El mal, como el bien, siempre está entre nosotros y siempre lo estará.
Generalmente, sus manifestaciones son puramente individuales, como la del asesino que mata a su esposa o hijos.
Menos frecuentemente, el mal habla con voz coral, o actúa de forma grupal, como hicieron durante largos años los terroristas de ETA y hacen hoy todavía quienes les justifican, animan o amparan.
Sin embargo, existen ocasiones a lo largo de la historia en las que el mal se estructura, y consigue proyectarse sobre millones, sobre decenas de millones de personas: los horrores de los totalitarismos del siglo XX, como la shoa causada por los nazis o el holodomor provocado por el comunismo estalinista, no son más que dos terribles ejemplos.
Así ha sido tanto en el pasado remoto como en el reciente, y así será en el futuro, porque tanto el mal como el bien forman parte de la condición humana, de la naturaleza de las personas y de las sociedades que ellas conforman.
La última manifestación del mal colectivo es la agresión de Rusia a Ucrania, que no es solo la agresión de un país a otro, sino también la agresión de una sociedad autoritaria que está a un paso de ser totalitaria a otra sociedad que quiere que sus cimientos sean los de la democracia liberal y el Estado de Derecho, y la agresión de las personas que componen la primera, los rusos, a las personas que conforman la segunda, los ucranianos.
Rusia no es una idea abstracta, una entelequia, como tampoco lo es España o Europa. Rusia, ante todo, son los rusos, quienes deberán responder por los crímenes que se están cometiendo en Ucrania no sólo individualmente, sino también colectivamente: Putin no existiría si los rusos no permitieran su existencia, al igual que los primeros responsables de la existencia de Hitler fueron los millones de alemanes que le votaron, le auparon al poder, le aclamaron, le defendieron y no le abandonaron ni siquiera en los meses finales de la destrucción final de Alemania en 1945.
Del mal puede surgir el bien, y Alemania es precisamente el ejemplo de ello.
No obstante, la historia nos enseña que al mal organizado colectivamente solo puede hacerle frente el bien organizado colectivamente, y como el mal busca y provoca el sufrimiento, gran parte de ese hacerle frente consiste, precisamente, en sufrir.
Y aquí radica la gran dificultad para las sociedades occidentales, que su nivel de tolerancia al sufrimiento es tremendamente bajo, y no solo al sufrimiento físico y anímico, a la sangre y a las lágrimas a las que se refirió Churchill en su primera intervención parlamentaria tras ser nombrado Primer Ministro, sino también al sufrimiento económico y material, al esfuerzo y al sudor que también forman parte de la misma frase del viejo león inglés.
Día tras día se amontonan las evidencias del mal causado por Putin, Rusia y los rusos, las últimas las atrocidades cometidas contra mujeres, niños y ancianos en Bucha.
Y día tras día, mediante la compra de petróleo, gas y otras materias primas, Europa y el resto de occidente sigue proporcionando a Putin, a Rusia y a los rusos los recursos financieros que posibilitan que Rusia siga siendo un estado maligno y que los rusos, como componente personal de su nación, no encuentren el acicate necesario para cambiar las cosas, no tengan otra salida que rebelarse, al precio que sea, contra Putin, contra la camarilla que lo rodea, protege y conforta, y contra los otros millones de rusos que lo defienden, apoyan o, al menos, toleran.
Está al alcance de Europa y los demás países fundados en los valores del mundo libre acabar con Putin y la actual Rusia, liberando del mal no solo a Ucrania y a los ucranianos, sino también a los mismos rusos.
Pero para ello tenemos que sufrir, tenemos que pagar un precio, probablemente no en vidas, que la sangre hasta ahora únicamente la ponen los ucranianos, sino en algo infinitamente menos precioso: unos pocos puntos de PIB, un moderado recorte en nuestro bienestar, una renuncia temporal al crecimiento y el progreso.
Lamentablemente, las sociedades occidentales, y especialmente la española, parecen poco dispuestas a ello. Somos cada vez más blandos, más reticentes al esfuerzo, más renuentes a todo lo que pueda considerarse sufrimiento.
Y no es sólo cuestión de nuestros líderes, de nuestros gobernantes: estoy convencido de que ningún político ganaría unas elecciones prometiendo a sus electores unos años de empeoramiento de su calidad de vida a cambio de acabar con un mal cuyas consecuencias sólo se perciben a través de las pantallas del televisor o del teléfono móvil o, como mucho, al ir a aplaudir la llegada de un autobús con refugiados.
Las sociedades occidentales y europeas son sociedades blandas, alérgicas al esfuerzo, incapaces para el sacrificio, inasequibles al sufrimiento, que cuando llega se ve como una maldición, y no como una ocasión de que se manifieste lo mejor de nosotros mismos.
Esta blandura es particularmente notable en la sociedad española, desde que el españolito comienza su inserción en la sociedad a través de un sistema educativo que ha desterrado cualquier noción de esfuerzo y sacrificio, sobre todo si no proporciona una satisfacción más o menos inmediata, hasta la etapa final de sus vidas, en la que el Estado debe garantizar a nuestros mayores el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones y muchos otros beneficios (el transporte público cuasigratuito, las vacaciones a precios reducidos, en ocasiones irrisorios) cueste lo que cueste.
Con estos mimbres, es del todo lógico que los autócratas, aspirantes a dictadores y tiranos que gobiernan a miles y miles de millones de personas no vean perturbadas, ya no sus conciencias, que no parecen tenerlas, sino sus plácidos sueños.