líder yugoslavo que no destacó precisamente por ser un estómago sensible,  acabó vomitando en una de sus pantagruélicas cenas.

El plato preferido del dictador ruso era el Satsivi, un entrante frío de pollo, cebolla y nueces que, por ese afán cierrabucles de la historia, le servía su chef favorito, Spiridon Putin, el abuelo del actual líder ruso.

Stalin comió y mandó a pudrirse al gulag a todo el que le molestaba con la misma compulsión, con el mismo exceso. Y yo no sé por qué, si por esas tuberías subterráneas por las que fluyen misteriosas las asociaciones, pero el caso es que durante años, estuve totalmente convencida de que el gulag era un plato del este.

Ya preconizaran el imperialismo, el comunismo o el sadismo, lo cierto es que los excesos en la mesa fueron comunes a casi todos los totalitarios.

Comían con nosotros, es cierto, pero luego se iban a casa y comían más. ¿Cómo lo sabíamos? Porque nosotros estábamos delgados y ellos gordos”, dijo un campesino camboyano refiriéndose a los dirigentes de la revolución de Pol Pot. Un razonamiento tan simple como aplastante.

El megalómano Sadam Hussein sin embargo sí trataba de cuidarse de los excesos y solía dejar a medio mordisquear las exquisiteces que se hacía traer de medio mundo, en parte porque era muy presumido y cuidaba su figura, en parte porque tenía pánico a ser envenenado. Tanto es así que obligaba a los equipos de cocina de sus doce casas a prepararle todos los días el menú y en el último momento decidía donde dejarse caer a comer.

Ya comentamos aquí el caso del turulato vegetarianismo de Hitler que antes de prohibir el foie gras por lo mucho que se hacía sufrir al animal, se infló a base de bien de petits poussins à la Hambourg, pichones rellenos de lengua, hígado y pistachos, su plato favorito.

Mientras, su socio, el italiano Benito Mussolini, odiaba la pasta. Pero comía con deleite una especie de ensalada hecha solo con ajos crudos aliñados con aceite y limón.

El título del mejor aficionado tirano a la gastronomía lo merece sin duda Kim Jong-Il, mandatario norcoreano que tenía a más de veinte mujeres dedicadas solo a seleccionar uno a uno cada grano de arroz para que todos tuvieran el mismo tamaño y el mismo color. Y enviaba a su chef en jet privado a hacer la compra por todo el mundo: caviar iraní, mangos tailandeses, salchichas danesas, arroz japonés especiado con artemisa, con esa extraña inconsciencia por la que los malvados creen que todo les saldrá bien.

A unos les fue mejor que a otros pero todos comieron, sin remilgos, más bien mucho que poco, más exquisiteces que platos sencillos.

No puedan extraerse muchas más conclusiones, no hay alimentos que provocan el mal, aunque seguro que algún estudio americano los inventa, no hay gustos privativos de los malvados. Ya lo decía el poeta Auden, el mal es vulgar y siempre humano, duerme en nuestra cama y come en nuestra mesa.

 Y a pesar de todo, sigue siendo inexplicable.